Toda localidad, pueblo o ciudad tiene sus héroes, su historia. Un hombre llamado Antonio Darío deja la suya
Por estos días Antonio Darío López García remarca su presencia en el pueblo donde nació: Jatibonico.
En realidad la gente lo concibe allí durante el año entero, pero este 27 de septiembre arribará a su primer siglo: cien años desde que Manuela, su mamá, lo trajo al mundo y 39 desde que una enfermedad se confabuló con la muerte para cargar con él, solo físicamente, rumbo a lo eterno.
Jatibonico, hay que decirlo, ama a su Darío. No es para menos. Desde muy joven se vincula directamente a la actividad clandestina, participa luego en el asalto al Cuartel Carlos Manuel de Céspedes (Bayamo, 26 de julio de 1953), logra escapar de la feroz persecución desatada por la tiranía, viaja a Guatemala y luego a México, integra la expedición del yate Granma encabezada por Fidel; es capturado tras el revés de Alegría de Pío; el triunfo revolucionario lo sorprende en prisión, es movilizado durante los decisivos días de Girón, también en las jornadas correspondientes a la Crisis de Octubre, se entrega, en fin, a cuanta tarea le asignan…
Acerca de ello se habla bastante, otra vez, por estos días en escuelas, talleres, conversatorios, espacios de la radio local.
Toda ciudad, pueblo, comunidad, tiene sus héroes, personas que dejan hermosa huella para generaciones por venir.
Jatibonico no está haciendo otra cosa que dándole más vida aún a su historia local. A ello se convoca desde hace muchos años en todo el país.
Por ello el concurso Yo pinto la historia (con tema central en la gesta del Cuartel Moncada y el desembarco del Granma) atrae nuevamente a estudiantes, del mismo modo que lo hará la exposición consiguiente, la premiación a los ganadores y el panel a cargo de tres miembros de la Unión de Historiadores, así como la cita, fijada para el 27, en el conjunto monumentario tan merecidamente erigido a él, al Antonio Darío de todos los jatiboniquenses, espirituanos y cubanos; allí, en la intersección de las calles Céspedes y Juan Manuel Feijoo, muy cerca del ingenio azucarero donde tantas veces, siendo un niño, gimió en silencio, viendo trabajar de manera brutal a su padre Emilio López.