Foto. / andina.pe
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“No hago sino perseguir sueños”

Además de escribir narrativa, Italo Calvino compartió con los lectores, en diversos momentos, sus criterios acerca de la literatura en general y sus propias creaciones


“Estoy cada vez más convencido de que la literatura está hecha de obras, de géneros, de escuelas, de discusiones, de problemas, de trabajo colectivo para resolver ciertos problemas, y no de personalidades singulares de autores. Indudablemente, los autores existen y son necesarios, pero el estudio de la literatura autor por autor me parece cada vez menos la senda adecuada. La figura pública del escritor, el personaje-escritor, el ‘culto a la personalidad’ del escritor me resultan cada vez más insoportables en los demás y, consecuentemente, en mí mismo”. Carta redactada a finales de los años 60, e incluida en el volumen Correspondencia (1940-1985).

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“Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual […] cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos, resultan al leerlos de verdad […] Llámese clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes […] Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él”.

Tras estas definiciones, sugiere “inventarse cada uno una biblioteca ideal de sus clásicos; y yo diría que esa biblioteca debería comprender por partes iguales los libros que hemos leído y que han contado para nosotros y los libros que nos proponemos leer y presuponemos que van a contar para nosotros. Dejando una sección vacía para las sorpresas, los descubrimientos ocasionales”.Fragmento de Por qué leer a los clásicos.

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Foto. / vidanovelada.blogspot.com

“Esta novela es […] lo primero que escribí, si se exceptúan unos pocos cuentos. ¿Qué impresión me hace retomarla hoy? Más que como obra mía la leo como un libro nacido anónimamente del clima general de una época, de una tensión moral, de un gusto literario que era aquel en el que, terminada la segunda guerra mundial, se reconocía nuestra generación.

“[…] Quien comenzaba entonces a escribir se encontraba, pues, tratando la misma materia que el narrador oral anónimo: a las historias que habíamos vivido personalmente o de las que habíamos sido espectadores, se añadían las que nos habían llegado ya como relatos, con una voz, una cadencia, una expresión mímica […] Algunos de mis cuentos, algunas páginas de esta novela tienen en su origen esa tradición oral recién nacida en los hechos, en el lenguaje.

“Y sin embargo, entonces el secreto de la manera de escribir no residía solamente en esa universalidad elemental de los contenidos […] por el contrario, nunca estuvo tan claro que las historias que se contaban eran materia bruta: la carga explosiva de libertad que animaba al joven escritor no estaba tanto en su voluntad de documentar o informar, como en la de expresar. ¿Expresar qué? Expresarnos a nosotros mismos, expresar el sabor áspero de la vida […] Para nosotros, los que empezábamos a partir de allí, el ‘neorrealismo’ fue eso, y de sus cualidades y defectos es este libro un catálogo representativo”. El sendero de los nidos de araña. Prefacio del autor para la edición italiana de 1964.

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“El libro nació lentamente, con intervalos a veces largos, como poemas que fui escribiendo, según las más diversas inspiraciones. Cuando escribo procedo por series: tengo muchas carpetas donde meto las páginas escritas, según las ideas que se me pasan por la cabeza, o apuntes de cosas que quisiera escribir. Tengo una carpeta para los objetos, una carpeta para los animales, una para las personas, una carpeta para los personajes históricos y otra para los héroes de la mitología; tengo una carpeta sobre las cuatro estaciones y una sobre los cinco sentidos; en una recojo páginas sobre las ciudades y los paisajes de mi vida y en otra ciudades imaginarias, fuera del espacio y del tiempo. Cuando una carpeta empieza a llenarse de folios, me pongo a pensar en el libro que puedo sacar de ellos.

“Así en los últimos años llevé conmigo este libro de las ciudades, escribiendo de vez en cuando, fragmentariamente, pasando por fases diferentes […] Se había convertido en una suerte de diario que seguía mis humores y mis reflexiones; todo terminaba por transformarse en imágenes de ciudades: los libros que leía, las exposiciones de arte que visitaba, las discusiones con mis amigos.

“[…] Creo que lo que el libro evoca no es solo una idea atemporal de la ciudad, sino que desarrolla, de manera unas veces implícita y otras explícita, una discusión sobre la ciudad moderna. A juzgar por lo que me dicen algunos amigos urbanistas, el libro toca sus problemáticas en varios puntos y esto no es casualidad porque el trasfondo es el mismo.

