Dicen que es Brujas, pero también Estocolmo se conoce como la Venecia del norte. Es justo: la forma un archipiélago de 30 000 islas, rocas y escollos. Al parecer, poco les importa a los suecos esta denominación, pues para vender su turismo no necesitan parecerse a otros y hasta andan orgullosos de sus propios y enigmáticos encantos.
La ciudad, por eso, no se gasta un øre de corona en bigotudos remadores ni cartománticos de acera. Tiene, eso sí, músicos callejeros en muchos de sus sitios medievales o posmodernos, todos pulcros; intérpretes de prácticamente todos los ritmos del musgo o el cemento, a medio pulmón entre el excentricismo folclórico emigrante y la seguridad social para limitados, ya sea en la apacible superficie o el agitado andén metro. En el cielo, no. El cielo es para decenas de globos aerostáticos.
La silenciosa ciudad tiene sonido. O mejor: sonidos, decenas de sonidos, jamás estridentes. Suena casual, como esas tonadas que involuntariamente hacemos para entretenernos durante una ensimismada labor.
Si se camina Estocolmo atravesando la peatonal Drottninggatan (en sueco, «calle de la Reina»), que es como caminar del pasado al futuro arquitectónico o viceversa, curiosamente coincide la música errabunda con la espiritualidad de cada esquina. Así, cuando las pisadas se adentran en Gamla Stan, el casco antiguo, las notas suenan melancólicas, plomizas, contrastando con las luces amarillas de las vitrinas para turistas que exhiben simpáticas cabecitas de vikingos y chocolates con coronas imperiales.
Allí, en la zona vieja, se erige un museo relativamente nuevo y, a primera vista, decepcionante. Es el Museo Nobel, el Nobelmuseet, que no está colmado de raros aparatos o sofisticadas colecciones como uno puede esperarse. Predominan las fotos de más de 100 años de premiaciones, aunque pocos rostros hoy sean reconocibles. Sin embargo, los mejores encantos del lugar son, sin duda, lo bocetos, cientos de bocetos.
Y es que la ciencia –el premio Nobel en sí– tiene su verdadero valor por la realización de una idea. Si asombra la utilidad del invento, mucho estremece el descubrimiento de qué es necesidad y el diálogo traductor entre la neurona y el papel.
Bocetos de hoy
A medida que se acerca octubre, cada año crece la ansiedad por la entrega de los premios más codiciados dentro del universo de las ciencias. La verdad es que claramente no se explica semejante delirio, tratándose de un legado personal dictado con el lacre de un testamento –¿será la valiosa e inacabable bolsa el móvil de la popularidad?–, más que una operación institucional con el juicio internacional de los pares.
Aun así, a los pobres mortales sí nos sirven los Nobel, incluso cuando son acusados de ser injustos. Nos dicen, por ejemplo, las tendencias del pensamiento científico o, al menos, las agendas de trabajo de los grandes laboratorios. Afortunadamente, siempre recae en mentes privilegiadas, en grandes bocetos que no caben en los titulares de prensa ni en los hashtags almohadillados de las redes.
Digamos que si ya nos iba pareciendo importante la ciencia de la información cuántica, este año el premio Nobel de Física hizo justicia a los pioneros de este campo de investigación, Alain Aspect, John F. Clauser y Anton Zeilinger, por experimentos con fotones entrelazados.
La mecánica cuántica, se sabe, es la ciencia que describe el comportamiento de las partículas subatómicas; es decir, la física a las escalas más pequeñas posibles. El trabajo de estos expertos podría allanar el camino hacia una nueva generación de potentes computadoras y de sistemas de telecomunicaciones imposibles de piratear.
Y casi como jugar con Lego, Carolyn R. Bertozzi, Morten Meldal y K. Barry Sharpless, que habían desarrollado la química del clic (así sonaría cuando presionas las piezas de un Lego de moléculas) y la química bioortogonal, cayeron en la mira para el Nobel de Química. No es para menos, pues esta sapiencia puede evolucionar los tratamientos de enfermedades como el cáncer.
Tal como viajar por las edades de Drottninggatan, así puede parecernos el asunto que deslumbró a la Academia Sueca para otorgar el premio Nobel de Fisiología o Medicina.
Cuenta el agraciado, el sueco-estonio Svante Pääbo, que cuando tenía 13 años su madre lo llevó a Egipto. Aquel viaje despertó su fascinación por las momias e inició el proceso que lo llevó a estudiar lo que le ha valido el Nobel, es decir, sus descubrimientos sobre los genomas de los homínidos extintos y la evolución humana.
