Paisaje antes de la guerra

Amparándose en la Resolución Conjunta, rubricada por el presidente McKinley el 21 de abril de 1898, Estados Unidos se dispuso a intervenir militarmente en Cuba


La presencia del acorazado Maine en la bahía de La Habana, a partir del 25 de enero de 1898, más que una visita amistosa, constituyó una abierta provocación del naciente imperialismo yanqui al decadente imperio colonial español.

Se desarrollaba entonces en Norteamérica una campaña mediática contra la corona madrileña con el pretexto de la política de Reconcentración llevada a cabo por las autoridades coloniales ibéricas en la Isla de comienzos de 1896 hasta finales de 1897.

Los llamados a intervenir militarmente en la guerra de Cuba se hicieron frecuentes en la prensa del vecino país norteño. Por ello el envío de un navío de guerra a la rada habanera despertaba suspicacias.

El Maine, cuyo capitán era Charles D. Sigsbee, contaba con 24 oficiales más y 328 alistados, de los cuales solo 60 eran afrodescendientes, empleados como fogoneros, ayudantes de mantenimiento y cocina, pues la marinería procedía casi toda de los países escandinavos, Alemania e Irlanda.

La prensa amarilla acusaba sin pruebas a España de la explosión. / Autor no identificado.

En sus tres semanas de permanencia en el más importante puerto cubano de la época, a la marinería solo se le había permitido desembarcar una vez; los oficiales tenían limitaciones para bajar a tierra y únicamente podían hacerlo vestidos de civiles. El buque siempre se mantenía con las calderas encendidas, en espera de una contingencia.

El 15 de febrero de 1898, la voladura del acorazado conmocionó a la ciudad. Se agrietaron paredes y espejos, se hicieron añicos los vitrales de las casas aledañas a la bahía.

De los 328 alistados del barco, murieron inmediatamente 254, entre ellos, dos oficiales, aunque seis heridos fallecieron después. Todos los oficiales se hallaban a bordo cuando la explosión, incluyendo al capitán Sigsbee y al segundo de a bordo, Wainwright, menos tres, que cenaban en un buque cercano. Según documentos de la Marina yanqui, consultados por el historiador Thomas Allen, solo 22 afrodescendientes murieron.

Aunque en los primeros momentos los burócratas de Washington estimaron accidental la causa de la explosión, la prensa amarilla, en cambio, capitaneada por William Randolph Hearst, a quien secundaba József Pulitzer, acusaba sin pruebas a España del suceso.

Washington y Madrid designaron comisiones investigadoras para esclarecer las causas de la voladura. Cuando todavía se analizaban los restos del Maine y se interrogaban testigos, el presidente McKinley propuso un presupuesto millonario para la adquisición de navíos de guerra y el aumento de efectivos en el ejército.

El Congreso aprobó la ley por amplia mayoría. A inicios de abril abandonaron la Isla el cónsul Lee y los últimos estadounidenses residentes en ella. Aunque McKinley reconoció que los investigadores no habían podido concretar la responsabilidad de España en la voladura, en su discurso dejaba resquicios para justificar la intervención.

La verdadera cuestión, aseveró, “se centra en que la destrucción nos muestra que España ni siquiera puede garantizar la seguridad de un buque norteamericano que visita La Habana en una legítima misión de paz”. En respuesta al residente, el Congreso aprobó una resolución conjunta en la cual exigía la renuncia de España a su soberanía sobre Cuba.

Dicha resolución facultaba al presidente a “usar en su totalidad las fuerzas militares y navales de los Estados Unidos, y para llamar a servicio activo la milicia” de los diferentes territorios del país. El mandatario la sancionó como ley el 21 de abril de 1898.

Aunque McKinley reconoció que los investigadores no habían podido concretar la responsabilidad de España en la voladura, en su discurso dejaba resquicios para justificar la intervención. / Autor no identificado.

Hipócritamente, en la resolución se afirmaba: “El pueblo de la isla de Cuba es y de derecho debe ser libre e independiente […] Los Estados Unidos por la presente de-claran que no tienen deseo ni intención de ejercer sobe-ranía, jurisdicción o dominio sobre dicha Isla, excepto para su pacificación”.

Hechos posteriores, Enmienda Platt incluida, desenmas-caran las verdaderas intenciones del naciente imperialismo. 

Amparándose en la resolución hecha ley, McKinley hizo un llamado para reclutar unos 125 000 voluntarios. Por su parte, el gobernador español de Santiago de Cuba dispuso un bando, fechado el 23 de abril, que obligaba a los hombres de 18 a 50 años a alistarse en las batallones de voluntarios.

El bando quedó cancelado días después. Muchos de los santiagueros que aún permanecían en la ciudad la aban-donaron para incorporarse al Ejército mambí.

Un día después, una junta de jefes navales presidida por el ministro de Marina español, contralmirante Segismundo Bermejo, decidió por mayoría de votos que una escuadra peninsular integrada por cuatro acorazados y tres destroyers partiera hacia las Antillas.

Tanto en el criterio del almirante Cervera, jefe de dicha escuadra, como el de los más experimentados marinos ibéricos, tal orden es un mayúsculo error dadas las condiciones en que se hallan esos navíos de guerra y su obsoleto armamento.

El 25 de abril quedó formalmente declarado el estado de guerra entre las dos potencias. Estaba en marcha lo que Lenin denominaría años más tarde “la primera guerra imperialista”.

*Periodista y profesor universitario. Premio Nacional de Periodismo Histórico por la obra de la vida 2021.

Fuentes consultadas

Los libros Cuba, la forja de una nación, de Rolando Rodríguez; La guerra hispano-cubano-norteamericana y el surgimiento del imperialismo yanqui, de Philip Foner y la Cronología crítica de la guerra hispano-cubano-norteamericana, de Felipe Martínez Arango. La compilación Documentos para la historia de Cuba, Tomo I, de Hortensia Pichardo. 

Comparte en redes sociales:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Te Recomendamos