“[…] Como un lector más, puedo decir que en el capítulo V, que desarrolla en el corazón del libro un tema de levedad extrañamente asociado al tema de la ciudad, hay algunos de los textos que considero mejores por su evidencia visionaria, y tal vez esas figuras más filiformes (‘ciudades sutiles’ u otras) son la zona más luminosa del libro”. Conferencia pronunciada el 29 de marzo de 1983, ante estudiantes de la Universidad de Columbia. Se publicó, como nota preliminar, en una reedición de Las ciudades invisibles.

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“Tras cuarenta años de escribir ficción, tras haber explorado distintos caminos y hecho experimentos diversos, ha llegado el momento de buscar una definición general para mi trabajo; propongo esta: mi labor ha consistido las más de las veces en sustraer peso; he tratado de quitar peso a las figuras humanas, a los cuerpos celestes, a las ciudades; he tratado, sobre todo, de quitar peso a la estructura del relato y al lenguaje.

“[…] Cuando inicié mi actividad, el deber de representar nuestro tiempo era el imperativo categórico de todo joven escritor. Lleno de buena voluntad, traté de identificarme con la energía despiadada que mueve la historia de nuestro siglo, con sus vicisitudes individuales y colectivas. Trataba de percibir una sintonía entre el movido espectáculo del mundo, unas veces dramático otras grotesco, y el ritmo interior picaresco y azaroso que me incitaba a escribir. Rápidamente advertí que entre los hechos de la vida que hubieran debido ser mi materia prima y la agilidad nerviosa e incisiva que yo quería dar a mi escritura, había una divergencia que cada vez me costaba más esfuerzo superar. Quizá solo entonces estaba descubriendo la pesadez, la inercia, la opacidad del mundo, características que se adhieren rápidamente a la escritura si no se encuentra la manera de evitarlas.

Foto. / Leyva Benítez

“[…] En el universo infinito de la literatura se abren siempre otras vías que explorar, novísimas o muy antiguas, estilos y formas que pueden cambiar nuestra imagen del mundo… Pero si la literatura no basta para asegurarme que no hago sino perseguir sueños, busco en la ciencia alimento para mis visiones, en las que toda pesadez se disuelve.

[…] “Si en una época de mi actividad literaria me atrajeron los folk-tales, los fairy-tales, no fue por fidelidad a una tradición étnica (puesto que mis raíces están en una Italia absolutamente moderna y cosmopolita) ni por nostalgia de las lecturas infantiles (en mi familia un niño debía leer solamente libros instructivos y con algún fundamento científico), sino por interés estilístico y estructural, por la economía, el ritmo, la lógica esencial con que son narrados.

“[…] Desde que empecé a escribir he tratado de seguir el recorrido fulmíneo de los circuitos mentales que capturan y vinculan puntos alejados en el espacio y en el tiempo. En mi predilección por la aventura y el cuento popular buscaba el equivalente de una energía interior, de un movimiento de la mente. He apuntado siempre a la imagen y al movimiento que brota naturalmente de la imagen, aunque sin ignorar que no se puede hablar de un resultado literario mientras esa corriente de la imaginación no se haya convertido en palabra. Como para el poeta en versos, para el escritor en prosa el logro está en la felicidad de la expresión verbal, que en algunos casos podrá realizarse en fulguraciones repentinas, pero que por lo general quiere decir una paciente búsqueda del mot juste, de la frase en la que cada palabra es insustituible, del ensamblaje de sonidos y de conceptos más eficaz y denso de significado. Estoy convencido de que escribir prosa no debería ser diferente de escribir  poesía; en ambos casos es búsqueda de una expresión necesaria, única, densa, concisa, memorable.

“Es difícil mantener este tipo de tensión en obras muy largas, y por lo demás mi temperamento me lleva a realizarme mejor en textos breves: mi obra se compone en gran parte de short stories. Por ejemplo, el tipo de operación que experimenté en las Cosmicómicas y Tiempo cero, dando evidencia narrativa a ideas abstractas del espacio y el tiempo, no podrían realizarse sino en el breve arco de la short story. Pero he intentado también composiciones aún más cortas, con un desarrollo narrativo más reducido, entre la alegoría y el petit-poéme en prosa, en Las ciudades invisibles y recientemente en las descripciones de Palomar. La longitud y la brevedad del texto son, desde luego, criterios externos, pero yo hablo de una densidad particular que, aunque pueda alcanzarse también en narraciones largas, encuentra su medida en la página única”. En Seis propuestas para el próximo milenio.


Les invitamos a leer otros textos del dosier «Italo Calvino en su centenario»:


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