«Escribir se acompaña del placer de compartir mi alma»

AUTORA: Diana Mesa Levy (La Habana, 1969)

Adoro la literatura porque es siempre un viaje al descubrimiento. Y escribir es para mí un reto a la imaginación que se acompaña del placer de compartir mi alma

Doctora en Estomatología y especialista de I y II grado en Prótesis Estomatológica. Tiene publicado el libro de texto: “Implantología Dental, Selección de tema” (Editorial Ciencias Médicas, 2010).

A partir del 2016 decidió seguir su pasión por la literatura y la escritura creativa. En esta nueva etapa asistió a varios cursos de Técnicas Narrativas, los que enriqueció en el Laboratorio de escritura “Encrucijada”: un entrenamiento literario de la mano de la escritora Elaine Vilar Madruga.

Desde esa fecha ha presentado sus creaciones a concursos y revistas para su publicación. Ha sido premiada en certámenes nacionales y publicada en Konrad Herederos del Kaos, Entre Lusco y Fusco, Trinando, entre otras, y en antologías internacionales como “Ellas VI”, “Flores que se abren de noche”.


Presunción

Lo miraste a través del cristal y supiste que no te enfrentabas a un delincuente cualquiera. Lo observaste sentado en el cuarto de interrogatorio mientras pensabas en cómo enfrentarlo y sacarle la verdad sin que te envolviera en sus mentiras. El hombre estaba demasiado quieto. Solo sus ojos, muy abiertos, miraban a su alrededor. Sentiste miedo de tanta frialdad. Recordaste a las pobres víctimas y no pudiste evitar el escalofrío que recorría tu espalda. Por primera vez en tu carrera de policía quisiste que el caso se lo dieran a otro y no tener que lidiar con aquel monstruo. Pero te dijiste “No”. Te armaste de valor y confiaste en tu instinto, el que nunca te abandonó, y decidiste ir a por él.

Entraste a la habitación entre una mezcla de ira y curiosidad. Más de cerca observaste que su ropa era cara, de buen gusto. “Ahora falta que sea universitario”, pensaste mientras te acomodabas en tu silla y tratabas de no mirarlo a los ojos. Fuiste directo a lo que te interesaba.

― ¿Usted sabe por qué está aquí?

― ¿Yo? No tengo idea. Unos policías me arrastraron cuando iba a salir para el trabajo y nadie me ha dado ninguna explicación. ¿Necesito llamar a mi abogado?

― ¿Necesita? ―repetiste y esta vez lo miraste a la cara.

― No, hasta ahora no, creo…

― ¿Cuándo me van a decir qué es lo que pasa?

― Le voy a decir. A usted se le ha traído como sospechoso de las muertes de varias personas…

― ¿Yo? ¡No, yo no he matado a nadie! ¡Se lo juro! ¿Por qué usted supone que yo he matado a alguien? ―gritó el hombre, revolviéndose en el asiento.

Entonces fue que te pudiste relajar. Lo viste indefenso, descontrolado y ya tú habías visto esa reacción en más de uno que se hacía el inocente. Disfrutaste verle la frente sudorosa, las manos moviéndose una dentro de la otra, la cara pálida y hasta la mirada esquiva. Él se volvía trasparente para ti; había dejado de ser una presunción y se convertía en una certeza: aquel hombre era el asesino. Una leve sonrisa se asomó en una de tus comisuras, pero enseguida volviste a tu cara de intimidación. Lo miraste serio a los ojos para imponerte ante él.

Escogiste las palabras, preguntaste lo preciso, lo pusiste en dudas y por momentos casi lo hiciste confesar. Te entusiasmaste con su declive y no dejaste de presionar, de ponerlo contra la pared. Solo que él era tan listo como tú. Ambos sudaron en aquel baile de tensiones que no parecía tener fin.

El tiempo no tuvo importancia. Las manecillas de tu reloj mostraban que las horas avanzaban, mas luchaste contra el cansancio, el hambre, todo hasta que te dijera la verdad. Quisiste arrancárselo a como diera lugar, darle un par de trompones en plena cara… Al final se salvó que te contuviste.

Entonces, después de casi doce agotadoras horas en el que te repetiste una y otra vez, le mostraste las fotos de las jóvenes asesinadas y las evidencias de su culpabilidad, y hasta un poco lo torturaste psicológicamente; fue que viste en el fondo de sus ojos que aquello que creíste era la frialdad de un asesino en serie, era solo su inocencia.


