Pintura. / Alberto Moran
Pintura. / Alberto Moran

En una cáscara o en un leviatán

La inquebrantable resolución de lucha y sincera democracia del Delegado del Partido Revolucionario Cubano


En carta del 26 de febrero de 1895 José Martí le ratificó a Antonio Maceo la urgencia de que él y sus compañeros, entonces en Costa Rica, llegaran a Cuba así fuera “en una cáscara o en un leviatán” (Ep., V, 78).1 Expresaba su propia decisión de sumarse a la guerra, para lo cual salió de Nueva York el 30 de enero, al día siguiente de haber escrito la orden de alzamiento que firmó con Enrique Collazo y José María Rodríguez, en virtud de la cual estalló la insurrección el 24 de Febrero.

A Maceo le escribió desde Montecristi, en su recorrido hacia Cuba, adonde llegaría, con Máximo Gómez y otros cuatro expedicionarios el 11 de abril siguiente. Ningún obstáculo impidió que Cuba alzada en armas contara con la presencia de sus mayores guías. Él,  principal organizador e ideólogo, era consciente de la importancia de su labor personal y directa en la búsqueda de una victoria con la calidad necesaria para que diera los frutos deseados y mereciera los sacrificios que costaría.

Un suceso que pudo haber causado una severa parálisis en el movimiento revolucionario le corroboró su convicción. A mediados de aquel enero, en el puerto floridano de Fernandina, autoridades estadounidenses frustraron el factor sorpresa que él había cuidado celosamente para lograr un inicio efectivo de la nueva gesta, que debía “ser breve y directa como el rayo” (O.C., II, 255)2 para impedir que las fuerzas enemigas tuvieran tiempo de concentrarse.

Aún en pie la Guerra del 68, ahondaba en la realidad cubana, con afán y lucidez que lo llevarían a liderar el movimiento patriótico. A Manuel Mercado le escribió el 6 de julio de 1878: “Transido de dolor, apenas sé lo que me digo.–¿He de decir a V. cuánto propósito soberbio, cuánto potente arranque hierve en mi alma? ¿que llevo mi infeliz pueblo en mi cabeza, y que me parece que de un soplo mío dependerá en un día su libertad?” (Ep., I, 123).

Líneas antes le explicó el porqué de ese estado de ánimo: se había incumplido su “absoluta creencia,–fundada en la naturaleza de los hombres–de que era imposible la extinción de la guerra en Cuba.–Y, sin embargo, la guerra se ha extinguido; la naturaleza ha sido mentira, y una incomprensible traición ha podido más que tanta vejación terrible, que tanta inolvidable injuria!”.

Paso a paso crecería el organizador que –primero en La Habana, clandestinamente, y, otra vez deportado, en Nueva York– sobresalió en el apoyo a la Guerra Chiquita (1879-1880). Esa experiencia le confirmó que se necesitaría una contienda mejor preparada, idea que se aprecia en su discurso del 24 de enero de 1880 en el Steck Hall neoyorquino ante compatriotas emigrados.

Con el pueblo

El 6 de mayo de 1880 le escribió a Mercado: “Aquí estoy ahora, empujado por los sucesos, dirigiendo en esta afligida emigración nuestro nuevo movimiento revolucionario. Solo los primeros que siegan, siegan flores. Por fortuna, yo entro en esta campaña sin más gozo que el árido de cumplir la tarea más útil, elevada y difícil que se ha ofrecido a mis ojos” (Ep., I, 182). Observaba con visión de futuro las fuerzas y reclamos del independentismo.

El discurso del Steck Hall, expresión de su claridad sobre los asuntos de Cuba (Asuntos cubanos tituló el folleto donde en febrero publicó el texto), reúne claves de su pensamiento. En el centro de sus preocupaciones está la diversidad de perspectivas presentes en ese contexto, y daba por sentado que tendría opositores: “los que con los ojos empañados por la atmósfera espesa de las ciudades españolas ofuscan con el temor su inteligencia, por el hermoso amor a los que padecen con el amor exagerado de sí propios”.

