Eva (vamos a llamarla de ese modo; realmente en ella se resumen las tribulaciones de muchas otras Evas) no ha cumplido los 50 años de edad; sin embargo, parece mayor. Camina casi arrastrando los pies. La ropa le cuelga de los hombros, sin la menor intención de realzar su figura, hasta no hace tanto aún atractiva. A veces se sienta un rato junto al edificio; mira a lo lejos, triste. Cualquiera podría diagnosticar su dolencia: depresión.
¿Cómo ha ocurrido tal debacle? Lo he ido descubriendo a retazos, mientras compartimos de Pascuas a San Juan el mismo banco. Un día, luego de sacar cuentas durante semanas, renunció a su labor profesional. La exigencia era alta. El almuerzo y el transporte obrero habían desaparecido. Llegar temprano al centro representaba una agonía. Su esposo y su hija necesitaban una retaguardia segura en el hogar.
–Fue difícil decidirme –confesó una tarde. Por muy complicada que estuviera la situación, me daba energías arreglarme por las mañanas, preparar los proyectos de investigación, conversar con mis compañeros. ¿Ahora de qué puedo hablar?, ¿de los precios o de por qué en el pasado capítulo de la telenovela la protagonista está a punto de perder su matrimonio?
Me dieron ganas de sacudirla para obligarla a reaccionar. Quien podía perder su matrimonio era ella; nadie disfruta tener a su lado a personas desaliñadas, faltas de estímulo y con cara de funeral.
Antes, las responsabilidades domésticas se repartían entre toda la familia. Actualmente recaen por completo en la esposa y madre abnegada: cocina, friega, lava, plancha, limpia; anda atenta a ver qué llega a la bodega. Se siente tan atrapada en la rutina como lo estuvo su abuela.
Ser ama de casa es el peor oficio del mundo, repite. Nunca ves el final de tu esfuerzo. A los 15 minutos de puesta sobre la mesa, la comida se esfumó y ya debes pensar en la siguiente tanda; en un instante, el piso recién trapeado vuelve a empañarse por el polvo traído en las suelas de los zapatos.
Ya no se queja en voz alta del cansancio. Al principio sus familiares la miraban con inquietud. Después comenzó a escuchar una frase incomoda: ¡Pero si tú no haces nada! Según ellos, parecen creer, las tareas se realizan solas; o, mientras Eva sintoniza las radionovelas de Progreso, esgrime una varita mágica y la escoba barre, el fogón crepita, los platos desfilan hasta colocarse bajo la pila del agua.
–Tal vez pudieras compartir… –no terminé la idea, porque negó con las manos.
-Mi niña… bueno, ya cumplió 22 años, trabaja de vendedora en un negocio particular, desde el amanecer hasta el anochecer. Se cansa mucho. Mi marido tiene dos empleos, pasa todo el día en la calle y parte de la noche frente a la computadora.
A cambio de su consagración, ella nunca oye la palabra gracias. Y, por supuesto, carece de dinero propio. Si quiere comprar alguna cosa lo pide como un favor.
–El tuyo no es un caso excepcional –le comenté recientemente; algo similar les sucedió a no pocas mujeres en los años 90, durante el Período especial, y el problema persiste.
Se encogió de hombros, cual si dijera: ¡Ya ves!
Sin embargo, al mismo tiempo creí percibir un destello de rebeldía.
Insistir en aconsejarla resulta embarazoso. Mas, en el próximo encuentro me llenaré de valor y le soltaré de un tirón:
-Deja de lamentarte. Mejor busca una plaza cerca de aquí, aunque no sea de tu especialidad. O de lo contrario, si pretendes seguir como doméstica no remunerada, lava y limpia menos. Descansa, lee novelas, busca en Internet materiales que te mantengan actualizada en tu profesión. Y si a tu media naranja o a la “pequeña” se les ocurre repetir aquel reproche: ¡Pero si tú no haces nada!, acógete a la letra de la frase, declara varias jornadas sabáticas y haz solo lo imprescindible para ti. Cuando no dispongan de la varita mágica, te apreciarán de otra manera.
Un comentario
Triste realidad para muchas personas que nos encargamos de las labores de cuidado del hogar o de otras personas, como niños o ancioanos. Los que trabajhan fuera no valoran el trabajo de «ama-o de casa» ni lo desgastante de cuidar a un menor o a un anciano enfermo.