La maqueta

Peter Smith nunca imaginó vivir en Manhattan, trabajar para una firma de renombre internacional y, menos aún, poder darle a su hijo una vida sin limitaciones. Sí, él nació en la pobreza, tuvo que luchar contra muchos obstáculos y ni contar de los sacrificios en alcanzar su sueño, pero al fin lo lograba. Mientras miraba orgulloso su nueva residencia recordó que él, un arquitecto que nadie conocía, nacido y criado en Texas, había sido seleccionado como único ganador de aquella convocatoria y allí estaba su mayor premio: ¡vivir en Nueva York!

Aquel concurso parecía destinado a él, como si supieran sus habilidades, como si sus plegarias fueran escuchadas al fin. La espera de los resultados se le hizo eterna y los pensamientos fatalistas lo acecharon sin lástima. Gracias a su mujer, Mariam, la esperanza no lo abandonó. Apenas lo podía creer cuando frente al email leía su victoria. Agradeció a todos, en especial a Dios y casi no lo festejó. Necesitaba comprobar primero que nada era mentira. Hizo las maletas y con Mariam y Leo, su hijo de nueve años, se mudó a la capital del mundo.

Con la familia a cuestas se presentó Peter en la firma que auspiciaba el concurso. Mientras Mariam y Leo esperaban en el lobby del imponente edificio, el joven arquitecto fue a ver al director de la compañía. El recibimiento fue mayor de lo que esperaba y las felicitaciones casi lo aturdieron. Aplausos, trofeo y hasta un ramo de flores le confirmaron que había sido el ganador. Le extrañó que no fuera en una ceremonia pública o que al menos su familia estuviera allí con él. Aunque lo importante era que el trabajo era suyo y enseguida el jefe se enfocó en eso. Le explicó las aspiraciones de la empresa con él y le elevó la autoestima a tal punto que Peter tuvo la sensación de que todo era irreal.

―Sr. Smith, el futuro de la Firma con sus aportes nos llevará al número 1 y la competencia nos odiará de verdad. Le agradezco nuevamente su presencia aquí y a la salida una persona los llevará a su nuevo domicilio que ya está listo, esperándolos ―dijo el sr. Ross con una sonrisa en el rostro mientras se levantaba de su asiento para acompañar a Peter hasta la puerta―. Solo una cosa más… en el comedor, a uno de los costados de la mesa, hay un aparador de madera en el que encontrarán un adorno algo peculiar. Es una maqueta de la casa en que van a vivir. Le pido, y no es de favor, que no la toque. Cuando digo que no la toque, es que no se limpia, no se mueve, no se arregla… o cualquier situación que pueda modificar el estado en la que está ahora mismo. Si estamos bien con ese detalle, la casa es toda para ustedes.

―Disculpe, Sr. Ross. ¿Es alguna reliquia familiar? ―preguntó Peter intrigado.

―Sí, algo así. Usted solo tenga en cuenta mis indicaciones y todo estará bien ―dijo el sr. Ross intentando volver a sonreír mientras lo dejaba partir.

Peter y Mariam se sentían como si hubieran ganado la lotería, así que no le dieron la mayor importancia a la prohibición. Con el puesto él tendría prestigio profesional, el mejor de los salarios y, además, vivirían sin tener que pagar renta en una casa de la compañía ubicada en una de las zonas más exclusivas de la ciudad. Y la podían vivir hasta que ellos pudieran tener la suya propia.

Sin embargo, a Mariam le preocupaba que Leo no se adaptara tan fácilmente al nuevo lugar. El niño no había quedado satisfecho con el simple no se puede del jefe de su padre, algo le decía que había más. Él era inteligente, curioso, sensitivo, capaz de percibir vibras, y hasta escuchar sonidos imperceptibles a los oídos comunes. Por lo que al llegar frente a la casa no le fueron indiferentes las energías negativas que lo recibieron. Sin explicar sus razones, inicialmente se resistió a entrar.

Los adultos no iban a perder la oportunidad de sus vidas por el capricho del hijo, y menos aceptar o creer “las historias” de este. No lo obligaron; sabían que en terquedad nadie le ganaba, por lo que buscaron convencerlo con la promesa de que estarían allí por poco tiempo. Leo no les creyó, no obstante, prefirió complacerlos, no solo porque veía que era importante para sus padres, sino para descubrir el origen de sus inquietudes.

No imaginó que la tarea sería tan fácil. Apenas entró a la casa, unas intensas fuerzas lo llevaron frente a un objeto que encontró en lo que sería el comedor. No entendió por qué aquello le causaba tanta angustia. Nada tenía de extraordinario. Su papá era arquitecto y él sabía que era solo una maqueta de la casa donde vivirían. Solo que era demasiado igual y a diferencia de los otros objetos sobre el aparador, no tenía sobre sí ni una mota de polvo. Así que, mientras sus padres terminaban la mudanza, a él se le fueron las horas delante de la maqueta con el cuello estirado y los ojos hacia arriba intentando descifrar cuál era el misterio y el por qué aquel ordinario objeto lo atraía tanto. Le asombraba ver que los demás no percibieran la incómoda energía que de este emanaba.

