Las lluvias severas de junio dejaron atónitos a los habitantes de las regiones del oriente y el centro de Cuba. Si bien aliviaron una tierra signada por la sequía, sus volúmenes de agua, los cuales marcaron récords de precipitaciones para muchos territorios, también dejaron destrozos por doquier. Lamentablemente, se perdieron vidas humanas. Con vistas al futuro, habrá que repensar en soluciones de prevención y adaptación ante este tipo de eventos meteorológicos que, aunados a los efectos del cambio climático, se espera que puedan ser más intensos y frecuentes
Por. / Elizabet Saniesteban, Yélidis Remón y Dariel Pradas
Aquellos aguaceros se salieron de control.
Desde Camagüey al extremo oriente de la Isla, los embalses de agua se mostraban sedientos cuando empezaron las lluvias de finales de mayo. Siguió lloviendo sin parar y, poco a poco, estos fueron llenándose. Después, más y más rápido. Y si bien las cifras frías de la región apuntan un crecimiento de 36 a 81 por ciento de la capacidad de llenado entre el 24 de mayo y el 11 de junio, la realidad fue mucho más vívida y aplastante.
Muchas personas hacen memoria y señalan el comienzo de la vaguada una vez que los nubarrones se volvieron indetenibles, quizás a partir del día 6 o 7 de junio. Para entonces, el Instituto de Meteorología (Insmet) había emitido una alerta por el fenómeno meteorológico y 21 localidades del centro y oriente reportaban acumulados de agua superiores a los 100 milímetros, territorios que aumentaron a 32 en la jornada siguiente.
En Santiago de Cuba, también se desplomó la cubierta del Estudio 1 de TeleTurquino. Un daño minúsculo, si se compara con lo que vendría después.
Aciago fue el noveno día de junio. La geografía granmense quedó sumergida, con Caney de las Mercedes, en el municipio Bartolomé Masó, alcanzando un récord histórico de 360 milímetros. En la provincia, en apenas unas horas, más de 1 000 personas tuvieron que evacuarse en albergues; casi 20 000 se aislaron en otros asentamientos ante la crecida de los ríos y los deslizamientos de tierra ocurridos durante la madrugada.
Los 11 embalses de Granma, en pleno goce por saciar un período de sequías, ya retenían, en conjunto, 76 por ciento de su almacenamiento. Incluso, cuatro de ellos –las presas Corojo, Paso Malo, Vicana y Cilantro– vertían corriente abajo volúmenes de agua que se filtraron en el subsuelo hasta saturar los acuíferos, después las alcantarillas y, finalmente, inundar los barrios y sus casas.
Damaris Pérez aún recordaba sorprendida cómo la crecida del río Jiguaní, que siempre había sido más un arroyo en la memoria de los viejos, convirtió en un macabro parque acuático al parque central del pueblo. Y a televisores, colchones y zapatos, en basura flotante. De aquella comunidad, se ahogó, lamentablemente, un anciano de 60 años, la primera víctima de este evento meteorológico.
A kilómetros de distancia, el municipio central de Camagüey reportaba 143 mm de precipitaciones y el de Vertientes, 237. El Insmet, por su parte, mantenía la alerta.
Las lluvias, en efecto, continuaron el día 10. El desastre por las inundaciones caló además en Santiago de Cuba, Las Tunas y Holguín: aquí un canal de drenaje en el municipio de Cacocum se rompió y anegó el barrio de Yaguabo; la fuerza aérea rescató a tres personas en Mateo Román que estaban al borde de su existencia tras la crecida del río Puey.
En Niquero, Granma, dos lagunas se “unieron” por su desbordamiento y las consecuencias fueron monumentales. Camilo Sacerio, quien vivía cerca, debía escoger entre salvar los puercos, las gallinas o los conejos.
Otra noche pasó y las precipitaciones apenas cesaban. En Holguín, el sexagenario Fernando Herrera, quien llevaba cerca de 27 horas atrapado después de haber caído en un pozo, fue rescatado por los bomberos. Se reportaron inundaciones en varias comunidades de la provincia.
