Crédito. / Archivo de BOHEMIA
Crédito. / Archivo de BOHEMIA

Seducciones para el paladar, y la imprenta

Durante el siglo XIX, e incluso a inicios del XX, las costumbres de los residentes en la mayor de las Antillas despertaron el interés de forasteros procedentes de múltiples naciones; y sirvieron de materia prima a numerosos libros de viajes, los cuales representan valiosos testimonios de un período en el que no existían los videos, YouTube


“La sopa […] vino primero, luego el pescado, luego carne guisada con papas y cebollas, luego otras carnes con […] tomates, luego pollo hervido, que se come con un pilaff de arroz coloreado con azafrán, luego deliciosas batatas, ñame, plátanos y verduras de todo tipo […] un espléndido pavo asado, y jamón salpicado de pequeñas ciruelas de azúcar de colores […] Luego vino tal exhibición de dulces […] un budín, una tarta enorme con una corteza muy gruesa, tortas de yuca, un plato de coco, convertido en una especie de conserva […] con huevos y azúcar, luego un plato de frutas, luego café”.

Así describió Julia WardHowe (ensayista, poetisa, autora de libros de viajes, abolicionista y luchadora por los derechos de las mujeres) un banquete, en una casa aristocrática, al cual asistió en La Habana decimonónica. Un amigo, banquero, la había alertado que no dedicara demasiada atención a la sopa, pues “los platos de una comida cubana son muchos y el huésped tiene que probar todo lo presentado, por eso si él se entrega con especial deleite a un plato, seguramente morirá antes del final”.  Tal remembranza ha llegado hasta la actualidad gracias al volumen que la dama escribiera: A trip to Cuba, publicado en 1860.

Por el puerto de La Habana entraban al occidente de Cuba ciertos comestibles y bebidas destinados a las mesas de las familias acomodadas y los hoteles. / Archivo de BOHEMIA

Por supuesto, la mayoría no podía permitirse tamaño derroche. Sin embargo, varios de los alimentos mencionados, constituían el día a día (si bien con menos lujo y aderezos) de gran número de familias. O sea, ya formaban parte de lo que hoy llamamos tradición culinaria. Resulta factible afirmarlo porque se reiteran en disímiles textos escritos en aquella época.  

Los libros de viajes representan valiosos testimonios de un período en el que no existían los videos, YouTube… Una virtud de esa literatura es su capacidad de iluminar, resaltar, aspectos de la vida cotidiana a los que los naturales de un lugar no aluden, por considerarlos sabidos, comunes. Durante el siglo XIX e incluso a inicios del XX, las costumbres de los residentes en la mayor de las Antillas despertaron el interés de forasteros procedentes de múltiples naciones, desde estadounidenses y británicos hasta ciertos españoles que “nos descubrieron” 400 años después de Cristóbal Colón.

Sobre este particular, en el prólogo a Notas sobre Cuba –del médico estadounidense John G. Wurdemann, cuya edición original, en inglés, vio la luz en 1844–, Ernesto Chávez puntualiza que más de 350 volúmenes acerca de la Isla, concebidos por visitantes foráneos, salieron de la imprenta en dicha centuria. Algunos solo abordan temas como la alta política, la economía, las relaciones metrópolis-colonia, la esclavitud. Otros, sin dejar de plantearlos (al menos a vuelo de pájaro), se detienen en pormenores que sirven de materia prima sazonada para las novelas históricas y las crónicas de costumbres.

Imaginemos la aventura de arribar a una tierra desconocida por nosotros, con un idioma ajeno, caminos ignotos, comestibles jamás probados. Aunque algún paisano ya avezado en travesías similares nos haya aconsejado cómo actuar y llevemos cartas de recomendación, seguro el corazón se acelera mientras el buque fondea en la bahía de Matanzas y, tras una espera imposible de calcular, las autoridades españolas lo abordan para revisar los pasaportes.

En 2018 la Editorial Oriente presentó la edición facsimilar de un libro publicado en 1856 y considerado hasta hoy el primero sobre esa materia en la Isla. / editorialoriente.wordpress.com

Sentados junto al reverendo Abiel Abbot (para fortalecer su quebrantada salud había dejado las frías calles de Nueva Inglaterra y pensaba residir en el trópico durante la primavera de 1828, siguiendo una prescripción ya extendida entre facultativos estadounidenses) quizás nos preguntemos: ¿nos darán el permiso de residencia?, ¿me adaptaré a las maneras de Mr… y su familia?

No solo fue recibido Abbot en la vivienda de un coterráneo suyo, sino que lo llevaron a conocer un cafetal. En Letters from Cuba relata que allí, al salir el sol “un sirviente trae a mi habitación una taza de café […] A esto le sigue inmediatamente la fruta […] es un plato de plátanos y naranjas […] A eso de las nueve nos reunimos en el salón de desayuno y nos sentamos a una mesa de varias carnes, batatas, maíz, tortas, pan y mantequilla de Nueva Inglaterra […] huevos, cocidos variados y clarete”.

