¿Quién no conoce, al menos, a un movifílico? Cada vez vemos más acólitos de esa cofradía que, paradójicamente, al mismo tiempo acerca y distancia. Ellos no pueden alejarse un metro de su teléfono celular. Cuando salen a la calle sin él, padecen ataques de pánico. Andan a la caza de softwares y aplicaciones. A la hora de cocinar emplean una sola mano. Frente al televisor “disfrutan” a retazos de los programas, a la par chequean en la otra pantalla las noticias del día. En el elevador del edificio los saludas y no despegan la vista del inseparable aparatico. Durante la madrugada se levantan para revisarlo.
En sus inicios la afición era loable: mediante el móvil entramos en contacto con otros individuos, seguimos las novedades de amigos y familiares, recibimos información sobre los sucesos de casi todo el orbe, “viajamos” en el tiempo y en el espacio, leemos incluso lo que nuestras editoriales no suelen o no pueden publicar; asimismo, aprendemos idiomas, nos instruimos en disímiles materias, escuchamos música, descargamos filmes. Una oferta irrechazable, ¿verdad?
Poco a poco, el atractivo y dócil servidor se ha ido convirtiendo en amo. Estamos pendientes de alimentarlo (recargar su batería), protegerlo, mejorar sus capacidades y desempeño. Él vive por nosotros, algunos de nosotros (los movifílicos) viven para él.
He conocido hasta parejas aquejadas de tal adicción. Con solo fijarse un poco, usted las descubrirá enseguida. Si asisten a la inauguración de una muestra de artes plásticas, en lugar de intercambiar opiniones sobre las obras, se hacen selfies, cada uno por su lado, y las suben a la web. Sentados en un banco del más bucólico parque, parecen dos extraños; encienden el celular y flotan hacia universos particulares. En una fiesta no bailan, tampoco dialogan; sí persiguen los mensajes llegados por WhatsApp, Facebook o cualquiera de las redes sociales digitales; sus dedos teclean sin descanso.
Años atrás escribí una crónica para el periódico El habanero. Allí comentaba: “Podemos caminar rodeados de potenciales amantes, hablar con ellos durante días, dormir y vivir con otra persona, y sentirnos tan ajenos como una ostra naciendo en su concha del Pacífico”. Imposible imaginar entonces cuánto se multiplicaría esa ausencia de comunión, de afecto verdadero, que conduce a quedarnos solos.
La soledad, peor si la sufrimos en compañía, suele tornarse dolencia severa. Solo resulta agradable y necesaria la breve, que permite descansar por instantes del terrenal estruendo, hacer balance, evaluar problemas y regresar fortalecidos a la lucha cotidiana. Alargados en demasía, esos momentos propician la infelicidad.
Aunque los movifílicos (sea cual sea el sexo referido en su acta de nacimiento, o sea, aludo a hombres y mujeres) crean lo contrario, las postales y los emoticones: caritas, manitos, serpentinas, corazones… son incapaces de sustituir a los abrazos, a los besos; alegran, pero les falta calor. Ningún “te amo” virtual se iguala al susurrado junto al oído. Las frases cordiales, escritas con sinceridad, reconfortan; sin embargo, ¿pueden velar el sueño de la persona amada cuando ella enferma?
Observo a estos dúos, a sus medias naranjas encerrados en burbujas a menudo fabricadas inconscientemente y me pregunto si en el hogar se comportarán de manera distinta, o si el secuestrador de su atención los ha transformado en egoístas que esperan recibir cariño, con un mínimo de responsabilidad y entrega a cambio. En tal caso, siempre los acechará la insatisfacción. De nada valdrán los móviles sofisticados, las conexiones 5G, 7G, 10G; los millares de “amigos” en las redes.
Confieso que a veces me dan ganas de gritar: ¡Suelten el dichoso aparato! ¡Es un monstruo insaciable, nos va a engullir! Pronto recapacito. El antídoto contra la movifilia no es la movifobia, sino el equilibrio, potente remedio para los conflictos de la existencia.