Foto. / Archivo familiar.
Foto. / Archivo familiar.

¡Mamá!

Una mujer que este año estaría celebrando su centenario, es la imagen de la época que le tocó vivir. Los obstáculos de su existencia no le impidieron ser la madre de la cual sus hijos sienten orgullo


Nunca le dije a mi madre “mamá”; siempre, “mami”. Tampoco le dije “vieja”, “pura”… ni toda esa serie de calificativos que se buscan para definir a quien nos trajo al mundo. ¿Hubiera sido diferente nuestra relación de llamarla de otro modo, si a fin de cuentas era mi mamá? No sé, porque prevalecía un respeto reverente.

Tuvo cinco hijos, todos profesionales: una abogada, una periodista, un ingeniero naval –graduado en la antigua URSS–, y dos ingenieras civiles. En habernos formado como hombre y mujeres de bien está su mejor obra.

Con tres de las hijas, en la playa, meses antes de su fallecimiento (De izquierda a derecha, Juana María, Irene y Llamilia). / Archivo familiar.
Con su nieto más pequeño, Ariel. / Archivo familiar.

En el orden de nacimientos me tocó ser segunda; éramos muy apegadas, se apoyaba mucho en mí, desde niña, y siempre la ayudaba. Fui adulta antes de tiempo, porque compartía conmigo la angustia de un marido –ella, y un padre en mi caso– alcohólico. Se hizo costurera. Día y noche tratando de adelantar los trabajos que le permitieran garantizar el plato en la mesa, porque con un adicto nunca se sabe.

Como pasó de trabajar mucho a ser consentida, el esfuerzo mayor que hacía era el de escoger arroz. / Archivo familiar.

Nacida en 1924 –el 17 de junio celebraremos su centenario–, María Rivera Sotolongo solo alcanzó el tercer grado de escolaridad, pero fue suficiente para lograr una caligrafía tan perfecta, que siempre le admiré. Pese a ese bajo nivel de instrucción, era muy celosa con nuestra ortografía y con la pronunciación de cada palabra; en fin, debíamos hablar bien desde pequeños. Sus enseñanzas dan muestra de una condición de defensora total de la lengua materna, sin ella saberlo.

¿Ser consentidora? ¡Jamás! No derrochaba besos. Su cariño se expresaba con la exigencia y la preocupación constantes por la formación de sus hijos. Por eso, mi gratitud eterna. Recuerdo que la fiebre en alguno de nosotros era un tormento; cualquier dolor de garganta, una notable preocupación; mas, no era mimosa.

Cuando llegaron los tiempos de la escuela al campo, pasaba la semana recopilando chucherías para llevarnos el domingo, y en la noche del sábado no dormía, preparando el rico almuerzo, que tendría carácter familiar, en el campamento donde estuviéramos.

Puedo contar muchas cosas a favor de su obra como progenitora. Y añadir, que al convertirnos en adultos, ella fue nuestra consentida. No obstante, jamás diré que era la mejor madre del mundo. Eso lo dicen hasta aquellos que constantemente irrespetan a la suya. Me basta solo con decir que era única, y que siempre será mi MAMÁ.

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