Los días se sucedieron y la vida se reinició. Peter comenzó en la Firma y Mariam se dedicó a terminar de ordenar antes de buscar un trabajo y una escuela para el niño. Leo se fue acostumbrando a la maqueta, a pesar de no dejar de dedicarle atención. Los padres le observaban su mirada seria, concentrada, y no sabían si preocuparse o reír al verlo en actitud de adulto; eligieron pensar que su hijo terminaría por habituarse y la vería como lo que era: un adorno más, sin gracia ni importancia.

Entonces una noche, casi diez días después, Leo despertó abrumado por unos susurros que le semejaban gritos de auxilio. Tras escuchar atentamente no tuvo dudas de que alguien clamaba por ayuda. Durante varios minutos se preguntó qué hacer. Aquel sonido, que parecía irreal, lo erizaba y lo llenaba de temor. Tapó sus oídos con la almohada e intentó dormir… las voces lo atormentaban demasiado. Decidió ir a investigar. 

Se calzó las pantuflas y, con sigilo, abrió la puerta de su cuarto y observó el exterior. Con el corazón tañéndole en el pecho, descendió al piso inferior. Algo lo guiaba hasta el objeto que tanto odiaba.

Al llegar a la maqueta la miró con detenimiento. Una vez más la altura en que estaba ubicada, más la oscuridad de la habitación, le impedían su propósito. Arrastró la silla más cercana y se encaramó. Ya más cerca se esforzó por detallarla. Sus ojos procuraban atravesar las falsas ventanas sin resultados. Unos segundos después, le pareció ver que algo se movía adentro de la casa de cartón. ¿O fue su imaginación? Con el susto apretando más intenso en su pecho prefirió pensar que estaba alucinando.

Tenía que asegurarse. Volvió al piso y buscó en la cocina algo para alumbrar. Con una linterna en la mano retornó a la silla. Siempre cuidando no caerse o tocar la maqueta, enfocó la luz al interior y observó con detenimiento.

La sorpresa casi lo hace caer. Con un grito atorado entre sus dientes vio que en los cuartos superiores había personas. “No puede ser, no puede ser. Creo que estoy soñando, esto no puede ser real…”, pensó azorado…

Sí, ¡eran personas y estaban vivas! Se bajó y corrió al cuarto de sus padres. Entró, se subió a la cama y los llamó a gritos.

―Mami, papi, despiértense, ¡no saben lo que he visto! Tienen que verlo. ¡Vamos conmigo abajo…!

Asustados por el alboroto, mientras hacían por desperezarse, hablaron a la vez:

―Hijo, cálmate, no te entendemos. Habla despacio.

―No me van a creer: dentro de la cosa fea del comedor hay gentes vivas…

― ¡Vamos, Leo, han de ser ideas tuyas! Deben ser muñecos puestos allí, como las casitas de muñecas ―se le ocurrió a la madre.

―Ya sabía que no me creerían. Nunca me creen, ustedes… Vengan, véanlo ustedes mismos. ¡Hay que a sacarlos de allí!

― ¿No la habrás tocado, verdad? ―saltó Peter preocupado al recordar la advertencia.

―Bueno, yo le pasé un plumero hoy y todo estuvo bien… Tengo que acabar de sacar un turno con el psicólogo o Leo nos va a volver locos a todos ―dijo Mariam tan bajo que su esposo e hijo no la oyeron pues ellos ya se dirigían al comedor.

Ella quedó rezagada. No creía en la historia de su hijo; estaba segura de que todo era imaginaciones del pequeño. Así que se tomó unos segundos antes de salir del cuarto. Ya lista para bajar las escaleras, un sonido como del quiebre de una madera atrajo su atención. Buscó a su alrededor sin ver nada.

El sonido se repitió y supo que venía de arriba. Levantó la cabeza intrigada y entonces vio que en una de las esquinas del techo había una fisura. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. “Qué raro, eso no estaba ahí. Por si acaso, mañana mismo la mando a reparar”, pensó mientras apuraba el paso y llegaba junto a su marido e hijo.

Al ver a su madre junto a ellos, Leo les explicó lo que había hecho y en dónde estaban las supuestas personas. Peter y Mariam lo miraron con condescendencia. No obstante, tenían que demostrarle al niño que su imaginación le había jugado una mala pasada. El padre se subiría a la silla y desde arriba, con el celular, grabaría la maqueta por dentro. 

