Se sentía flor marchita del ramo, nunca fresca y olorosa. En tanto infanta, estaba predestinada a un reflejo bello en sus subalternos, sin importar que no lo fuera. Había nacido poco dotada en atractivos físicos: nariz común; cabellera sin brillo, como un campo de maíz carente de mazorcas; una boca turgente, reñida con soñados besos en precoz almohada y llena de ilusiones románticas.
En su habitual aislamiento simulaba febriles entregas, cual gota potente del arroyo, o leona osada de la manada. Su paciente madre le dio un único consejo: “Para transmutar impulsos en realidades, el remedio está en lustrarse por dentro. Haz como yo, tan parecida a ti, señora de salones palaciegos y no de retiro en un convento”.
Le sonaba a lugar común, por eso durante un tiempo anduvo remisa, e incluso llegó a maldecir a ese Dios cuyos preceptos parecían alejarla del camino fácil hacia la conquista amorosa, principal sentido de vida para cada doncella casadera. Su agonía se acrecentaba cuando al vestirla le repetían: “¡Es usía linda!” Aborrecía la grandilocuencia; el peso de la hipocresía le doblaba la espalda.
Decidió olvidarse de los corredores, y se mudó hacia un apartado ático. Pensó que allí la aguardaría el silenci,o y de repente se vio envuelta en el torrente de la sabiduría de aquellos libros blasfemos. Lejos estaba de suponer que al evadir los estanques de agua para sumergirse en los libros, estos reflejarían el rostro de sus más íntimas palpitaciones, descubriendo lo favorecedor de la lectura. De Rabelais adoró su exuberancia creativa y su vocabulario colorista. La fascinó Guillermo de Ockham, para quien la simplicidad era lo esencial. Con Dante Alighieri entró, a través de la Divina Comedia, en los círculos del Infierno, subió al Purgatorio y, al final, iluminada, llegó al Paraíso.
Comenzó a preferir ropajes sencillos, perfumes suaves, y el té con hojas del jardín. Sonreía, regalaba ideas ingeniosas poniendo en aprietos a más de un consejero real.
Un inexplicable llamado interior la halaba a asumirse plena. La prosa “maldita” de Erasmo de Rotterdam acabó por moldear la conciencia sobre sí misma, en una imagen definitiva, rotunda de un nuevo esplendor, ese que luego sería elogiado por cantores lejanos, llevando hasta el delirio del enamoramiento a un ejército de suplicantes.
Su aya tenía razón: era ya tan hermosa como su madre “fea”. El humanista europeo se lo había dictado una noche bajo un cielo impenetrable de estrellas: mediante el amor propio, cada ser humano es capaz de sentirse contento de su fisonomía, de su ingenio…
Sin los arpegios de un corazón atormentado por las apariencias, un día se proyectó tal cual: ardiente, libre, y dueña del Universo, domeñado al blandir ella la brisa inapelable de la inteligencia, la mayor belleza de todas.
5 comentarios
Un escrito que en mi opinión debería ser leído por la juventud. Amor propio y superación personal. Algo muy necesario en estos tiempos.
Una linda moraleja. El cultivo de una sabiduría virtuosa embellece el alma y empina el espíritu. Otro filón compartido de la veta literaria de la autora.
Escrito en breve y simbólico lenguaje. El cuento es la síntesis de la autora y la belleza única que la distingue. Gracias por la sinceridad.
Me maravilla tu experticia (palabra de moda en estos tiempos) escribiendo cuentos cortos. Debias hacer una compliacion de ellos y de ser posible y tu lo deseas, publicarlos. Yo seré tu primer fan.
Gracias por el regalo, me ha gustado mucho. En estos tiempos donde muchos solo se ocupan de alimentar la apariencia dejando vacío el contenido, es un escrito muy oportuno.