Si bien los viajeros coinciden en haber comenzado cada día con el ritual del café acompañado (si lo apetecían) por un cigarrillo o tabaco, el horario de la siguiente comida no es homogéneo: en ciertos hogares ocurre aproximadamente a las 10:30 o a las 11:00 de la mañana. A veces la llaman desayuno, aun cuando tenga lugar al filo del mediodía y sea siempre generosa.

¿Pero con qué se nutrían los campesinos y los esclavos? Al respecto las explicaciones de los forasteros son mucho menos abundantes. La sueco-finlandesa Fredrika Bremer satisface, en Cartas desde Cuba (recopilación de las misivas que iba enviando a su hermana durante la estancia en la Isla), algo de nuestra curiosidad.

El carácter independiente de la novelista,  debió asombrar a las señoras criollas, atadas al esposo y los hijos. Había desembarcado, sola, en La Habana, en febrero de 1851, luego de atravesar los Estados Unidos. En la mayor de las Antillas permanecerá hasta mayo, recorriendo la capital y localidades matanceras.

Ella nos narra una comida en una casa rural (sus habitantes procedían de Islas Canarias, pero inevitablemente tuvieron que adaptar su paladar a lo que proveía el Valle del Yumurí): “A eso de las diez, mi anfitriona subió a una colina cercana a la casa y sopló una caracola que produjo un sonido penetrante y largo, pero hasta cierto punto melodioso, que se oía desde muy lejos. Era la señal para que los hombres, que estaban en el valle, se reuniesen a almorzar. Era un almuerzo para siete u ocho personas que se servía en el portal, bajo el techo de guano de la casita donde estaba la cocina. Había una cotorra en su jaula de barrotes metálicos. Palomas, de un azul violeta, se posaban aquí y allá sobre el techo, y a nuestro alrededor se paseaban las gallinas y los gallos […] Los hombres […] se reunieron para el almuerzo, compuesto de bacalao salado y de ñame, pan de maíz, plátanos fritos (una clase más basta de bananos), cerdo y un tipo de harina, de color amarillo pálido, servida en un gran cuenco”.

Y en un ingenio de Limonar, Bremer acude más de una vez a los barracones, para asistir al yantar de los esclavos: “los he visto ir a buscar sus cuencos de güira, llenos de arroz blanco como la nieve, el cual se cuece para ellos en un enorme caldero y es repartido con un cucharón por una cocinera negra […] Tienen, además, pescado salado y carne ahumada; también he visto en algunas de las habitaciones racimos de plátanos y tomates”.

Imposible deducir si en todas partes sucedía lo mismo, pues al decir de la propia escritora, aunque la legislación vigente exigía que las dotaciones estuvieran suficientemente alimentadas, cada dueño la aplicaba según su parecer.

Con mirada reprobatoria, Ramón Piña y Peñuela (Médico Mayor y subsecretario de la Jefatura de Sanidad Militar) analiza el estilo de vida de sus conciudadanos. En su Topografía médica de la Isla de Cuba (1855) critica la falta de ejercicios, la manera de tratar a los esclavos, y los hábitos culinarios de las clases pudientes: “Por lo general están condimentados sus alimentos con sustancias estimulantes e incendiarias, con el objeto de excitar un apetito engañoso, que hace recargar el estómago de una cantidad de comida que de ningún modo puede digerir”.

Paladares en el oriente del caimán

Una cocina cubana del siglo XIX. / Archivo de BOHEMIA

Una década después y en la ciudad de Santiago de Cuba, otra taza de café llevada por un esclavo doméstico hasta la alcoba de Walter Goodman –seguida, al poco rato, por “un tazón de leche con café, o, si lo prefiero, chocolate extraordinariamente espeso acompañado de un panecillo cubano, o un pan de leche, con mantequilla importada”– despabilaba a las seis de la mañana al pintor británico, quien se asentó en la urbe en 1864.

Al aceptar la hospitalidad de don Benigno, pudo apreciar de primera mano su entorno familiar. Desconocemos cuán grande era el apetito del artista, pero algo debió engordar mientras permaneció bajo el techo de aquel santiaguero adinerado, pues a menudo, a la hora de almorzar, colocaban “más de catorce fuentes en la mesa”, con diferentes elaboraciones. Junto a los omnipresentes huevos y plátanos fritos, tentaban a la incontinencia, entre otros manjares, el serensé con congrí, el pescado, la “carne o aves con distintos aderezos”.

Durante los cinco años que vivió en la Isla, Goodman constató que ese menú tan surtido no era un caso excepcional; e incluso ciertos ingredientes estaban al alcance de buena parte de las personas comunes.