Esos, dice, “leerán atónitos este para ellos cuadro extraño, donde, con ser tan reales las figuras y tan vivos los poderosos elementos, no se refleja en un solo punto su urbana y financiera manera de pensar” (O.C.,IV, 186). Sí, urbana y financiera. Tenía en cuenta los intereses contrarios a los ideales de liberación que él abrazaba con perspectiva popular.

Sobre esa base afirma: “Los pueblos no saben vivir en esa acomodaticia incertidumbre de los que al amparo de las ventajas que la prudencia proporciona, no sienten en el abrigado hogar las tempestades de los campos, ni en el adormecido corazón el real clamor de un país lapidado y engañado”.

Lejos de quedarse en se punto, añade: “Ignoran los déspotas que el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones; y acarician a aquella masa brillante que, por parecer inteligente, parece la influyente y directora. Y dirige, en verdad, con dirección necesaria y útil en tanto que obedece, en tanto que se inspira en los deseos enérgicos de los que con fe ciega y confianza generosa pusieron en sus manos su destino” (O.C.,IV, 193).3

En esa realidad pesaban no solo posiciones abiertamente colonialistas, sino también las que mayor confusión podrían generar: las de autonomistas y anexionistas, que tratarían de impedir o mancar la independencia. También actuaba el efecto –con sus causas– del estancamiento en que paró la década heroica.

Tal contexto hacía a Martí reaccionar contra métodos de dirección que no siempre respondían a iguales intenciones, pero venían en general de una historia marcada por la dominación política y de clases. Autonomistas y anexionistas manipulaban nociones y prejuicios presentes en esas circunstancias, en las que se inscribía la contradicción –de particular significado para el movimiento independentista– entre dos polos: el militarismo y el civilismo, que por distintos caminos remitían a intereses de poder.

Para enfrentarlos, fraguó una solución política integradora. Sus discusiones en el camino que lo llevó a liderar el movimiento revolucionario revelan la omnipresencia de esas complejidades, y la claridad con que él las encaró. Creó una organización llamada a garantizar a la vez la civilidad de la política y el carácter popular de la revolución, y la necesaria soltura militar de las tropas.

Ese sería un propósito primordial del Partido Revolucionario Cubano, cuya proclamación, consumada el 10 de abril de 1892, Martí anunció el día 3 en Patria como “labor de doce años” (O.C.,I, 369). Lo reiteró en otros textos, y eso hace pensar en un empeño que tuvo en sus inicios el discurso del Steck Hall.

Sus convicciones las ratificaron sus intentos sucesivos de contar con el apoyo de los principales jefes del 68 –lo que se aprecia en cartas como las de julio de 1882 a Gómez, Maceo y otros–, y su firmeza al discrepar de ellos. En octubre de 1884 rompió con el Plan insurreccional que organizaba Gómez, y así disintió no solo de ese general, sino también de Maceo, que seguía a Gómez.

Por muchos escollos que entorpecieran ese Plan, no cabía descartar su posible victoria, que habría equivalido a la aniquilación política de Martí. Pero él decidió correr ese riesgo antes que apoyar un proyecto en el cual, por muy buenas que fueran las intenciones de los protagonistas –y él sabía que lo eran–, veía peligros para el futuro de la patria: entre otras razones, por la presencia del caudillismo, que había sido nocivo para Cuba y él, más que conocerlo, lo sufrió en carne propia en países de nuestra América.

Tras el fracaso de aquel Plan, su posición de principios le permitió contar, en especial, con Gómez. Sin tener la historia militar de aquellos dos bravos, enfrentó el choque con ellos, y salió con sus razones fortalecidas por su lucidez y su ética. En público, ni una palabra contra aquellos héroes. Sus argumentos se los expresó a Gómez limpiamente en la conocida carta del 20 de octubre de 1884 (Ep., I, 280-283).4 Con el Partido Revolucionario Cubano fraguó cimientos dirigidos a mermar el peso de los personalismos.

En su acertada valoración del movimiento patriótico se ubica su temprana visión sobre los peligros que para Cuba, para nuestra América y para el mundo todo, representaban los Estados Unidos. La voraz potencia emergía auxiliada por quienes le servirían de cómplices, algunos incluso por desprevención. Ante ese contexto se reforzó en él la certeza de su labor personal al servicio de su patria, de su pueblo.

