Algunas de nuestras actuales fiestas populares tienen antecedentes que se remontan a la España de hace varias centurias, donde nobles y plebeyos hallaron múltiples formas de entretenerse a lo largo del año
Junio es tiempo de sanjuanes. Siglos atrás se celebraban en toda Cuba. Oigamos a la respetada investigadora Virtudes Feliú:
“La fiesta patronal de San Juan fue […] muy apreciada, por sus elementos religiosos y laicos. De España, de donde llegó en los primeros años de la colonización, conserva los mitos lustrales como bañarse en el río […] la noche de San Juan y también la costumbre de encender fogatas y saltar sobre ellas para purificarse […] Lo más característico es su vinculación con las cabalgatas de enmascarados, llamados ‘mamarrachos’ por su forma estrafalaria de vestir. Los viejos informantes serranos aún recuerdan estas cabalgatas nocturnas y el acopio de viandas y carnes que se comerían al día siguiente a la orilla del río o en las casas de ‘los Juanes’”.
Ya no transcurren así, tampoco en cualquier localidad, pero todavía los habitantes de Camagüey, Trinidad, Remedios, cambian durante unas jornadas su rutina a partir del 23 o el 24 del mes: asisten a festividades que conservan el nombre, si bien desde hace bastante se han modernizado con desfiles de carrozas, comparsas, toques de tambores, fuegos artificiales.
¿Entre ellos alguien habrá oído hablar del académico español José Deleito y Piñuela, quien dedicó buena parte de su vida a averiguar –entre otros asuntos relacionados con la historia de España– qué hacían para pasarla bien los cortesanos de Felipe IV, el propio monarca y hasta sus súbditos plebeyos?
Al respecto, comenta en el volumen titulado También se divierte el pueblo:
“Máximo esparcimiento primaveral ofrecía junio a las muchedumbres juveniles en las fiestas de San Antonio de Padua, San Juan Bautista y San Pedro Apóstol, con sus verbenas, sus correrías campestres nocturnas y matinales, y sus alegres reuniones en la ciudad”.
El texto resulta pródigo en detalles: “En las vísperas y las madrugadas de San Juan [o sea, el 23 de junio] y de San Pedro, la alegre juventud deambulaba por las márgenes del río: sonaban gaitas, panderos y guitarras; había baile, retozo y galanteo. Ellas se adornaban con guirnaldas de hojas y flores, como sacerdotisas de un culto pagano; ellos cortaban matas, ramas y cañas verdes para engalanar las rejas y los umbrales de sus novias, formando en los huecos de las puertas y ventanas lo que se llamó la enramada. Al adorno añadían una serenata amorosa”.
Deleito y Piñuela se refiere al Manzanares. En el entorno madrileño del siglo XVII, la diversión podía comenzar en el interior de las casas, a la caída del sol, donde junto a altares preparados para la ocasión se reunían grupos de amigos, quienes disfrutaban de dulces y refrescos. Otros preferían cenar en establecimientos situados junto al Prado. Los menos audaces esperaban el alba del 24 y entonces, vestidos con sus mejores atuendos, se dirigían al río.
Era la oportunidad de lucir en la verbena, cuando se tenían, telas costosas, joyas, sombreros, mantillas, carruajes; también de organizar lo que actualmente llamaríamos un picnic y de aplaudir la osadía de las muchachas no remilgadas. Al parecer, el poeta popular español Pedro de Vargas era aficionado a tales pasatiempos; uno de sus poemas testimonia su entusiasmo: ¡Qué bien bailan las serranas/ día de San Juan el Verde/en el Val de Manzanares/cuando el sol claro amanece!
Hoy como ayer
Saltemos al siglo XXI: concluido el sexto mes del año, se avizoran las vacaciones de verano. Y en Cuba muchos se preguntan qué hacer durante esas semanas de asueto.
¿Frivolidad? ¿Alienación? De ningún modo. Psicólogos, sociólogos, médicos especialistas en endocrinología han demostrado la necesidad y la utilidad de tomarnos respiros en la brega cotidiana, de recibir altas dosis de endorfinas (las denominadas hormonas del bienestar) mediante la realización de actividades recreativas. En ese sentido, nada ha cambiado bajo el sol desde centurias, o milenios, atrás.
Si bien los galenos de 1600 carecían de las modernas nociones sobre bioquímica, conocían por la práctica los resultados beneficiosos –emocionales y físicos– de una jornada feliz. Los políticos contaban con vasta experiencia en cuanto a que un pueblo entretenido era más manejable.
Consciente o instintivamente, Felipe IV (1605-1665) propició durante su reinado la abundancia de espacios y momentos dedicados al ocio: celebraciones palaciegas, festividades religiosas, romerías, corridas de toros, puestas teatrales. José Deleito asevera: “Pocas veces, en la trágica historia española, estuvo nuestro pueblo más alegre y pletórico de diversiones, espectáculos y fiestas […] Y pocas veces también había menor motivo para la alegría y el jolgorio.