Las autoridades relacionadas con la gestión de los recursos hidráulicos vigilaban las presas con cautela. En este punto, los embalses ya no palidecían de sed, sino que se atragantaban. Cuando se encontraba casi al tope, las delegaciones de Recursos Hidráulicos reportaban el hecho, la información llegaba a la Defensa Civil y, según la velocidad de vertimiento con la que iba a aliviarse el agua excedente, se tomaban predeterminadas medidas de evacuación. Incluso se sabía dónde y cuándo debían salvaguardarse las personas y los bienes materiales aguas abajo, basado en un mapa de vulnerabilidad y riesgo.
En ese onceavo día del mes, el embalse Carlos Manuel de Céspedes, del territorio de Contramaestre, en Santiago de Cuba, se encontraba con 93 por ciento de su capacidad. Al ritmo de las precipitaciones, en 24 horas empezaría a verter.
El 12 de junio ya se hablaba de recuperación. Las lluvias habían disminuido su intensidad y el presidente Miguel Díaz-Canel organizó la fase recuperativa a través de una videoconferencia desde el Palacio de la Revolución, en la capital. Cuatro días después realizó un recorrido de supervisión por Camagüey y Granma.
En total, hubo seis personas fallecidas, más de 20 000 hectáreas dañadas de cultivos varios y récords históricos de precipitaciones en múltiples territorios. Aun así, ninguno de estos datos basta para describir la experiencia vivida.
El tímido arroyuelo
Un río homónimo atraviesa la localidad de Jiguaní, en Granma. Siete puentes lo cruzan. Las viviendas ubicadas en sus siluetas ostentan una vista privilegiada. Patios que colindan con el musgo orillero, a pocos pasos de la iglesia, restaurantes, cafeterías, bares, museos, la biblioteca pública, el hospital, el boulevard y el parque central. En definitiva, una zona preferencial.
Más que un río, parece un arroyo. Tímido y angosto en su caudal, lactante de los manantiales de una pequeña montaña, por el barrio La Rinconada. Los ancianos podrían tocar madera y jurar que nunca habían visto enfurecido a ese río.
Hacía 10 días que estaba lloviendo. Por intervalos, en la tarde, en la noche o de madrugada. Y antes de que ocurriera la imprevista crecida del Jiguaní, quitaron la luz. Realmente, se tumbó por un cable de alta tensión que reventó, cayó y mató a un caballo. O eso escuchó Damaris Pérez, habitante del poblado.
Ella solo recuerda que a alrededor de la 1:30 a.m. de aquel 9 de junio la despertó el timbre del teléfono. “¿Diga?”, contestó. Era su sobrina. Le dio noticias de su hijo, quien estaba en casa de un amigo, ayudando con la evacuación del octogenario padre de este, un anciano aferrado a su hogar, aunque el agua le hormigueara por la cintura.
Damaris se vistió, salió de su hogar y llegó a casa de su sobrina, situada en una esquina del parque, a 200 metros del río, no sin antes mojarse los tobillos. Quedaba en un lugar alto esa morada. La gente se aglomeraba allí y en la Casa de la Cultura. Llantos y chillidos de niños. Viejos persignándose. Destrozos de paredes, puertas, ramas, muebles, zapatos y trapos de antiguas ropas que sobresalían por momentos entre pequeños remolinos acuáticos.
Su hijo llamó. Sacaron al anciano hacia la casa aledaña, a un metro y 20 centímetros de la calle. Con el agua ya por el pecho, él y su amigo lograron levantarlo con mucho cuidado. Después, cuando saltaron hacia ese portal, el hormigueo aún se sentía por las canillas, al menos habían dejado atrás un peligro inminente, que en pocos minutos creció hasta casi cubrir el umbral de la puerta. La altura de las manchas de humedad lo testifica.