Sentido misional

A Manuel Mercado, a quien el 6 de julio de 1878 le ha hecho la significativa confesión ya citada, el 13 de noviembre de 1884 le escribe con desasosiego por su desavenencia del mes anterior con Gómez y Maceo: “A nadie jamás lo diga, ni a cubanos, ni a los que no lo sean; que así como se lo digo a V., a nadie se lo he dicho: pero de ese modo fue: ¿cómo, en semejante compañía, emprender sin fe y sin amor, y punto menos que con horror, la campaña que desde años atrás venía preparando tiernamente; con todo acto y palabra mía, como una obra de arte?” (Ep., I, 285).

En esa obra se afianzó la guía que buscaba –Partido Revolucionario por medio– en los preparativos de la futura contienda, y que ratificó al llegar la hora de que el movimiento independentista tuviera su jefe militar. La elección recayó merecidamente en Gómez, y Martí procuró que fuera lo más democrática posible tratándose de nombrar el general en jefe de una guerra que se preparaba: por votación entre los más relevantes oficiales del 68.

Quiso comunicárselo a Gómez personalmente. Viajó a suelo dominicano y, lejos de esperar al general en su hogar, donde sería atendido con cordialidad, hizo un apreciable recorrido a caballo para reunirse con él, y no en cualquier parte, sino junto al arado con el que Gómez trabajaba como el campesino humilde que era.

En carta fechada en Santiago de los Caballeros el 13 de septiembre de 1892, y que él firmó como Delegado del Partido Revolucionario Cubano, y Gómez como General en Jefe electo del ramo militar, le expresó a este: “Yo ofrezco a Vd., sin temor de negativa, este nuevo trabajo, hoy que no tengo más remuneración que brindarle que el placer de su sacrificio y la ingratitud probable de los hombres” (Ep. III, 209). Define la misión militar de Gómez con términos particularmente sembradores: nuevo trabajo.

Sin poder añadir todo lo que aquel encuentro merece, apúntense al menos algunos elementos extraídos de “El general Gómez”, semblanza que Martí publicó en Patria el 26 de agosto de 1893, semanas antes de la que el 6 de octubre le dedicó a Maceo (O.C.,IV, 445-451 y 451-454, respectivamente). Las dos se iluminan y enriquecen entre sí.

Recordando sus horas cerca de la familia de Gómez, describe Martí un hogar al que “no llega ninguna de las envidias y cobardías que perturban el mundo”. Francisco, que aún no rebasaba la adolescencia, ardía en deseos de participar en la lucha armada (en la que moriría heroicamente el 7 de diciembre de 1896, junto a Maceo). Otro hijo, Máximo, más joven, “se ha leído toda la vida de Bolívar, todos los volúmenes de su padre”, y “prefiere a todas las lecturas el Quijote, porque le parece que ‘es el libro donde se han defendido mejor los derechos del hombre pobre’”.

Lo descrito en la semblanza lo ratifica en la carta del 3 de marzo de 1894 donde le habla a Gómez acerca de Francisco y Máximo: “Ellos dos me entienden bien: esas dos nobles criaturas: y Manana y Clemencia” (Ep., IV, 69). Clemencia, también muy joven, era la mayor de la prole, y se dirigía a Martí como “tu hermana”, expresión del afecto mutuo que se profesaron. El 3 de noviembre del mismo año Martí le escribe a Gómez: “¿Y mi Pancho? ¿Y Clemencia que me parece mía?” (Ep., IV, 317).

A ella le dedica en su álbum de autógrafos juicios como este, que es frecuente citar: “El que piensa en pueblos, y les conoce la raíz, sabe, Clemencia, que no puede ser esclavo el hombre que vea centellear en tus ojos el alma heroica de la patria, ni el pueblo que tiene de raíz una casa como la tuya” (O.C.,V, 21).

Para Martí, la familia forjada por Gómez y su abnegada compañera cubana, Bernarda Toro, Manana, encarnaba una profunda fe de vida, raigalmente distinta de herencias versallescas que en el mundo han sido letales para proyectos revolucionarios. Esa fe de vida la sintetizó al reseñar en la citada semblanza un homenaje ofrecido a Gómez y a él en tierra dominicana.

