Hijo de José Miguel Gómez, el famoso Tiburón que gobernó a Cuba de 1909 a 1913, Miguel Mariano siempre soñó con ser presidente del país. En las elecciones parciales de 1926 salió electo alcalde de La Habana y acrecentó su popularidad al no estar vinculado con el robo de fondos públicos, algo insólito en aquella república. El tirano Machado comprendió que sería un peligroso rival en futuros comicios y abolió el municipio capitalino, convirtiéndolo en el Distrito Central bajo la jurisdicción del jefe de Estado. El hijo de papá fue apartado de la vida política nacional.
Su oportunidad llegó en 1936, cuando Carlos Mendieta, quien ocupaba entonces la primera magistratura, lo encumbró como candidato presidencial de la Coalición Nacionalista-Republicana. Su gran rival era el exmandatario Mario García Menocal, quien había agrupado en el Conjunto Nacional Democrático la mayoría de las tendencias del antiguo Partido Conservador. Por su parte, los liberales habían postulado al exconservador Carlos Manuel de la Cruz, quien había iniciado un acercamiento al sargento devenido coronel y “hombre fuerte” de Cuba, Fulgencio Batista, con la finalidad de recabar su apoyo.
Lamentablemente para este politiquero, Batista no deseaba un triunfo de Menocal, personaje muy difícil de manejar, y quería incorporar a los liberales a la Coalición para favorecer al hijo de Tiburón. Cuando ya lo había logrado, el Tribunal Supremo Electoral consideró ilegal revertir la postulación de De la Cruz. En busca de una solución, Mendieta trajo de los Estados Unidos a Harold Dodds, un experto en legislación electoral. Al final el otrora sargento “persuadió” a las asambleas provinciales del liberalismo y la Coalición Tripartita se hizo realidad.
Menocal puso el grito en el cielo y reclamó la renuncia de Mendieta por favoritismo con uno de los candidatos. El militar golpista lo complació y finalmente se celebraron los comicios, en los que Miguel Mariano salió electo presidente con una ventaja de más de 85 000 votos. Pero lo bueno estaba por llegar.
A las Fuerzas Armadas –es decir, a Batista– se le había concedido para 1936 la cuarta parte del presupuesto nacional. No contento con ello, aunó en el llamado Consejo Corporativo (CC), adscrito a la jefatura del ejército, a una serie de instituciones, entre ellas las Escuelas Rurales Cívico-Militares y el Consejo Nacional de Tuberculosis. Para sufragar el CC, los aliados del “hombre fuerte” en el Parlamento promulgaron una ley que fijaba un impuesto del nueve por ciento a cada saco de azúcar producido, aparte de cederle una importante proporción de los ingresos de la renta de Lotería.
El militar golpista era un político muy hábil y preparó con cuidado esta “mordida”. El Consejo Corporativo se enfrascó en la creación de las escuelas Cívico-Militares y en la construcción de dos hospitales para tuberculosos, así como en el subsidio a creches -hogar para el cuidado de niños- y asilos de ancianos. Todo esto iba apuntalado por una parafernalia mediática para encubrir que la recaudación proyectada superaba con creces los gastos de las edificaciones y subvenciones programadas. Obvio: el Jefe del ejército, tras asegurar una gran tajada que le permitiría adquirir un grupo de propiedades, podía repartir entre congresistas y dueños de periódicos lo suficiente para tenerlos contentos.
Miguel Mariano se creyó presidente y vetó la ley. Batista decretó la alarma de combate a las Fuerzas Armadas y desde Mantua amenazó con marchar al frente de ellas hacia La Habana. Sus compinches en la Cámara de Representantes iniciaron un proceso contra el mandatario, bajo la acusación de que intentaba “coartar el libre funcionamiento del poder legislativo”.
Como no tenían las dos terceras partes necesarias para iniciar el impeachment –revocatoria de mandato-, elementos militares se personaron en el Capitolio. Años después relataría el colega Enrique de la Osa: “Se presenciaron escenas bochornosas. Los ayudantes del jefe del ejército [es decir, Batista], seguidos de una procesión de soldados, buscaban a los legisladores conminándolos a que estamparan sus firmas”. Cuarenta y cinco miembros de la Cámara se negaron a hacerlo, pero ya el exsargento contaba con los 111 votos requeridos.
En el Senado, Batista tenía de antemano la mayoría absoluta. No obstante, los partidarios del Presidente se decidieron a presentar combate. Uno de ellos, Manuel Capestany, preguntó al que dirigía la sesión: “¿Existe, señor presidente, sobre la mesa alguna prueba en relación con la acusación que se formula contra el Presidente de la República?”.
La respuesta negativa a esa interrogante dio pie a la intervención del senador José Manuel Gutiérrez: “La falsa acusación al Señor Presidente de la República no es la determinación espontánea de la voluntad libérrima de los representantes que integran este cuerpo, sino la resultante de la apariencia de legalidad con que pretende revestirse un golpe militar fraguado en los cuarteles”.
El 25 de diciembre de 1936 se hizo pública la noticia de la destitución de Miguel Mariano Gómez. Lo sustituyó el vicepresidente Federico Laredo Brú, cuya docilidad ante el jefe del ejército le reportó buenos dividendos.
Fuentes consultadas:
-Los libros Cuba política, de Mario Riera, y La neocolonia, organización y crisis desde 1899 a 1940, del Instituto de Historia de Cuba. Los textos periodísticos Miguel Mariano Gómez, de Enrique de la Osa (BOHEMIA, 1950) y Destitución y muerte de Miguel Mariano Gómez, de Ciro Bianchi (Juventud Rebelde, 2020).