En las tardes, sobre todo, los fines de semanas, los niños y niñas de la cuadra donde vivo, rompen el silencio jugando a los escondidos. Ríen y corren, sin importarles lo que ocurre a su alrededor. Uno, dos, tres… ¡él que no se escondió se quedó!
Salgo al balcón para verlos. En sus andanzas, buscan los lugares menos proclives a ser encontrados, incluso, se adentran en los pasos de la escalera del edificio y, eventualmente, alguien, molestado por la algazara, sale a requerirlos. Yo me divierto. Hacía mucho que no percibía a ninguno entretenerse tanto con los pasatiempos de mi infancia y, sin querer, el sano entretenimiento me remonta a la etapa de niñez.
Éramos un semillero de hermanos y primos, hembras y varones, que añoraban las vacaciones escolares para sacarle el máximo a los juegos de la época: lo mismo al pegado, al chucho escondido, al cogío, al pon, que a los yaquis. No importaba, siempre estábamos inventando, hasta que la abuela llamaba a las niñas porque “podíamos perder” las rodillas con alguna caída.
A mí, el juego que más me gustaba era precisamente el escondido. Me parapetaba entre las matas de mangos y de guayaba, o me atrincheraba debajo de las camas. Recuerdo que una vez me quedé dormida y desperté ante los gritos de la abuela, luego de que todos habían pasado tremendo susto.
En las noches tocaba el turno al parchís, las damas y el dominó. No había mayores opciones. El televisor llegó a casa a finales de la década del 70 y, si lográbamos ver las aventuras de las siete de la noche, era porque en el humilde hogar del dilecto Pancho se abría espacio a todos los fiñes del barrio.
Lamentablemente, muchos de los juegos tradicionales heredados de nuestros abuelos han ido a parar al baúl de los recuerdos. Cuesta trabajo ver a los niños ir en busca del chucho escondido o toparse, pese a la inconformidad de los mayores, una acera rayada con el cuadrilátero del pon.
Hace tiempo que las nuevas tecnologías se han ido apropiando del tiempo de los menores. Y estas, por supuesto, son buenas, nadie puede negarlo; lo malo es cuando ellos permanecen frente a las tabletas y computadoras, horas y horas, atrapados, ya sea viendo películas o con videojuegos.
Habrá quien culpe a la covid-19, pues es cierto que el necesario aislamiento llevó a que en determinados hogares los horarios establecidos se relajaran y las computadoras (aquellos que tienen) fueran “amigas” salvadoras para romper la monotonía. Mas, el dilema viene de antes, aunque la pandemia lo acrecentó.
En el caso de los videojuegos, los expertos insisten en recalcar que el apego incontrolado puede provocar un desorden grave en la vida de los niños y adolescentes. Entre los múltiples daños están “la aparición de molestias en los ojos con síntomas de irritación al no realizarse los movimientos de parpadeo que lubrifican la córnea, debido a la atención que se presta al juego”.
También pueden ser frecuentes los dolores de cabeza “principalmente cuando los niños no tienen corregidos defectos en la agudeza visual”. Debido a las posturas que se adoptan en esos ratos “pueden aparecer dolores musculares o vicios posturales, muy perjudiciales en un organismo en crecimiento”.
Son muchas las razones para meditar sobre qué tiempo nuestros hijos y nietos deben permanecer frente a una computadora o un móvil a fin de evitar males mayores.
Vale la pena ir al baúl de los recuerdos y rescatar algunos de los antiguos pasatiempos, para que los escondidos no sea el único sobreviviente. Presenciar a mis vecinitos me hizo recordar la manera tan sana en que nos entreteníamos, compartíamos y a la vez hacíamos ejercicios. Ese soplo de niñez fue una sutil vitamina espiritual para alimentar el alma.
3 comentarios
QUE LINDO ES SER NINO OTRA VEZ , ME RECUERDOS ESOS JUEGOS CUADO ERA PEQUENO
Una linda lectura de domingo con agradables evocaciones nostálgicas que invitan a reflexionar… en cualquier día de la semana. La ilustración capta suavemente la atención y aporta al mensaje
Gracias por sus comentarios, y gracias a Fabián Cobelo por el sugerente y atractivo collage que acompaña la crónica.
Saludos
María Nieves