Primero acomodó la silla, asegurándose de que quedara separada del aparador; no quería tocar el objeto ni por casualidad. Al poner un pie sobre el asiento el corazón le empezó a latir con fuerza y, sin saber por qué, tuvo el presentimiento de que aquello no terminaría bien. Ya sobre la improvisada escalera, antes de grabar, encendió la luz del teléfono y enfocó el haz a través de una abertura que encontró en el techo de la maqueta y sí, ¡los vio!, la sorpresa se convirtió en alarma al parecerle ellos cercanamente familiar.

El cuerpo se le estremeció; no encontraba ninguna lógica de cómo habían llegado hasta allí. Cerró los ojos un segundo, respiró profundo, y pensó en lo que veía. No eran muñecos, se movían, eran reales y estaban vivos. ¡No podía ser! Optó por volver a mirar. Encendió la cámara del teléfono y la puso a grabar. Luego, tras enfocar la luz nuevamente, intentó hacer un zoom al interior de la maqueta y se acercó… No supo qué le sucedió. De repente, sus ojos perdieron la referencia, se desestabilizó y sintió que algo lo atraía hacia la casa en miniatura. Luchó por mantener la distancia en vano. Sin poderlo evitar, se vio caer. Un grito se le desprendió de la garganta y en cuanto sus manos tocaron las falsas paredes, con un destello, desapareció.

Mariam y Leo quedaron encandilados. Un segundo después, al recuperarse, se miraron en busca de una explicación. No entendían qué había sucedido y, sobre todo, ¿dónde estaba Peter? El niño empezó a llorar sintiéndose culpable, mientras la madre aparentaba tener la situación bajo control.

―No, hijito, calma. Estoy segura que a tu papi no le ha pasado nada. Creo que ha caído dentro de la maqueta. No sé cómo, debe estar junto a las personas que dices tú hay adentro. Yo me voy a subir en la silla para ver y te digo, ¿sí?

Asustada hasta morir, a Mariam le tocó su turno de subirse a la silla. Con las manos sudorosas dirigió la luz de la linterna hacia el interior de la maqueta. Poco faltó para tener el mismo destino de su marido. El ver a Peter inexplicablemente dentro del objeto la hizo tambalearse. Gracias a Leo, que la retenía por las piernas, no cayó. Recuperada del susto fue presa de una risa nerviosa, Peter le recordaba el cuento de Gulliver en el país de los gigantes. “Sería gracioso si no no fuera porque es aterrador”, pensó mientras se esforzaba en controlarse. Entonces, y sin tener la certeza de que él la escuchaba, le gritó al hombre que buscaría cómo sacarlo de allí.

Finalmente, con ayuda de Leo, descendió. Luego de unos segundos que necesitó para recuperar el aliento, le contó al hijo que había visto al padre y a dos personas más.

―No sé qué vamos a hacer. Nunca he visto algo así y estoy preocupada. Me pregunto cómo sobreviven sin comer o tomar agua; todo es muy inexplicable ―dijo ella antes de echarse a llorar.

―Mami, no te preocupes, que papi está bien. A lo mejor es solo un sueño en el que estamos todos.

―No, hijo, no es un sueño y tenemos que ayudarlo, ahora… ―Mariam tenía ganas de gritar. El miedo y la impotencia le hacían temer lo peor. ―Voy a buscar a la policía, al dueño de la casa, no sé, alguien tiene que sacarlo de ahí.

―Ya no oigo los gritos, mami; parece que papi los calmó.

―Mejor. ¡Vamos por ayuda! ―le dijo a Leo y le agarró una mano para salir de la casa.

Sin embargo, una nueva sorpresa los esperaba en la sala. La puerta y las ventanas habían desaparecido, en su lugar solo se veían unos trazos en la pared. Mariam sintió terror. “¿Qué es esto? ¿Qué está pasando?”, se dijo llorando. Entonces, el niño le gritó:

― ¡Mami, mira, hay una luz arriba! Alguien nos viene a rescatar…

Corrieron escaleras arriba. Al llegar al piso superior vieron que una luz se colaba por el techo. La fisura se había convertido en un gran hueco. Levantaron los brazos y gritaron:

― ¡Auxilio! ¡Sáquennos de aquí!

La luz se apartó y vieron la cara de Peter asomarse por la abertura.

Confundidos, dieron un paso atrás. No oían al padre, solo lograban ver que los labios se le movían. Reanudaron los gritos en el mismo momento que el rostro de Peter y la luz comenzaban a tambalearse. De repente, un flash los cegó y, ante el espanto de ellos, lo vieron precipitarse del techo y caer.

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