De ese hecho recuerda: “Y como en la sala de baile, colgado el techo de rosas y la sala henchida de señoriles parejas, se acogiese con su amigo caminante a la ventana”, frente a la “que se apiñaba el gentío descalzo, volvió el General los ojos, a una voz de cariño de su amigo [el propio Martí], y dijo, con voz que no olvidarán los pobres de este mundo: ‘Para estos trabajo yo’”. Lo que Martí agrega, subraya la identificación –hermandad– entre él y Gómez.

Pero eran muchos los obstáculos contrarios a la revolución, y Martí sabía que su presencia en ella era necesaria. No asoma en sus textos disposición alguna a quedarse en el extranjero como auxiliar de la revolución. Tenía decidido estar presente en campaña atendiendo cada detalle y enfrentando peligros, aunque no fueran más (ni menos) que los afincados en discrepancias sobre cómo conducir la contienda y sentar desde ella las bases para la República futura.

Los criterios sobre su lugar en la guerra serían diversos –los bienintencionados venían de quienes deseaban cuidar su vida–, pero él sabía cuál era ese lugar. No se trataba de mostrarle a nadie su capacidad para desenvolverse en campaña –capacidad con la que asombraría al mismo Gómez–, sino de cuidar también con su desvelo, y con su ejemplo, el proyecto de emancipación por el que tanto había bregado, y bregaría.

En 1895 la publicación de una noticia falsa –que ya él y Gómez habían llegado a Cuba, cuando aún estaban en tierra dominicana– pudo servirle para calzar, por encima de cualquier otro criterio, su decisión de arribar a la Isla. Pero esa noticia no fue la causa de que lo hiciera. No lo guiaba lo que cierta invidencia posmoderna puede asumir como levedad, sino la densidad de su sentido misional de la vida. De él vale decir lo que un amigo sabio le dijo al autor de este artículo acerca de Fidel Castro, cuando aún vivía: “Para él no existe lo aleatorio y, si existe, lo convierte en programa”.

Tampoco había en Martí vocación suicida. Era muy alto y claro su sentido de responsabilidad para permitirse interrumpir su misión con un paso de esa índole. En su a veces mal leída carta del 25 de marzo de 1895 a Federico Henríquez y Carvajal no expresa vanidad alguna, sino conciencia de lo que peligra, al decir: “Yo alzaré el mundo. Pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir, callado. Para mí, ya es hora. Pero aún puedo servir a este único corazón de nuestras repúblicas”.

Servir a Cuba, a nuestra América y al mundo

Pero tras pero, traza todo un programa: no era hora de morir, sino de vivir, y eso incluía morir dignamente, si llegaba el momento. El aún puedo servir no se presta a dudas: su misión revolucionaria era valiosa para nuestras repúblicas, no solo para Cuba. La explicación que añade, remite a otros textos suyos conocidos: “Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo. Vea lo que hacemos, Vd. con sus canas juveniles, –y yo, a rastras, con mi corazón roto”.

Era demasiado grande lo que se decidía, para que le fuera indiferente llegar a Cuba o permanecer lejos de ella. Que a Henríquez y Carvajal le escriba: “De mí espere la deposición absoluta y continua” (Ep., V, 118), lo explica el haber contribuido él mismo decididamente a que la revolución no tuviera una dirección caudillesca.

A ese fin contribuyó en la paz el Partido, y se haría en campaña la asamblea que planeó para crear la dirección de la República en Armas. Con esa guía desembarcó en Cuba por La Playita de Cajobabo, junto a Gómez y sus cuatro compañeros, a quienes dejó lejos de la costa en noche tormentosa el carguero alemán Nordstrand, cuyo capitán cobró dinero en efectivo y un fondo de garantía por el servicio.

Con el desembarco en Cuba finalizaron una ardua y peligrosa travesía por otras tierras y mares de las Antillas, donde los revolucionarios –cubanos y dominicanos– hallaron apoyo solidario, como el que les ofrecieron “el buen David, de las islas Turcas”, que los acompañó en parte del recorrido, y el cónsul de Haití en Gran Inagua, M. B. Barbes, que les extendió los pasaportes (Ep., V, 161), documentación con nombres falsos.

