Foto./ Ilustración generada por IA.
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Instrucciones para entender a mamá

¿En qué manual se explica la mejor manera para “darle cuerda” a un bebé con el fin de que se convierta en niño, en adolescente y en adulto de bien?


No sé por qué extraña razón cuando mi hijo pone delante de mí una nueva pregunta a prueba de nervios o lanza sus cuestionamientos sobre el universo, siempre recuerdo uno de mis relatos favoritos de Julio Cortázar: «Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj». Un fragmento del brevísimo texto revela:

«[…] cuando te regalan un reloj, te regalan […] un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo, pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj […]. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa […]  No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj”.

¿Acaso, cuando se tiene la certeza de que un bebé comienza a crecer dentro de una, con la felicidad de su llegada a nuestro mundo, a la nueva familia, nos estarán regalando también la inquietud? ¿Todo andará bien allá muy dentro del vientre?, nos preguntaremos. ¿Cómo haremos para criarlo y alimentarlo bien, para educarlo? ¿Por qué escarpados caminos se llega a ser “buena madre”?

Cuando compruebas que estás embarazada y decides darle la bienvenida al pequeño nuevo ser, estás asumiendo como “regalo” la obra biológica de la naturaleza, esa envoltura a la que llamamos vida, que hay que conservar saludable y hacerla crecer. ¿Cómo se logra tal cosa? ¿En qué manual se explica la mejor manera para “darle cuerda” a un bebé con el fin de que se convierta en niño, en adolescente y en adulto de bien? No hay instrucciones válidas que podamos emplear al pie de la letra, cual receta de cocina.  

Al principio, como sucede con el reloj de Cortázar, las madres creemos que el bebé es nuestro, que dependerá de nuestra cuerda para siempre, y nos aferramos a su respiración, a su llanto, a su gorjeo, a su risa… Pensamos que será así toda la vida y, aunque nos encarguemos de mostrarle a atarse los zapatos, a peinarse y a comer sin nuestra ayuda, y hasta cruzar la calle a solas, siempre nos sorprenderá el día en que la pequeña criatura nos suelte de la mano porque quiere llegar sola a la escuela. Incluso, puede ser que, discretamente, se frote la mejilla porque el beso rojo de mamá le parece ahora cosa de niño pequeño antes de alejarse entre el grupo de chiquillos.

A veces nos cuesta “digerir” que nadie nos ha regalado un bebé, que la criatura no es nuestra, y que apenas nos la han permitido cuidar por cierto tiempo, hasta que sea capaz de batir alas y emprender su propio camino. Nos cuesta comprender que no nos han obsequiado un bebé, que somos nosotras el regalo, envuelto en el cariño materno, en la nana tarareada, y luego en los consejos de “la vieja”.

Qué tarea difícil la de gestar, alimentar y formar seres para habitar el mundo. Porque una vez que la alarma de una madre es activada, aunque lo niegue o se resista, estará ahí para siempre, aunque sea ya muy ancianita y existan hijos de los hijos de sus hijos. Por eso hay madres insoportablemente regañonas, cuidadosas de los golpes y de la comida chatarra, preocupadas por los peligros ocultos detrás de las pantallas y recelosas de los amigos y de las parejas de sus hijos… Por eso hay madres temerosas, guerreras, valerosas, abrumadas, cansadas, satisfechas, soñadoras… Madres humanas.

A veces bromeo con mi pequeño: “Mamá lo sabe todo, y lo que no, se lo imagina”, le digo. En realidad, antes de convertirnos en madres, poco sabemos sobre lo que nos aguarda, sobre lo que será correcto o no. Luego, tampoco. Pocas son las certezas. Cada descubrimiento es un aprendizaje; cada golpe, una huella. Las historias de “maternaje” tienen tantos hilos de los que halar para ser contadas que podrían escribirse millones de novelas, desde las más felices hasta las más tristes. Por eso, entre tantos matices, me gusta pensar que un hijo es, entre tantas cosas, esa oportunidad de releer la vida con una mezcla de picardía e inocencia, con una nueva visión; tal y como lo revela uno de nuestros tantos diálogos desde que mi chiquillo comenzó a hablar.

El amor es lindo —le dije un día, quién sabe ahora con qué motivo.

Sin pensarlo mucho, él respondió:

“Y muy probiótico”.

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