La Casa Blanca intensifica las redadas y las deportaciones mientras justifica la represión con argumentos cada vez más arbitrarios
Estudiantes universitarios secuestrados en las calles por su opinión a favor de Palestina. Los llamados “extranjeros enemigos” trasladados a una prisión centroamericana sin el menor atisbo de debido proceso; cacerías de brujas impulsadas por la inteligencia artificial. Así transcurre la vida en Estados Unidos bajo el segundo mandato de Donald Trump.
Las justificaciones para estas prácticas no son menos alarmantes. Según el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), los alumnos detenidos serían simpatizantes del terrorismo cuya presencia amenaza la política exterior norteamericana. Trump sostiene que los latinoamericanos enviados a prisiones salvadoreñas –en abierto desafío a una orden judicial– son peligrosos pandilleros. Las pruebas que sustentan tales acusaciones son, por decirlo con suavidad, escasas.
Por atroces que parezcan, estas acciones no resultan del todo inéditas. El ICE ha sido atacado en el pasado por perseguir a activistas, incluso con estatus legal, y por emplear bases de datos de pandillas excesivamente amplias para detener indiscriminadamente a inmigrantes. Incluso el método de los arrestos recientes –agentes de civil siguiendo a sus objetivos hasta sus hogares– es una práctica habitual en la aplicación de las leyes migratorias.

Trump tampoco mejora su relación con las ciudades gobernadas por demócratas. En los últimos días, ha considerado invocar la Ley de Insurrección, una norma de más de dos siglos, para desplegar la Guardia Nacional en Chicago y Portland, en contra del criterio de las autoridades locales y estatales si los tribunales continúan declarando ilegales sus órdenes de enviar tropas.
El mandatario justifica la medida con una doble motivación: respaldar a los agentes federales de inmigración en su ofensiva para deportar a personas en situación irregular y combatir la criminalidad. En Chicago, sin embargo, ha quedado claro que la violencia principal proviene de los agentes federales y no de la población.
Para eludir las limitaciones legales, la Administración ha recurrido a una maniobra controvertida: solicitar el despliegue de la Guardia Nacional de Texas. Unos 400 efectivos de ese Estado –de gobierno republicano– fueron enviados a Illinois, cuyo gobernador calificó de “absoluta tontería” la afirmación del Presidente de que Chicago es “la peor y más peligrosa ciudad del mundo”. Esta decisión amenaza con profundizar aún más la polarización que consume a la sociedad.
Detrás de este plan también se percibe el deseo de ajustar cuentas con las ciudades a las que Trump no logró enviar tropas durante los disturbios ocurridos después del asesinato de George Floyd. Al mismo tiempo, la maniobra forma parte de sus bien conocidas tácticas de distracción de otros asuntos –como la negativa a publicar los archivos del millonario pedófilo Jeffrey Epstein, o de una economía que da signos de debilitamiento– sobre la base de crear problemas inexistentes. Aunque las leyes que hoy invoca no son nuevas, la forma de manipularlas carece de precedentes.


















