Día Internacional del Tatuaje: el 17 de julio numerosas personas –imposible saber la cantidad exacta– lo celebran en todo el mundo. No pretendo cuestionar el homenaje, tampoco sobredimensionarlo. Desde que surgió, en la prehistoria de las civilizaciones, como medio de diferenciación social; o sea, para declarar que los individuos pertenecían a un clan o una casta, la práctica de fijar símbolos o figuras en la piel ha sido alabada y denostada.
En la contemporaneidad, término un tanto elástico, lo reconozco, los propósitos de identificación grupal han perdido fuerza frente al afianzamiento de la personalidad, la proclamación del YO. Un tatuaje particular no solo hace más único de lo que ya es a su dueño –el patrón genético no resulta visible, el dibujo en la epidermis sí–, a la par revela quiénes somos o ansiamos ser, pues evidencia nuestros gustos, carácter, estado emocional, sentimientos, mecanismos de defensa.


La belleza, el afán de ostentarla, sobre todo cuando nos consideramos no agraciados, constituye un impulso poderoso entre la clientela de los salones o estudios de tatuajes. Y ha ganado adeptos la opción de elevar el estatus luciendo obras de arte; en un sentido dual, los así embellecidos dejan de pertenecer al conglomerado de los seres “invisibles”, a los que casi nadie mira; además, se satisface otra apetencia: si no podemos adquirir un cuadro de Da Vinci, Monet, Dalí, Picasso, Van Gogh, Lam, Carlos Enríquez… al menos llevamos una copia encima.
Durante largo tiempo los tatuadores han reivindicado su condición de artistas. De hecho, algunos lo son, no solo como exquisitos reproductores de imágenes concebidas por los grandes maestros de la pintura, sino en cuanto realizadores de composiciones propias; estas últimas no consideradas valiosas debido a la imposibilidad de colocarlas en el circuito comercial.
Pero tal enfoque ha comenzado a ser cuestionado. No se asusten, todavía a nadie se le ha ocurrido, al menos en nuestros días y públicamente, comprar, vender, exponer, cual si fueran objetos inanimados, a los portadores de esos lienzos vivos. Simplemente van surgiendo exposiciones en galerías y museos, donde se les concede espacio a los creadores para mostrar su desempeño, mediante dibujos, fotos, videos.



De prosperar la tendencia al reconocimiento y al tatuaje artístico, otros factores asociados al mercado podrían entrar en juego. En primer lugar, las aseguradoras (contra accidentes, lesiones, secuestros). Sí, la tentación de transformarse en una obra original, tasada oficialmente, conllevaría serios riesgos. ¿Cuánto no podría pedirse por el rescate de una pieza andante con la firma de los pintores activos mejor cotizados?
Además de guardaespaldas, el soporte de tanta riqueza potencial necesitaría extremar autocuidados de todo tipo; escoger meticulosamente los productos de aseo, olvidarse de tomar el sol o trasnochar, de la comida chatarra, de ganar o perder peso, porque todo ello alteraría el tapiz, es decir, su cuerpo. Transformarse en arte equivaldría a dejar de ser uno mismo.
Exageraciones aparte, siempre debemos pensarlo muy bien antes de hacernos un tatuaje. Una contraindicación en la cual no suele pensarse es que, con el paso de los años, a menudo incluso el más pequeño y común entra en contradicción con la persona en quien nos vamos convirtiendo. Dejamos de amar a esa/ese cuyo nombre nos hicimos grabar; las figuras o escenas que un día elegimos para “definirnos”, luego nos parecen anticuadas, ridículas, insustanciales. La derrota máxima del ego, el dolor mayor consiste que a partir de cierto momento será el recordatorio inexorable de nuestro declive físico. El color perderá lozanía, la línea dejará de verse firme, el conjunto se irá alejando de la tersura, arrugando, desenfocando. Hasta el cuadro sublime devendrá una mala caricatura. ¿Estamos de veras preparados para ello?