Era consciente de que la revolución debía vencer grandes escollos. Pero, si en 1884 se mantuvo firme en su discrepancia con Gómez, ¿cómo iba a renunciar a su firmeza en 1895, cuando tenía la autoridad política alcanzada con años de labor revolucionaria? Su resolución la ratificó en campaña el 5 de mayo de 1895, en La Mejorana, al tener con Antonio Maceo la discusión sobre la cual se han vertido las que Manuel Isidro Méndez llamó “suposiciones impropias” y “versiones infundiosas”.5 El Diario de campaña de Martí –en particular la reseña, que aquí se citará, de aquel día– y otras fuentes fiables, como el Diario de Gómez, ofrecen luz sobre los hechos.

Punto candente del debate fue la formación del gobierno para la República en Armas. Sobre todo por motivos como las malas experiencias con la cámara republicana creada en 1869 en Guáimaro, Maceo reaccionó contra el civilismo que creía ver en Martí, y propuso “una junta de los generales con mando, por sus representantes, –y una Secretaría General:–la patria, pues, y todos los oficios de ella, que crea y anima al ejército, como Secretaría del Ejército”. Martí lo testimonió en su Diario de campaña, y plasmó asimismo su respuesta: “Mantengo, rudo: el Ejército, libre,–y el país, como país y con toda su dignidad representado” (O.C.,XIX, 228 y 229).

La elección del 10 de abril para proclamar el Partido en 1892 no fue un mero hecho fortuito: el Martí que había señalado errores de la República de Guáimaro, y que no aprobaría los excesos civilistas que contribuyeron al estancamiento de la revolución, también sabía necesario cultivar la civilidad –no civilismo– abonada por aquella República.

En campaña, su asimilación de las luces y las sombras de ese legado se expresaría en el empeño por dotar a la Revolución de un ejército con la debida libertad de acción militar, para una patria también libre. El propio Maceo, poco más de dos meses después de su intemperancia en La Mejorana, le escribió a Bartolomé Masó el 14 de julio: “si bien es verdad que a la llegada del general Gómez y Martí creí un lujo prematuro la formación del Gobierno, también lo es el que lo crea hoy de imperiosa necesidad como prestigio y conveniencia de la Revolución ya desenvuelta; hecho que pide toda la gente de esta provincia” (cit. por Méndez).

En la víspera de su muerte en combate Martí ratificó que iba hacia la celebración de la asamblea en que se debía crear el gobierno, y que él concibió en los términos más democráticos posibles para las circunstancias de la guerra. En su interminada carta póstuma a Mercado escribió: “seguimos camino, al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debe renovar, conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”.

A esa asamblea –no a ninguna autoridad individual– le reconocía la facultad de decidir qué lugar debía ocupar él, qué funciones desempeñaría quien había sido el Delegado del Partido Revolucionario Cubano, y cuál sería el destino de esa organización, que había sido fundamental en los preparativos de la guerra.

De ahí que le escriba a Mercado: “Por mí, entiendo que no se puede guiar a un pueblo contra el alma que lo mueve, o sin ella, y sé cómo se encienden los corazones, y cómo se aprovecha para el revuelo incesante y la acometida el estado fogoso y satisfecho de los corazones. Pero en cuanto a formas, caben muchas ideas; y las cosas de hombres, hombres son quienes las hacen”.

De un modo que recuerda lo que le había expresado a Henríquez y Carvajal, añade: “Me conoce. En mí, solo defenderé lo que tenga yo por garantía o servicio de la revolución. Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad.–Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí, o a otros” (Ep., V, 251-252).

Así se pronuncia el revolucionario que en las Bases del Partido había fijado la voluntad de no perpetuar en la Cuba independiente, “con formas nuevas o con alteraciones más aparentes que esenciales, el espíritu autoritario y la composición burocrática de la colonia”. La meta era “fundar en el ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del hombre, un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud” (O.C.,I, 279).

Causa común con los oprimidos

No se habrá repetido demasiado que, tanto en lo interno cubano como en el contexto mundial de entonces –y no solo de entonces–, se debe apreciar el valor de los calificativos presentes en “un pueblo nuevo y de sincera democracia”. Con ellos Martí ratificaba la actitud transformadora con que dirigía los preparativos de la contienda y trazaba las perspectivas que debían guiarla.

