Por. / Alejandra Estrada Estrada
Ya de niña había escuchado historias sobre la tierra prometida; para ese entonces creía que se trataba sobre un lugar idílico en el planeta, un paraíso donde todos los sueños se hacían realidad y las personas eran felices. Escuchaba sobre ella en las noticias y miraba el mapa, escéptica desde mi pequeña altura, dispuesta a encontrar mi destino sagrado, el lugar más soleado e imponente del mundo…
Ya era más mayor cuando conocí a Farah; me dijo que su nombre significaba “alegría”, pero ella siempre tuvo la mirada perdida. En realidad era una de las personas más tristes que jamás conocí. Contaba las mejores historias, aunque todas ensombrecidas de nostalgia. De Farah no sabía mucho, solo murmullos del barrio viejo. La observaba cada tarde por mi ventana –casi parecía que se había escapado del mar– cubierta de excesivos velos azules: era como ver una nube a punto de llorar. En el fondo me daba mucha pena, porque parecía no saber a dónde ir, todo le parecía extraño y ruidoso. Un día la tomé del brazo y le ayudé a cruzar la avenida, salvo por mí, creo que se hubiese quedado allí toda la mañana. De cualquier forma, ella no iba a ninguna parte. Los niños le decían fantasma y las ancianas, loca fanática, pero para mí solo era Farah. Yo no sabía nada ni de su religión ni costumbres, pero me gustaba su forma de hablar; era como una caricatura cuentacuentos. Me enseñaba sus dibujos de la cuidad y cantaba canciones en una lengua rara y, mientras, le decía lo acogedora que podía ser mi isla si intentaba conocerla mejor. La verdad es que jamás me atreví a preguntarle ni su edad, muy vieja no podía ser, un poquito mayor que yo tal vez. La arrastré a cada rincón de La Habana, hasta la puse a bailar salsa y comer congrí, porque ella de comida no entendía nada, ¡y ni hablar del día que le di a probar carne de puerco! La pobre, qué iba a saber yo, si para mí eso es lo mejor del mundo. Pero no importaba cuánto me esforzara; ese ligero asomo de felicidad en su rostro desaparecía como un soplo efímero.
Con el tiempo ya no se me ocurría nada y, aunque había conseguido que amara mi tierra, ella seguía llorando por la suya. Desesperada, me decía que no había nada peor que la nostalgia natal y saber que su país estaba desapareciendo a cada minuto. Allí ya no le quedaban recuerdos ni familia, lo poco que tenía lo trajo consigo, el resto, probablemente yacía bajo escombros.
Iluminada por el sentimiento le conté sobre mi tierra prometida, le dije que había un sitio en el mundo donde todo era posible, y que siempre había sol y lugar para todos los viajeros, un espacio sagrado, especialmente para personas como ella. Yo había crecido con la fantasía bien pensada y arraigada; a mí nadie me iba a decir lo contrario; ¿qué otra cosa iba a hacer? Una pequeña estrellita le brilló en la mirada, me analizó con ternura desde una altura incomprensible y las palabras comenzaron a volar con naturalidad. Cuando terminó la historia, la que estuvo triste por semanas fui yo.
¿Cómo era posible, que mi lugar idílico, se tratara en realidad de la tierra más triste del mundo? Farah, que venía de aquel lejano escondite, me contó que allí apenas quedaba espíritu.
“Cuando yo nací, solo se escuchaba el sonido el viento, y ese fue el único momento de paz que pude experimentar durante toda mi vida; he sufrido incansablemente por el sentimiento del destierro, antes en carne y hueso, ahora, en toda mi alma. Nunca hubo silencio ni historias magníficas que compartir, la verdadera historia de mi pueblo son los seres humanos que convivimos allí. Podríamos haber sido felices en cualquier otra parte, siempre que estuviéramos juntos.”
Nunca entendió porque su lugar de nacimiento era un sitio tan codiciado. Una tierra maldita, que solo presenciaba tragedias y pérdidas.
“Y aunque nos quitaron todo, el sentimiento sigue latente, el amor por otros, por la convivencia, por ese desierto tan seco que llegamos a amar.”
Hoy su pueblo huye de casa, los arrastran fuera sin piedad y muchos quedan atrapados bajo escombros de lo que algún día fue su ciudad. Y si llegaran a conseguir acabar con su existencia, sería la tierra de nadie, pues, ni siquiera aquel que se imponga brutalmente por poseerla, será merecedor de ella.
La tierra de nadie permanecerá en silencio únicamente por aquellos que realmente la amaron.