“Ardía la guerra en Cataluña y Portugal, invadían los franceses el suelo español […] filibusteros y corsarios ingleses y holandeses atacaban nuestras costas […] suscribíamos humillantes Tratados de paz, y perdíamos ante el mundo el prestigio ancestral de nuestra hegemonía y nuestra fuerza”.
Que los ricos siempre han encontrado ocasión y recursos para recrearse, no es noticia. Pero, ¿cuáles esparcimientos estaban al alcance de los demás?
Fuera cual fuera su clase social, para todos existía la posibilidad de bailar a lo largo del año. En los salones aristocráticos se cultivaban la Pavana, la Gallarda y el Rugero o Roguero, que incluían ceremoniosos pasos, giros y reverencias. Un dato poco conocido: “Hacia 1642 […] había en Madrid, Toledo, Alcalá de Henares, Sevilla, Málaga, Cádiz y otras poblaciones de España, escuelas públicas de danzas finas”.
A dichas instituciones no acudían, claro está, los pobres. Ellos debían conformarse con la imaginación y el desenfado. E hicieron amplio uso de ambos: dieron vida a los bailes de cascabel, con un buen número de variantes que ponían los pelos de punta a los guardianes de las buenas costumbres. Algunos fueron prohibidos; sin embargo, subsistieron en los arrabales de las ciudades y en ciertos mesones, adonde numerosos nobles “iban a presenciarlos, más o menos furtivamente”.
Varios detractores publicaron sus opiniones sobre el particular. El fraile Juan de la Cerda, a quien el mencionado historiador cita, escribió:
“¿Y qué cordura puede haber en la mujer que en estos diabólicos ejercicios sale de la composición y mesura que debe a su honestidad, descubriendo con estos saltos los pechos, y los pies, y aquellas cosas que la naturaleza o el arte ordenó que anduviesen cubiertas? ¿Qué diré del halconear con los ojos, del revolver las cervices y andar coleando los cabellos, y dar vueltas a la redonda, y hacer visajes, como acontece en la zarabanda, polvillo, chacona y otras danzas?”.
Imaginen una plazuela o una taberna en penumbras. Panderos, sonajas, bandurrias, guitarras, más o menos acoplados, empiezan a sonar. Coplas humorísticas, picantes y hasta obscenas –muy potente debía ser la voz de los cantantes– generan risas y gritos. Se embullan los danzarines: mujeres y hombres zapatean enardecidos. Chasquidos de castañuelas. Al menos por un rato olvidan las penas.
Profesión riesgosa
Un entorno compartido abiertamente por nobles, ricos y vasallos fueron los corrales de comedias. De acuerdo con los estudiosos, en disímiles ciudades hicieron competencia a los escenarios móviles de los artistas ambulantes. Asegura Deleito y Piñuela que en el último tercio del XVII los dos más importantes levantados en Madrid radicaban en las calles del Príncipe y de la Cruz.
Por lo general, esos antecesores de los teatros modernos se armaban en terrenos colindantes con edificaciones, a cuyos muros se adosaban galerías, tejadillos y otras construcciones ligeras. Al fondo se colocaban la tarima y sus telones pintados. En el otro extremo, o sea, una vez franqueada la puerta de entrada, el público encontraba las escaleras que conducían a la cazuela o jaula, área reservada a las mujeres. En los laterales se alzaban los palcos (destinados a la nobleza, se les llamaba aposentos) y las gradas (estas últimas, solo para hombres).
Desde las ventanas de las casas contiguas era posible observar la representación; en consecuencia, los moradores solían alquilar las habitaciones.
El patio central constaba de dos zonas bien delimitadas: la de los bancos, cerca del tablado, y la de los “mosqueteros”: espectadores de escasos recursos, quienes permanecían de pie.
Dentro del corral de comedias se podía comer mientras transcurrían las obras, como en los actuales estadios deportivos. A menudo ocurrían trifulcas: entre los cobradores y aquellos que pretendían entrar sin pagar, y entre los asistentes de menor rango para ocupar los mejores lugares a su alcance.
Cada tarde, antes de salir a escena, dramaturgos y actores se encomendaban a santos y vírgenes. Es comprensible, pues nunca sabían cómo terminaría la jornada. Si les desagradaba la función, los espectadores –en especial los mosqueteros– reaccionaban de manera descompuesta, silbando, increpando y lanzando objetos.
Las “atroces silbas […] azoraban a los más serenos comediantes”, narra José Deleito y Piñuela en También se divierte el pueblo; juicio avalado por estos versos del dramaturgo Ruiz de Alarcón: Representante afamado/he visto, por solo errar/ una sílaba quedar/a silbos mosqueteado.
Más civilizados son hoy los asiduos al teatro. Pero al igual que los de antaño, intentan no perderse las novedades de sus grupos predilectos; por lo cual, necesitan información adecuada. Una duda: ¿funcionará mejor aquí, en 2024, la promoción de los estrenos que cuando las piezas y entremeses de Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Francisco de Quevedo o Luis Quiñones de Benavente repletaban los corrales madrileños? Sin duda, ese sería tema para un debate.