Mucho se ha especulado en torno a la asamblea, pero nada desmiente la resolución expresada por Martí en su carta póstuma, en la que da por sentado que iba hacia esa reunión. Y, si de especular se trata, cabría preguntarse a quién habría elegido para la máxima autoridad de la República en Armas la “asamblea de delegados del pueblo cubano visible”. ¿No habría elegido al líder que había sido fundamental en los preparativos de la guerra, y a quien, en expresión de apoyo y respeto, llamaban Presidente las masas a las que él enardecía con su palabra en los campos de Cuba?

Que ante discrepancias resumidas en su Diario de campaña, dijera que ese título no estaba bien ni en él ni en nadie, no sugiere que rehuiría la tarea concentrada en el título. Piénsese en su originalidad –todavía hoy ejemplar, y atendible– para replantear cargos y títulos. Si para el máximo dirigente del Partido Revolucionario Cubano escogió Delegado, ¿no habría procurado que se hiciera algo similar para los cargos de la República en Armas?

En cuanto a contradicciones, si desde 1884 las hubo de distintos modos y por etapas entre él, Gómez y Maceo, fue porque los tres permanecieron vinculados en la vanguardia revolucionaria. Él mantuvo su afán de fundar en Cuba –repítase– “un pueblo nuevo y de sincera democracia”. Para eso buscaba librar a la sociedad cubana tanto de peligros que venían del exterior como de los internos. Y decidió llegar –él también en una cáscara o en un leviatán– a la guerra cuya orientación sabía necesario cuidar de cerca.

Entre alusiones a su entrevista en campaña con el corresponsal de The New York Herald, en la carta póstuma a Mercado impugna “la actividad anexionista, menos temible por la poca realidad de los aspirantes”, y a “la especie curial, sin cintura ni creación, que por disfraz cómodo de su complacencia o sumisión a España, le piden sin fe la autonomía de Cuba, contenta solo de que haya un amo, yanqui o español, que les mantenga, o les cree, en premio de su oficios de celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos de la masa pujante,–la masa mestiza, hábil y conmovedora, del país,–la masa inteligente y creadora de blancos y de negros” (Ep., V, 250-251). También por eso afirma que todo cuanto había hecho, y haría, era para impedir la expansión de los Estados Unidos.

Lamentablemente, el gobierno de la República en Armas se constituyó sin la presencia de quien había expresado su identificación con los pobres de la tierra. Su muerte privó a Cuba del guía que habría tenido también para ella la claridad con que en “Nuestra América” (1891) sintetizó un ideal incumplido en las repúblicas que se habían instaurado en la región: “Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores” (O.C.,VI. 19).

Por muchas razones él y su pensamiento perduran, y ninguna oscuridad podrá ocultar su vigencia. Al rendirle homenaje por la tragedia del 19 de mayo de 1895 se piensa, sobre todo, en el 28 de enero de 1853, comienzo de una vida que no cesa. Que no cesará.


NOTAS BIBLIOGRÁFICAS

1 Para mayor fidelidad textual las cartas de Martí se citan por su Epistolario [Ep.], La Habana, 1993; los tomos se indican con números romanos, y con arábigos las páginas.

2 Otros textos de Martí se citan por sus Obras completas [O.C.], La Habana, 1963-1966 (con reimpresiones), y los tomos y las páginas se indican también con números romanos y arábigos, respectivamente.

3 Ese discurso, para cuyo tratamiento falta aquí espacio, lo trato en “Leer la Lectura”, texto incluido en mi libro Ensayos sencillos con José Martí, La Habana, 2012, pp. 4-23.

4 Al tema he dedicado, entre otros acercamientos, “José Martí y Máximo Gómez: en el camino de la hermandad”, José Martí, con el remo de proa, La Habana, 1990, pp. 156-182, y “José Martí: una carta programa”.

5 La edición más reciente del texto de Méndez (Acerca de “La Mejorana” y “Dos Ríos) se halla en José Martí. Valoración múltiple, La Habana, 2007, t. 1, pp. 177-189; las citas empleadas se hallan en pp. 188, 189 y 183, respectivamente. En torno al tema abundo en “Sobre la presencia de Antonio Maceo en el Diario de campaña de José Martí”, Ensayos sencillos…, cit. en n. 2, pp. 44-63.

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