Foto./ Archivo de BOHEMIA.
Foto./ Archivo de BOHEMIA.

Escalera de mar

Versión actualizada por la autora del texto, publicado originalmente en El Caimán Barbudo, el 19 de enero de 2024

Por./ Lisbeth Lima Hechavarría


[…] Uno habita soledades

    que ha cubierto la hierba,

    los recuerdos, o las gracias solemnes,

    o las lágrimas.

    “El silencio”, Edgar Allan Poe

Supongamos que me llamo Casandra, ahora mismo, no lo recuerdo. Tu nombre tampoco importa mucho, la verdad. Sé que te he visto antes. ¿Te he visto? Quizás no, pero suenas cercano.

Siempre me han gustado las azoteas desteñidas de Centro Habana. Tuve un novio por allí hace unos años y en las madrugadas nos las pasábamos desnudos en el portal del apartamento. A un costado, el malecón. El mar asumía roles en mi historia dependiendo del horario del día. Por las mañanas, las pocas mañanas que amanecí en ese portal, (porque casi siempre corría intentando evitar los despertares y saludos matutinos) el café me erizaba poro a poro mientras el mar iba colándoseme debajo del pulóver suyo, que usaba como bata. A medida que avanzaba el día, camino a casa en la guagua, el mar susurraba cosas a mi oído. Reía como loca burlándome de las voces cambiantes en los cuentos que narraba; y hoy, una vez más en la azotea de algún lugar de esta ciudad, aunque el océano no está cerca, igual musita. Creo que han de ser las azoteas. Sí, es cosa de alturas.

Supongamos que he llegado aquí en ascensor, aunque el edificio parece de los viejísimos que no cuentan con tales lujos. No sé cuántos pisos tenga. Miro hacia abajo. ¡Son unos cuantos! Mis amigos, creo que eso somos, sí, amigos, conversan alrededor. Yo estoy dispersa, pero ellos creen que escucho atenta lo que hablan, porque en el rostro se me dibuja una sonrisa y de vez en cuando asiento. Has aparecido. Invade el sentimiento de cercanía. Te conozco. Supiste del encuentro y llegas directo desde el gimnasio. Desprendes ese olor fuerte que los demás repugnan, pero que no me molesta en lo absoluto. Al contrario, excita, no puedo evitar imaginarte sudando encima de mí. Son las feromonas que se alebrestan sin permiso. Un simple “hola” es suficiente para el grupo. El mar cuchichea más de prisa. Termino el vino y notas el vacío. Atento señalas la botella a tu lado y yo extiendo el brazo. La brisa golpea fuerte en nosotros. Aprovecho que los chicos van juntándose de a poco en grupitos y hablan de cualquier cosa, para ir divertida a la mar, que no pierde la costumbre de sonsacarme.

Va quedándose vacía la azotea. Algunos están sentados en los grandes huecos de adornos que tienen las paredes del edificio. He volteado a mirarlos en su romance. Giro la vista de regreso abajo, a la calle, por donde pasan los cachivaches. Interrumpes el coqueteo que mantengo con el mar. Ya sabía que ibas acercándote, el olor te antecede. Tocas mi hombro derecho. Volteo y pongo cara de ey, qué tal, pero no hablas mucho. Tal vez dices algo que no alcanzo a escuchar, solo siento el beso que plantas de súbito sobre mis labios y unas ganas tremendas de echar a reír, pero no puedo, ya la boca no me pertenece para eso. ¡A lo mejor es más que un beso!

El tiempo parece enlentecer, todo va despacio, muy despacio y abro los ojos. Una habitación rodeada de ventanas con cristales deja ver detrás de ti, en una suerte de aparición, un montón de personas que conozco: profes y compañeros de la facultad, quienes parecen escuchar atentos a alguien que imparte una conferencia. He dejado de besarte y paras a ver qué pasa. Ignoras el hecho por completo, sin la menor pizca de asombro. Tomas mi mano en dirección a la escalera, tal vez buscamos un poco de privacidad. La necesitas.