Olvidemos la timidez y una noche de carnaval (28 de diciembre) acompañemos al retratista a la plaza, donde “se han puesto merenderos. Cada mesa tiene un mantel blanco y se halla tenuemente iluminada por velones bien protegidos por guardabrisas de cristal, o lámparas portátiles de aceite mineral refinado. Se han situado taburetes en derredor y quien quiera café, o chocolate caliente, allí tiene los fogoncillos prestos. Merengue, cerveza embotellada, sopa a la Juliana y ajiaco criollo, que venden negros y negras, principalmente estas […] Me acerco a una de las mesas y pido mi plato de ajiaco […] me pone delante una olla podrida de ñame, plátano verde y calabaza en trocitos, aderezado todo con aguacate, pollo y caldo”.

Estos y muchos más recuerdos de esa etapa los reunió en el volumen The pearl of the Antilles or An Artist in Cuba, que fue publicado un siglo después de los sucesos, o sea, en 1965,  por el Consejo Nacional de Cultura, bajo el título de Un artista en Cuba.

Frutas por doquier

También por la cola del caimán anduvo Samuel Hazard, considerado por algunos como el viajero cronista que más aportó al conocimiento de la vida cotidiana en la Isla durante los tiempos previos a la libertaria Guerra de los Diez Años. Él recorrió el país de norte a sur, de oeste a este y viceversa. En Cuba a pluma y lápiz (editado en los Estados Unidos en 1871) ofrece una vívida descripción de cuanto vio.

Diversas plantas y frutos comestibles llamaron la atención de Samuel Hazard. / Archivo de BOHEMIA

Su lista de alimentos comprendidos en la dieta de los cubanos de disímiles estratos sociales, y la manera de prepararlos y presentarlos, ocupa múltiples páginas. A los mencionados por otros visitantes, añade, por ejemplo, el hígado guisado, el carnero, el tasajo, el berro, la habichuela, pájaros pequeños de distintas clases, el flan y la natilla.

Como curiosidad, he aquí su receta de las popularísimas jalea y pasta de guayaba: la primera es “una substancia pura, trasluciente, de color granate”, cuya elaboración “exige un trabajo muy simple: se cortan los frutos por la mitad, y después de quitarles las semillas, se cocinan a fuego lento; luego el azúcar, hervido para convertirlo en jarabe, es clarificado. La guayaba es exprimida, y el jugo que se obtiene es lo único que se une al jarabe, poniéndose la mezcla a hervir hasta que alcanza el punto apropiado de consistencia. Se la saca del fuego y se pone en diferentes moldes y se deja enfriar, colocándose luego en largas y estrechas cajitas de varios tamaños, forradas de papel, se las cierra, y se les pone la marca de la fábrica, dispuestas ya para el mercado“.

La pasta es opaca y suave, parecida a un membrillo. “Se prepara del mismo modo, con la diferencia de que solo se quitan a la fruta las semillas, incorporándose toda su pulpa al jarabe, formándose así una mermelada que muchos prefieren a la jalea, por encentrarla más rica”.

Igual que en el siglo XIX, en el XX asombraba y cautivaba a no pocos viajeros encontrar postres donde se abrazaban lo dulce y lo salado. José Segarra y Joaquín Juliá, españoles que visitaron la Isla a inicios de la pasada centuria y en 1906 publicaron el primer tomo –dedicado por completo a Cuba– de una serie a la cual titularon Excursión por América, confiesan que una “aparente rareza gastronómica nos tiene conquistados en absoluto: nos referimos al dulce mezclado con queso; … queso blanco con piña en almíbar, queso gruyére con pasta de guayaba, queso holandés con dulce de coco, queso partagás (sic.) con mermelada de naranja…”.

Para ellos otro motivo de encanto eran las frutas: “Empujando su carretón de manos, pasa el pregonero […] con su circulante escaparate de cuyos travesaños cuelgan racimos de plátanos de varias clases y denominaciones: los descomunales verdes, para cocina, los sabrosos dátil, manzana y otras variedades que son los preferidos como postre… En el carretón campean en el puesto de honor las doradas piñas […] y completan la carga limones del tamaño de una nuez, de corteza extraordinariamente fragante; naranjas y limas de diversas clases, el mamey colorado […] los amoratados aguacates, el delicioso anón”. Entre los vendedores ambulantes también mencionan a los de hortalizas, barquillos, tamales, maní tostado.

Solo una pequeña parcela de la literatura de viajes que nos muestra lo que fuimos y cómo transitamos hacia lo que somos, se ha traducido al español y/o vuelto a publicar.

Merece la pena retomar el conjunto, seleccionar otros volúmenes (todos no exhiben la calidad y los atractivos imprescindibles para aspirar a las librerías, físicas y virtuales, del XXI). Y ponerlos a disposición de los lectores interesados en saber, más allá de qué o cuánto comían los abuelos de sus tatarabuelos, de cuál modo se cortejaban, criaban a los descendientes, viajaban, se divertían, hacían fortunas o apenas subsistían, enfrentaban las enfermedades y partían hacia el camposanto… sin imaginar que al cabo del tiempo nos apasionaría indagar en la letra pequeña de sus existencias.

Comparte en redes sociales:

Un comentario

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Te Recomendamos