Esta inundación no se parece a las que surgen tras el enfrentamiento de un alcantarillado inútil contra una lluvia cualquiera, como aquellas lagunas citadinas que solo cogen fuerza con las pendientes propias de las avenidas y se acumulan en las cunetas de las aceras. En este caso, la inundación era el río mismo, agua manada de una pequeña montaña, sí, pero acelerada por precipitaciones y un líquido que brota desde las cuencas hidráulicas. Kilómetros y kilómetros tierra abajo, como un alud o una serpiente marina. Entonces, un cúmulo de piedras, un montículo de basura, o el propio cauce tímido, bastan para que la corriente tome un desvío y con la misma bravura deprede las calles de Jiguaní, la ciudad.
En un arranque corajudo, la presidenta del Consejo Popular buscó un tractor con el objetivo de rescatar a las personas que no tuvieron tiempo de evacuar. Mas, la corriente peloteó el armatoste metálico de un lado a otro como si fuera un juguete y, al poco rato, tuvo que cancelarse la travesía.
Solo a las tres de la madrugada, la crecida empezó a recogerse. A la sazón, Damaris y otras personas avanzaron media cuadra y se guarecieron en otro portal alto. A apenas 100 metros de distancia, el extrovertido riachuelo burlaba uno de los puentes, saltándole por encima como a un insignificante tronco. Un camión de bomberos esperaba impotente sin poder cruzar.
Cuando empezaron a bajar los decibeles del estruendo, que el río ya era menos tenebroso, ella oyó una voz lejana que pedía ayuda. Su cuñado y la presidenta bajaron a la calle con una soga, pero no pudieron llegar al origen de los lamentos. “El corazón se me oprimió”, dijo la señora de mediana edad.
Por suerte, en ese instante, dos jóvenes se lanzaron hacia uno de los puestos de agromercado junto a la rivera y salvaron de allí al custodio, una persona delgada y envejecida, que lloraba “como un niño asustado”.
“Todos lloramos con él”, confesó, “y en la casa del frente lo secaron, lo vistieron y hasta le pusieron medias. Mi sobrina le tomó la presión y lo dejaron un rato, hasta que su hija, que andaba desesperada buscándolo, se lo llevó a su casa”.
El agua retomaba su curso habitual. Y a eso de las 3 de la tarde, el río bajó completamente. Damaris, junto a otras personas del barrio, se sumaron a ayudar a sacar de las casas colchones, muebles e, incluso, capas de hasta cinco centímetros de lodo.
Historias impactantes florecían, como la del cura, que dicen que se refugió en el campanario, pues la iglesia católica está justo al lado de un puente. O la de una pareja de viejitos que no alcanzó a evacuarse y se encaramó en el cielo raso de la casa, sin que la gente supiera explicarse cómo logró hacerlo.
Según escuchó Damaris por la radio local, hubo 10 derrumbes totales y 40 parciales, cuyas familias se alojan ahora en la Villa Deportiva. También supo del fallecido en su pueblo.
Al decir de ella, la presidenta había visitado a todas las personas que vivían cerca del río para que se aislaran hacia otro lugar menos vulnerable, algunas no quisieron; después de todo, ese arroyo jamás se había atrevido a alzar la voz.
Allí, la lluvia cayó
Granma recibió los máximos volúmenes de precipitaciones durante la vaguada. Más de 350 milímetros; o sea, más de lo que ha llovido allí en cualquier mes de junio de los últimos 20 años. El día 15, los 11 embalses de la provincia promediaban 96 por ciento de llenado. Estaban topados ocho y seis aliviaban el rebose, aunque los gastos de vertimiento no eran significativos: apenas casi 46 metros cúbicos de agua. Días atrás, llegó a tener valores por encima de 3 000 metros cúbicos por segundo. Existen protocolos de evacuación cuando ese “alivio” de la presa está a punto de suceder. Aun así, las mayores inundaciones en la provincia no tienen relación con los embalses.