Una cosquilla rara, como de cosa que peligra, se me aloja en las piernas. Recuerdo cuando de niña me daba esa sensación extraña de estremecimiento al poner los pies en la pared e imaginar que caminaba por ellas. Seguimos bajando escaleras hasta que giras el primer picaporte. Nos adentramos y de pronto aquellas paredes han mutado en una especie de hospital materno tercermundista. Huele muy mal aquí dentro. La mar, que hace unos minutos me hacía cosquillas, ahora se esconde tras mis orejas. Verdad que ya lo había dicho, detesta a los médicos. Miras en todas direcciones. Sostienes mi mano, ahora la aprietas con fuerza, pretendiendo protegerme. Mujeres recién paridas van de un lugar a otro con cara de llanto. No pocas se quejan a la vez. Por un pasillo que cruza la habitación, un señor empuja una silla de ruedas. Voy en ella, ensangrentada, con un bebé en los brazos. Abres bien los ojos y me miras, sigo a tu lado. Halo la puerta y te saco de ahí. Pretendo seguir bajando, pero te detienes y tomas mi rostro con ambas manos, delgadas, pero firmes. Cierro los ojos tiernamente porque pienso que vas a besarme, pero no, solo me observas. Seguimos bajando, esta vez más de prisa. Juego a que me atrapes y en la próxima puerta, huyo. Llegas detrás y la estridente música no deja que escuche lo que dices. Es una disco, más bien la recepción de una disco, no hay luces a medio tono, ni rastros de la privacidad que se respira en estos ambientes, que bien pudiera ser el propicio para lo nuestro. Todo es claro. Quiero que alcahuetees mi burla hacia unas chicas que parecen salidas de una revista de moda de los setentas, y miro hacia ti, que aún me sostienes, pero ya no eres tú. Llevas pantalones campanas y tacones toscos. Un pelo rizo cae sobre tus hombros. Hay demasiada luz, te digo. Ujum, respondes. Más de una ha comenzado a coquetearte, también eres sexy en topes. Creo que tu olor te delata. El mar se burla de mis repentinos celos mientras te saco a toda prisa de esos años.

Vuelves a ser tú apenas cierro la puerta, siento ganas de besarte y me lanzo a hacerlo. Ya esto es demasiado, grito. Me rindo. Te has esfumado entre mis labios. ¿Mar, me estás jodiendo? La mar solo ríe a carcajadas y no puedo ignorarla. Es contagiosa su risa. Sentada en un peldaño de aquella escalera interminable descanso un rato, cierro los ojos. Pero tu voz diciéndole a Casandra que te la eche todita en la boca me despierta del breve letargo y asomo la cara por la puerta abierta. Los veo, disfrutas y ella suda entre tus manos. Saben que estoy aquí. Puedo pasar horas observándolos, más solo me tomará un minuto llegar hasta la otra habitación, y ya que las he recorrido todas, no me iré dejando ésta.

Apenas puedes contener las lágrimas. Me acerco y estás sentado sobre la tumba abierta. Ellos sacan sus restos. Reconoces la rosa que pusiste entre sus manos dos años atrás. Es hora, debes decidir. Prefiere cremarlas, digo por ti a la señora que llena el talonario. Los pequeños huesos de la niña también descansan sobre su pecho.

Por fin tranquilos, solos, te abrazo y de una vez recuerdo tu rostro. Segura ya de qué nos une, me dejo llevar y te beso de nuevo.

Aún tengo la sensación de labios húmedos que dejaste en mí esa tarde de azotea. El mar me ha visto recordarte una y otra vez, mientras viajo en sus brisas, buscándote. No hubiese habido mejor sitio para esparcir mis cenizas. El océano supo adoptarme. Bien lo sabes. Lo supiste desde que aquella noche, cuando sentado en el malecón me dejaste ir, diciendo: el mar sea contigo, Casandra.


Le recomendamos la lectura de: Atmósfera surrealista

Un trabajo sobre el libro de cuentos Escalera de mar, y su autora, Lisbeth Lima Hechavarría, presentado recientemente por Ediciones Luminaria.

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