El espirituano Julio Pentón se jubilará un día de su único trabajo a lo largo de toda su vida: profesor de educación física
Desde que cursamos estudio, allá por el año 1977, en el recién estrenado Instituto Preuniversitario en el Campo (Ipuec) Eusebio Olivera Rodríguez, entre los naranjales de Pojabo, a un costado de Banao, Sancti Spíritus (e incluso desde los días de secundaria básica), todos sabíamos que Julio Pentón Portilla no iba a ser ingeniero nuclear, ni médico, ni ingeniero agrónomo o arquitecto…
No es que le faltara inteligencia. Es que la pasión le sobraba para otra cosa: el deporte, la educación física.
De manera que terminar formándose sólidamente en ese giro no fue novedad que sorprendiera a alguien.
Lo que sí llama cada vez más la atención es que Julio siga impartiendo clases, trabajando con niños, allí donde comenzó a hacerlo un buen día, casi 39 años atrás, en la escuela Bernardo Arias Castillo; por supuesto, la misma donde espera jubilarse… no sabe cuándo, a pesar de que, por edad, podría hacerlo a la vuelta de un par de calendarios.
“Aquí he permanecido durante toda mi vida” –me confiesa con esa proverbial humildad que siempre lo ha caracterizado, quizás convoyada ahora con la satisfacción del hombre que ama y siente sano orgullo de lo andado.
Convencido de que los cientos de niños que ha tenido como alumnos durante todos esos años son, como afirma, “mi vida, mi razón de hacer, y no puedo imaginarme en un trabajo sin ellos”, Julio continúa saboreando cada turno de clase, cada actividad recreativa que organiza, cada tope con otro centro o los maratones y festivales en el seno de la propia comunidad.
Entonces, motivado como un adolescente, trae a superficie recuerdos de aquellos tiempos en que Cuba entera se revolvía con el programa denominado A Jugar, en cuya final nacional él logró “colar” siete veces a niños espirituanos.
–¿Recuerdas haber tenido que castigar alguna vez a tus alumnos o que te sacaran de paso?
–Jamás. No creo que sea necesario castigar y mucho menos maltratar a un niño. Solo hay que tener método, paciencia para entenderlos y educarlos.
“Tampoco he tenido problemas con sus padres. Mis relaciones con la familia de los estudiantes siempre han sido muy buenas. Pienso que agradecen la manera en que imparto mis clases y motivo a los niños”.
A esta elevada altura de su vida, a Julio hay algo que lo enorgullece y anima aún más, y es tener allí, en la propia escuela, a su hija Ana Belquis, quien siguió sus pasos y ahora lo acompaña, nada más y nada menos que como profesora de educación física también.
Por si fuese poco, sus dos nietecitas cursan estudios en las aulas de ese magnífico centro escolar, privilegio que lo convierte en propietario de “la mayor felicidad del mundo”.
Lo miro y –excepto por la huella inevitable que a su antojo dibuja el tiempo sobre todo ser humano– me parece estar viendo al Julio Pentón Portilla que en las etapas de la escuela al campo o en los días de preuniversitario solía andar cargado de bates, guantes, pelotas o balones. Qué manera de seguir siendo, tan apasionado e incondicionalmente, el mismo, caray.
Vuelvo a mirarlo y no puedo evitar el abrazo. No por la despedida, no por el fin de este breve diálogo, sino porque convencido estoy de que no son muchos los cubanos que se van a jubilar un día (o que ya lo hicieron) en el mismo y único centro de trabajo al que le han dedicado su vida entera.