Horas después de la debacle en Jiguaní, lluvias intensas tocaron a otras localidades del territorio. En la madrugada del sábado 10 de junio, Niquero fue una sufriente: más de 3 000 viviendas afectadas y como 1 100 hectáreas dañadas de cultivos varios, por decir algunas cifras. En menos de seis horas, el pluviómetro ubicado en la Oficina de Correos registró 217 milímetros de precipitaciones, en un manto freático que ya estaba saturado debido a la lluvia de días anteriores. Se desbordaron los arroyos y dos lagunas que en teoría estaban diseñadas para evacuar las aguas, no aguantaron
“Todo andaba flotando aquí: la cubeta, la silla, la comida… La perra se me estaba ahogando, el puerco se estaba ahogando… El niño lo teníamos cargado y quería meterse en el agua… Se fue la corriente y a oscuras, con lámparas alumbrando, agarrábamos las cosas que se nos iban con la corriente. Fue una experiencia muy mala”, recordó Daimilis Núñez Tamayo, quien trabaja en el Departamento Estadístico del Hospital Gelasio Calaña, una edificación ubicada no lejos de una de las lagunas.
“Hace más de 50 años vivo en este lugar. Nunca en la vida había experimentado semejante atrocidad de la naturaleza”, se lamentó el carpintero Manuel Rodríguez, quien vive en las proximidades de la otra laguna, adyacente a la calle Aguacate.
Ante la vista de los pobladores de la zona, ambas se desbordaron y se unieron en una sola, inmensa y descontrolada, como una copa derramándose. El desastre fue evidente.
Casi dos semanas después del incidente, la pareja María Hidalgo y Camilo Sacerio aún se encontraban secando las lanas de cinco colchones en el techo. Solo la lana desparramada, sin cubierta alguna. Ellos viven bastante pegados a la otra laguna, aquella próxima al hospital. Ahora es que se dice “bastante”, porque cuando él se mudó allí, hace 25 años, nadie se imaginaría que las aguas penetraran de la forma que lo hizo.
Habían subido la lavadora y el refrigerador encima de unas sillas. Los ventiladores, sobre una tabla de planchar. Los cálculos matemáticos no dieron la respuesta esperada, porque cuando la laguna unificada empezó a verter, la fuerza de la inundación tumbó cada uno de esos soportes. Ni el refrigerador ni los ventiladores sobrevivieron. Tampoco los conejos ni las gallinas. Solo pudieron salvar, a nado, bajo las penumbras de la madrugada, sus propias vidas, una puerca a punto de parir y dos lechoncitos. Con sus 170 centímetros de altura, el agua le llegaba por la nariz a Sacerio.
También perdieron los cultivos de calabaza a punto de cosechar; ajíes, maíz, habichuelas y más. Las matas de mango y el platanal estaban aún bajo el agua estancada. Él no se atreve a recogerlos, por más que vea algunos racimos de plátano burro impolutos, pues esa agua lleva demasiado tiempo inmóvil y la última vez que se metió sintió una picazón irresistible. Las malas noches no faltaron. Estuvieron muchos días su esposa y él durmiendo en un colchón personal que le prestaron y su hijo, encorvado en dos pequeños colchones de esponja que fueron diseñados para una cuna: en los espacios expuestos, donde arde el suelo húmedo, pusieron trozos de trapos y sacos para cubrirlos. El muchacho, que es más un adulto, padece de esquizofrenia.
Camilo, de 65 años, jubilado del sector del deporte, hoy trabajaba como asociado a la Cooperativa de Créditos y Servicios Juan Bautista Naranjo. Su terreno es de un cuarto de hectárea.
Antes de mudarse, le habían ofrecido un solar en una zona apartada, debido a sus funciones como instructor en la sede municipal del Partido Comunista de Cuba, donde laboró 12 años: encontró este solar junto a la laguna y solicitó un cambio. La dirección de la vivienda lo revisó y, al juzgar que las áreas de crecida de la laguna se encontraban lejos, autorizó a Sacerio construir allí. Su casa sería el límite permitido. Más allá, no permitieron alguna otra edificación.