La excavación paleogenómica
Bien visto, como el propio Pääbo ha sugerido, su trabajo es equivalente a la “excavación” en el genoma humano. De tal suerte, su denuedo permitió revelar secretos del ADN neandertal, los cuales ayudaron a comprender qué hace que los humanos sean únicos y brindaron información clave sobre nuestro sistema inmunológico.
Sus técnicas, así, permitieron a los investigadores comparar el genoma de los humanos modernos y el de otros homínidos, tanto los denisovanos de Siberia (precisamente descubiertos, entre otros, por Pääbo) como los neandertales europeos.
Recordemos que los humanos modernos y los neandertales se separaron como especie hace unos 800 000 años. Mas, para entonces, ambos grupos habían tenido hijos juntos durante los períodos de coexistencia.
Pääbo, director del departamento de Genética del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, en Alemania, junto a su equipo sorprendentemente encontró que el flujo de genes se había producido desde los neandertales hasta el Homo sapiens.
Esta transferencia de genes entre especies de homínidos afecta la forma en que el sistema inmunológico de los humanos modernos reacciona a las infecciones, como el coronavirus. Las personas fuera de África tienen uno o dos por ciento de los genes neandertales. Pero como estos nunca estuvieron en el continente madre, por tanto no se conoce una contribución directa genética a las personas subsaharianas.
Si los resultados de Svante Pääbo han merecido un Nobel, valdrían dos que sus estudios hayan llevado a la creación de una nueva disciplina en la ciencia: la paleogenómica.
Esto es algo que no sucede todos los días. Como lo sabe el comité del Instituto Karolinska de Suecia, que otorga el premio Nobel de Fisiología o Medicina, decidió destacar el valor neuronal del investigador.
De acuerdo con el propio Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, la paleogenómica es la reconstrucción de las secuencias genéticas de las especies ya extintas.
(Si nos abstraemos un poco, podremos elucubrar que, de haberse metido en ese laberinto, el escritor Michael Crichton y su yunta Steven Spielberg probablemente habrían ganado el Nobel, pero dudosamente el ramillete de Oscar que obtuvo su Parque Jurásico. Mejor dejar las cosas como están).
Lo cierto es que el mismísimo Pääbo decidió aplicar, de forma totalmente novedosa, los métodos para estudiar las poblaciones de animales extinguidos a través de restos genéticos al estudio de la evolución humana.
Gracias a su testarudez, logró secuenciar el genoma del hombre de neandertal completo en el año 2010 y a partir de esto reveló cómo el pariente extinto había influido en nuestra evolución genética y de qué forma se podía apreciar incluso en nuestros días.
Otras intimidades
Si Pääbo se enfocó en la intimidad genética de homínidos extintos, la escritora, catedrática francesa y profesora de letras francesas Annie Ernaux, sin mucho ruido, recogerá en diciembre el premio Nobel de Literatura en Gamla Stan, a pocas cuadras del violín más triste que oído humano puede escuchar.
Ha dicho Ernaux que reivindica la dimensión política de la intimidad, pero el comité Nobel asegura que, con su voto hacia ella, premia “el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, extrañamientos y restricciones colectivas de la memoria personal”.
Por su parte, el Nobel de la Paz, una vez más, ha sido la veleta que mueven los vientos, según la época.
Bajo esa sospecha fueron premiados el activista político bielorruso Ales Bialiatski, la organización rusa de derechos humanos Memorial y la organización ucraniana de derechos humanos Centro para las Libertades Civiles. No podía ser de otra manera.
Más que un trofeo extendido a esas personas y entidades por la labor desarrollada, se pinta mejor como un rayón sobre la pintura del presidente Vladimir Putin por parte del Comité Noruego del Nobel, habitualmente cuestionado por parcializado, aristocrático y eurocentrista.
Si casi todos los condecorados con los Nobel consiguen proyectar notoriedad en el futuro, no siempre resulta así con quienes reciben el premio Sveriges Riksbank de Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel. De hecho, algunas teorías que antes fueron galardonadas, poco después terminaron derrumbadas por sí mismas en la práctica, o incluso a manos de otras que, paradójicamente, en algún momento acaban siendo recompensadas en Estocolmo. Menuda inconsistencia.
Ya veremos qué pasa en unos años con Ben S. Bernanke, Douglas W. Diamond y Philip H. Dybvig, nobelizados por la investigación sobre bancos y crisis financieras.
Dicho en otras palabras, reciben la medalla por pensar en cómo hacer menos vulnerables los bancos en las crisis y cómo los colapsos bancarios exacerban las crisis financieras. Una música muy parecida a la escuchada en otros tonos en las calles de la Venecia del norte. Mientras, desde los aerostatos multicolores, los turistas miran con sus binoculares el hormigueo de Volvos, Audis y Mercedes, al tiempo que intentan recordar infructuosamente los nombres de los ganadores de los Nobel del año anterior.