Por Vladia Rubio
(Publicada originalmente en la edición impresa de Bohemia del 8 de abril de 2011)
—No, ya tengo uno —le expliqué a la anciana que, desde una esquina del amanecer, me ofrecía almanaques de bolsillo.
—Mi´ja, solo te va a costar las gracias.
En tiempos en que a veces hasta la sonrisa o un vaso de agua cuestan mucho más que las gracias, tan extraña insistencia me hizo detener el camino rumbo al trabajo, para sumergirme en interesantísimo diálogo con la abuela que regalaba almanaques.
Luego de colocar entre mis manos su obsequio, casi con la misma previsión y ternura con que otras abuelas ponen la merienda en el bolsillo del nieto, me comentó que alguien le había dado muchísimos y “yo para qué quiero controlar tanto las semanas y los meses, si el tiempo me sobra”.
Había decidido, contó en el tono de las revelaciones importantes, regalarlos a todo aquel que se encontrara “porque hay quienes sí lo necesitan, y mucho; aunque algunos apenas se den cuenta”.
No era una afirmación cualquiera. En sus ojos azulísimos, que de tan vivos parecían ajenos entre el crucigrama de arrugas, creía asomarme a un agua honda y sabia donde reflotaban más palabras no dichas que las pronunciadas.
Y si Subiela, el conocido director de cine argentino, decidió en la segunda parte de El lado oscuro del corazón, que al tiempo lo encarnara un misterioso motociclista, siempre cubierto el rostro por el casco y con la voz saliéndole como de un pozo, a mí se me antojó que aquella abuela con espejuelos, jabita al hombro y un haz de almanaques en la mano, bien que podría ser otra magnífica representación de esa escurridiza e invocada entidad. Con su aparentemente liviana sentencia estaba alertando sobre cuán decisivo era cuidar de nuestro tiempo, para impedir luego ese desasosiego infinito que nos vence al volver la vista atrás haciendo recuento de la jornada o del año, y comprender que lo hemos malgastado sin posibilidad de segunda convocatoria.
Apresados en aquel breve rectángulo de cartón, la señora estaba regalando días, semanas, meses, convertidos en dócil rebaño y repartidos entre cuartones simétricos, impecables, ordenados, para que aprendiéramos a ser buenos pastores.
Mientras me alejaba con mi tesoro en el bolsillo, iba pensando en los asesinos del rebaño: aquellos que nos obligan a perder el tiempo:
Si piden la palabra en una reunión, es para escucharse a sí mismos y aplaudirse luego, sin preocuparse porque al menos a alguien de los presentes cautivos le importe un poquito la anécdota de su niñez que está narrando con lujo de detalles para evidenciar un talento casi prenatal. Si se tropiezan contigo en la calle, no paran mientes en que andas a la carrera y cargada de bultos; te acorralan con el cuento de sus últimos amores o desamores y aun exigen condolencias o felicitaciones. En el mismo bando de egoístas y desconsiderados se anotan quienes encomiendan tareas inútiles, los impuntuales y hasta los ausentes.
Detrás de la puerta de un establecimiento público que no abre justo a su hora, en la desidia del empleado que atiende con desgano e irritante parsimonia, en el burócrata que exige un tercer cuño… en todos alienta el asesino de nuestros relojes, el enemigo jurado de aquella abuela que regalaba calendarios, convencida de que no es tiempo lo que nos falta, somos nosotros quienes le faltamos a él, ¿a ella?



















Un comentario
Ay, Vladia, pasaron 11 años y el artículo sigue vigente, aun hay quien mata el tiempo… gracias por no pertenecer a ese grupo, felicidades por el artículo.