“Esa laguna, como mismo la ves, así la dejan hasta en tiempos de acción de la defensa civil”, dijo el anciano y rememoró que, al inicio de la temporada ciclónica el 1° de junio se hacía una preparación exhaustiva y se limpiaban las entradas y salidas de las alcantarillas y los puentes. “Eso más nunca lo he visto hacer. Esas alcantarillas jamás la tocan”.
En entrevista con Alexeis Miranda Tejeda, jefe del órgano de la Defensa Civil en Niquero, dijo que, teniendo en cuenta la afectación en el territorio, el municipio “no se encuentra preparado para enfrentar una situación como esta”.
“Esto fue inédito”, arguyó. “Todos los años hacemos el ejercicio Meteoro y tenemos éxito en la preparación, pero no así con respecto a las intensas lluvias, porque siempre nos preparamos para enfrentar un huracán de gran intensidad”.
“Hay vecinos que para evitar que el agua les llegue a sus patios, tiran basura en las bocas de las alcantarillas”, agregó Camilo, un poco disgustado. “Piedras grandísimas que, en una ocasión, cuando se inundó esto, yo me metí adentro a sacar piedras y todo”.
EDl opina opina que los responsables de la inundación también son los humanos mismos: “Son errores que nosotros mismos cometemos, que se acumulan, y después no nos acordamos. También está el proceso de desertificación de la tierra, que muchas veces no cogemos consciencia y no lo defendemos: arrastres de la tierra, los bosques talados… Así, cada cierto tiempo, esto (la inundación) volverá a pasar”.
Al parecer, el gobierno hizo una inversión y con una retroexcavadora y un buldócer rehicieron la zanja, pero el resultado, a los ojos de Sacerio, no fue satisfactorio: “Porque el nivel de la laguna está por debajo de lo que ellos hicieron, y el agua no corre y sigue ahí estancada. Baja muy lento. Los corrales donde crío a los puercos están bajo agua todavía. La laguna no drena como debería”. Dos semanas después, todavía tenía espacios de su casa inundados.
Su determinación tras las recientes lluvias fue definitoria. Ya solicitó los permisos necesarios y decidió mudarse hacia otro solar. Probablemente, lo más alejado posible de la laguna. No vaya a ser que lo sorprendan de nuevo.
La cautela
Con las lluvias intensas de junio, la mayor reacción de los habitantes afectados fue la sorpresa. No había precedentes de algo así, no es menos cierto, pero con los efectos del cambio climático, se espera que aumente la frecuencia y la intensidad de eventos climáticos extremos. La sociedad, por ende, no tendrá más remedio que adaptarse. Y prepararse.
La primera medida cautelar, probablemente, deberá ser replantear e identificar otra vez, con estudios serios y paranoicos –por el bien de la gente– las áreas propensas a inundaciones y establecer las medidas de mitigación adecuadas. En definitiva, una planificación eficaz del uso del suelo y así evitar que en el futuro se construya sobre espacios vulnerables.
Con respecto a esos pueblos que ya crecieron en torno a un río –como Jiguaní– un mantenimiento eficaz del alcantarillado y una limpieza sistemática de los desechos sólidos que puedan obstruir el drenaje del arroyo, pudiera ser vital para evitar la acumulación de agua.
El tercer factor es cognitivo y ocurre en torno a la educación y concientización sobre los riesgos de inundaciones. Si bien la Defensa Civil tiene estipulado protocolos de prevención, alerta temprana y evacuación, hay que repensar este sistema de forma que la ciudadanía se involucre y tenga noción del peligro. Tal vez se pudieran, a la par de campañas y simulacros, divulgar experiencias pasadas de eventos meteorológicos similares, porque la percepción de riesgo se oxida y así se ha evidenciado hasta con ciclones que han arrasado por lugares donde no pasaban por lustros.
Como sea, la sorpresa no debería ser nunca la reacción adecuada.