Manos obreras le siguen haciendo el parto a la tierra bajo un vetusto tejar espirituano para que no deje de parir ladrillos huecos y losas de azotea
Lázaro Hernández y Carlos Benavides, obreros del Tejar Enrique Villegas, de Sancti Spíritus, hubieran podido irse de allí, como han hecho otros trabajadores. El centro hoy admite una platilla integrada por apenas su tercera parte.
Cuando hay apego al oficio, sin embargo, por modesto que resulte, el hombre afinca la bota, o hasta la planta del pie desnudo, en plena tierra, en el fango, en el lodo o en la arcilla y sigue aferrado a algo más que el tiempo, su tiempo.
Por ello, el tejar se mantiene vivo, pariendo ladrillos huecos y losas para cubiertas o azoteas: dos elementos de alto valor en las condiciones actuales, sobre todo si se tiene en cuenta el modo en que se ha deprimido la fabricación de bloques, como consecuencia de las dificultades con el cemento.
“Por suerte contamos con lo necesario para mantenernos en actividad, –explica Yusvel Socarrás Gallo, el administrador–. Me refiero a los hornos, máquinas y otros elementos que, si bien acumulan muchos años de explotación, no se rinden. La arcilla está ahí mismo, en la periferia urbana; agua no falta, en tanto ni la corriente ni el fuel oil han sido un impedimento”.
Gracias a ello, la entidad busca la consagrada manera de entregar cada mes unas 75 000 losas para azoteas o rasillas y alrededor de 25 000 ladrillos huecos, muy útiles para la construcción de viviendas y para impulsar otros programas.
Decirlo es fácil. Otra cosa es la extenuante rutina productiva de cada día, desde que la arcilla es extraída del yacimiento y depositada en el patio del tejar hasta que los camiones y carretas de empresas y organismos cargan el producto terminado.
Se trata de una secuencia de acciones o de procedimientos, a lo largo de días y semanas, que incluye la ardua labor inicial con la masa en la llamada pisa o mezclador, la molida durante siete u ocho horas, preparación de la producción, su ubicación en parles, palmeo, puesta en carriles, traslado al horno, proceso de ahumado para eliminar humedad y finalmente el golpe de fuego, unas 24 horas, para evitar a toda costa que se raje o se cuartee.
–En no pocos lugares la calidad de las producciones constituye un verdadero problema, ¿sucede aquí?
–No nos ocurre. Aunque por experiencia sabemos si determinada producción va bien o no, preferimos apoyarnos desde el principio del proceso en las ventajas de un laboratorio donde se verifican los parámetros fundamentales, relacionados con el barro, fuerte o flojo; la dosificación para losas de cubierta o para ladrillos, su calidad en general.
“Por eso, durante todos estos años no hemos tenido dificultades con clientes, tampoco hay pérdidas. Si trabajas bien, si planificas bien y si produces con calidad no tiene por qué haber problemas”.
Limpio, ordenado, transpirando tranquilidad a pesar del permanente ajetreo laboral, el tejar continúa ahí, amontonando calendarios, imbuido en una actividad que, sin duda, forma parte de la tradición artesanal y de la cultura material de una ciudad donde hoy se asientan miles de viviendas cuyas paredes fueron levantadas con ladrillos fabricados en ese tipo de factoría, muchas de ellas con techos de rojizas tejas criollas que acentúan el aire colonial de la villa.
Ojalá el éxodo y consiguiente déficit de fuerza laboral sea coyuntural y no le traiga efectos adversos a una producción siempre estratégica para la vida del territorio, tanto en momentos de bonanza económica como de constricción financiera y material.