¿Es la colosal tarea de producir azúcar asunto exclusivo de esa legendaria industria o tenemos todos determinada cuota de gratitud-responsabilidad?
Quienes conocen apenas un poquito acerca de industria azucarera podrán imaginar el reto, nada fácil, que tienen hoy los hombres y mujeres de ese sector, sobre todo si se tiene en cuenta el acumulado monto y efecto de escaseces, errores o desaciertos que atentan de forma directa y brutal contra la amplitud, profundidad, rigor y calidad de reparaciones y preparativos, en general, previo a la nueva contienda que se avecina.
Acerca de ese asunto, llevo algún tiempo haciéndome una pregunta: ¿Será exclusiva de esos trabajadores, o de quienes dirigen el sector, la cada vez más compleja tarea de producir azúcar?
En lo personal, no me parece.
Si estamos hablando de un producto de primerísima necesidad en todos los hogares, sectores, entidades, organismos, instituciones… ¿por qué tienen que ser azucareros los “únicos” que se fajen con el monstruo?
Pondré un ejemplo. Sin caña no hay zafra y sin ella no hay azúcar. Fenómenos como el éxodo del campo a la ciudad, escollos en sistemas de pago, limitaciones de recursos, falta de motivación e incentivos… han traído por consecuencia sensible ausencia de fuerza de trabajo a pie de surco y de plantaciones.
Provincias como la de Ciego de Ávila han organizado jornadas de trabajo productivo con fuerzas de la ciudad para plantar áreas de la gramínea.
Aun cuando ese aporte no cubra los niveles que el deterioro de años ha trazado, al menos es una forma digna de aporte obrero, institucional, popular.
La vieja praxis del pichón boquiabierto, esperando a que le echen –en este caso– la cucharadita de azúcar en el pico, me sabe a ingratitud, a indiferencia, a desidia… y ningún bien reporta en el empeño por salir del amargo bache en que llevamos algún tiempo ya metidos, patinando.
Con el perdón de quienes discrepen, pienso que debe llegar (tal vez volver) el momento en que cada territorio responda –de verdad– por su caña, por su industria, por su azúcar, sobre la base de sus potencialidades, de su infraestructura, de su tierra, de la integración de sus fuerzas internas y, por supuesto, de su gente.
¿Si en todas las provincias de este país –posiblemente con la excepción de la capital– al menos un central muele (las hay con más de uno) por qué cada una no puede autogarantizarse, al menos, el volumen de azúcar que ella demanda… y un extra para la nación, ojalá en continuo ascenso?
Que un territorio le envíe o le aporte ese necesario producto a otro es expresión de un balance que realiza o que planifica la economía del país. Es incluso hasta solidario. Eso todos lo entenderíamos. Pienso, para volver a citar otro ejemplo, en el estable central Melanio Hernández, de Sancti Spíritus.
Ahora bien, que sea preciso enviarle azúcar a quienes pudiendo haber producido la suya, o haber ayudado más al país, no lo hicieron, no me parece del todo lógico, ni muy justo, y me deja un sabor ligeramente distinto.
Si hablamos de autonomía territorial, si los conceptos de guerra de todo el pueblo conciben la indispensable capacidad de asegurar internamente, en cada lugar, lo indispensable para resistir, continuar adelante y vencer, entonces honrosa reverencia ante una de las industrias más antiguas de la nación, patrimonio de ricos valores culturales, sería salvarla, darle vida, robustecerla y mantenerla entre todos, con todos, para el bien de todos y no solo con el concurso –a veces desgastante o desgastado– de quienes integran una nómina agrocañera o agroindustrial.
Nada de lo dicho es nuevo, como nada de ello tampoco ignora que el propósito debe ir más allá del –digamos– autoabastecimiento, y retornar incluso a niveles importantes de exportación; cuanto más altos, mejor.
Siempre lo hicimos. ¿Acaso vamos a renunciar a lograrlo otra vez?