Foto. / chile.as.com
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Acosta, también de mi país

En calidad de rivales, dos gladiadores disputan un oro olímpico que con luz propia brilla para ambos


No sé si durante el combate, o después, el luchador grecorromano Yasmani Acosta se habrá preguntado dónde había más pupilas sobre él, si en el Chile cuya bandera hoy representa o si en Cuba: tierra que lo vio nacer, crecer, formarse como deportista…

Convencido estoy de que, con sentido de reproche no hubo ni una sola mirada desde este archipiélago, donde se le desea lo mejor a quien parte un día y se le recibe con los brazos abiertos cuando retorna.

Bien lo sabe Yasmani, no solo por esa etapa final de entrenamiento, aprendiendo aún más, tanto de la técnica deportiva y combativa de Mijaín, como de sus no menos olímpicos valores humanos: tan importantes como la fuerza para lograr victorias.

No, no tengo que entrevistar a Acosta. Su rostro habla, denota todo el tiempo el privilegiado placer que él experimenta mientras discute el oro olímpico con el hombre inmenso a quien admira y quiere desde siempre.

Sobre el colchón está Cuba con Cuba, no contra ella.

Quizás nunca en su vida, y jamás en lo mucho que le reste por vivir y por luchar, Yasmani gane tanto perdiendo una pelea.

Por eso hasta parece sonreír mientras el Gigante de la Herradura lo levanta y -yo diría que con el cuidado que se tiene con un niño- lo voltea para sumar puntos con sabor a gloria compartida.

Y también por ello, Mijaín lo abraza al final del combate. Observen la repetición. No es un abrazo cualquiera. Es un abrazo de familia. Es el modo en que nos fundimos los cubanos.

No por casualidad, minutos después, el pentacampeón olímpico expresaría: “Él le va a seguir dando glorias a Chile… Estoy contento de que haya sido mi rival porque representa una hermandad. Luchamos por distintas banderas, pero tenemos el mismo corazón”,

Hay detalles, aparentemente mudos, que expresan más de lo que la voz pueda trasmitir durante horas. Uno de ellos se lo robé al propio Yasmani cuando, alejándose ya, se volvió para mirar hacia donde Mijaín continuaba saludando, correspondiendo a las múltiples e interminables muestras de cariño y de admiración de un coliseo a punto de explotar en júbilo, sin fronteras.

Ese detalle, esa mirada del gladiador “vencido” me supo a alegría, a satisfacción, a la nostalgia inevitable, hermosa, saludable que, hasta sin sospecharlo, llevan por dentro los seres humanos agradecidos, especialmente nosotros, los cubanos.

¿O acaso alguien piensa que fueron casuales, hipócritas u obligadas las espontáneas expresiones de sincera gratitud que en más de una ocasión tuvo él, por el modo en que Cuba lo formó? 

Poe eso, mientras lo observaba, vino a mi memoria el fragmento de aquella hermosa canción con la que Pablo estremeció multitudes: “Lo que brilla con luz propia / nadie lo puede apagar / su brillo puede alcanzar / la oscuridad de otras costas…”

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