Desde el siglo XIX los habitantes de La Habana se empeñaron en ampliar el entramado urbano y en pasarla lo mejor posible
Podríamos pensar que antes de 1850 en la otrora villa de San Cristóbal la existencia se reducía al trabajo, la multiplicación de la especie y el aburrimiento; sin embargo, el habanero Luis Victoriano Betancourt (1843-1885) nos muestra un escenario diferente.
Este abogado, poeta, patriota –se alzó en armas por la independencia de Cuba y fue uno de los oradores en la Asamblea de Guáimaro (1869)- escribió artículos costumbristas en los cuales diserta e ironiza acerca del baile, las canciones populares, las modas y sus excentricidades, el juego, la banalidad y el exceso de diversiones, cuando una actitud distinta reclamaba la Patria.
En el volumen Costumbristas cubanos del siglo XIX, Salvador Bueno alaba las crónicas de Betancourt sobre la convivencia diaria en la capital del país. Veamos cómo en una de ellas, “La Habana de 1810 a 1840”, el cronista decimonónico refiere lo escuchado a los ancianos, especialmente a las mujeres, de quienes confía más, pues “todo lo recuerdan y lo cuentan todo”.
Por ello elige las evocaciones de Doña Mónica y Doña Mateíta (nombres y quizás personajes supuestos), damas casi cincuentonas y amantes, en su juventud, de las distracciones. Ambas rememoran los teatros de moda: el Principal y el Diorama. En el primero actuaban Garay, Covarrubias, Hermosilla, Juan de Mata. Entre las actrices, no olvidan a la Alberdi, a Molina y sus tres hijas.
Las dos amigas reviven el placer de haber escuchado óperas interpretadas por Fornasari y por Montressor. Asimismo, mencionan a cantantes y guitarristas, por ejemplo, Goyito, Caneda, Vicente Ramos, Perico Arango.
Según sus remembranzas, eran muy apreciadas las tocadoras de arpa: Virginia Pardi, Pilar Escobar, Justa Valdés. Entre sonrisas cómplices, las señoras repiten los títulos de las canciones que las alegraron o hicieron suspirar cuando eran veinteañeras: El Destino, La Existencia, Vivo en prisión oscura, La maldición, La partida de Alfredo.
Una pregunta a la otra: “¿Te acuerdas de los bailecitos de todas las noches?”. Y de inmediato surgen las referencias a las diversas escuelas de danza: la de Esteban Sánchez, la de Muñoz, “que estaba en San Isidro”; la de Soto y la de Farruco, las cuales se encontraban cercanas al Campo de Marte. En ellas aprendieron las evoluciones de la cadena, la media cadena, el paseo, el cedazo el sostenido, el vals.
Doña Mónica y Doña Mateíta nombran con nostalgia bailes bien curiosos –El forro de catre, Las guachinangas, El mandinga siguato– y aseguran a quien quiera escucharlas: “En nuestro tiempo se bailaba mejor […] La gente de hoy no sabe divertirse”.
Pero Luis Victoriano Betancourt no coincide con que el ayer era superior a su presente (segunda mitad del XIX) en lo tocante al aspecto urbanístico. Y argumenta: “El Hoyo del Inglés, refugio de los muchachos que huían de la escuela, se extendía lleno de manigua por las que hoy son las calles de San Miguel y Águila; los barracones se derramaban por las que después se llamaron Prado y Consulado; y las estancias de Hano y Vega, de Castro Palomino, de Arteaga y otras […] campearon donde se extiende el hermoso barrio de Colón. Todo lo que tenía de poblado intramuros, tenía extramuros de despoblado. Y en estos últimos barrios escaseaban los edificios de mérito, siendo las más de las casas de tabla y tejas, y muchas de guano”.
En cuanto a las horas nocturnas en los arrabales de inicios de la centuria, afirma: “el aspecto de la población no era alegre […] con sus calles oscuras, solitarias y de mal piso, sus dos o tres volantas que casualmente pasaban como asombradas de verse a las ocho de la noche fuera de casa, sus tunales, uveros, maniguas y cercas de tabla por todas partes […] la calle de San Miguel era la de moda para el paseo y si la de San Rafael, tal y como está hoy, hubiera aparecido de repente en aquellas soledades, con los coches, las luces de gas, los transeúntes, con toda esta vida animada que suele alegrar La Habana moderna, habrían huido espantados aquellos habitantes, aturdidos por el estruendo, deslumbrados por la claridad y cogidos por el terror ante tanta vida y animación”.
Tampoco expresa un criterio muy halagüeño sobre los logros intelectuales de la generación a la cual pertenecían sus abuelos. Según expone en la crónica, el silencio y la sombra en torno a ese particular eran más profundos, debido a la falta de bibliotecas públicas, a la escasa calidad de los periódicos, a lo poco y mal que se enseñaba en las instituciones escolares. Sin embargo, no deja de reconocer que en medio de tal páramo surgieron “hombres de inteligencia, de voluntad y de aplicación como salen chispas eléctricas de los cielos tempestuosos y oscuros. Luz, Varela, Caballero, Romay, Govantes, Bermúdez y otros fueron los relámpagos de aquellas tinieblas”.
Este improvisado historiador se ocupa, asimismo, de las ferias que se celebraban decenios atrás en las barriadas de la Salud, San Isidro, el Ángel, la Merced, Jesús María. Y critica el modo de concebir en tiempos idos los velorios; a estos asistían incluso desconocidos, pues a menudo constituían ocasión para pasar un buen rato, conversar, tomar café, comer galletas con queso y hasta jugar a las prendas.
Luis Victoriano Betancourt concluye que La Habana de su época superaba a la de sus antepasados, no solo por contar con bibliotecas, diarios atractivos, un alumbrado público seguro, mayor cantidad de edificios sólidos; igualmente por el uso del telégrafo y el ferrocarril.
Se quedaría pasmado si supiera cuánto ha cambiado la ciudad y cómo valoramos ahora las, para nosotros, limitadas opciones que a él lo entusiasmaban. Pero así pensarán también del actual momento los habaneros del futuro 2124. O al menos en ello radica mi esperanza, porque lo contrario significaría involución en lugar de progreso. Tal cosa sería desoladora. En fin, crucemos los dedos y sintámonos optimistas.