Hace pocas horas se inauguró un nuevo curso escolar en Cuba. Y no podía faltar en los centros docentes la bienvenida a los alumnos. Casualmente presencié uno de esos actos, en La Habana. Su concepción, sin constituir la nota predominante en el país, es algo en lo que debemos reflexionar.
Ya desde las siete y media de la mañana la música se escuchaba en buena parte del barrio, acompañada por una especie de murmullo, creciente según avanzaba el amanecer: las conversaciones de los pequeños y sus familiares.
Un punto a favor de la escuela, pensé, las canciones tenían hermosas letras y buenos arreglos. Eran para adultos, no obstante. Esperé que más adelante tomaran el relevo algunas composiciones afines a las edades de quienes este día inician un nuevo período de aprendizaje y vivencias (contamos con muchas, alegres, educativas). En vano. Mi esperanza no se cumplió.
En cierto momento comenzó a hablar, micrófono en mano, la representante del equipo de dirección. Daba indicaciones para que los muchachos formaran y los padres se retiraran al fondo de la plazoleta. La mitad del tiempo dedicado a la actividad se fue en lograr filas alineadas en el lugar exacto: ese grado aquí, el otro allá, córranse hacia la derecha…
Luego un alumno pronunció unas escuetas oraciones de saludo. La profesora retomó la palabra. Oímos entonces cuál es la función de la educación en nuestro país y cómo debían formarse los estudiantes.
El discurso estaba bien escrito; sin embargo, era informativo, seco, cual si el auditorio fuera una visita del Ministerio. Mencionó los porcientos de promoción alcanzados por el centro y cuánto faltaba por avanzar. Detalló, con el lenguaje de los informes, o el empleado en los talleres de perfeccionamiento de los claustros, los objetivos del programa escolar. Cerró con las exhortaciones clásicas a ser mejores y a defender nuestra sociedad.
La oradora quería inspirar y se refería a metas encomiables, ¿pero su exposición era la adecuada para recibir a niños y niñas, hacer que se sintieran acogidos, entusiasmados, felices?
Nada supimos sobre quiénes los acompañarían en los próximos meses, cuáles maravillas del mundo y de la existencia humana descubrirían, qué oportunidades tendrían de hacer amigos, investigar, hallar respuestas, quizás hasta poner en práctica algún sueño.
No hubo una frase afectuosa, un detalle que tocara el sentimiento. ¿Acaso era imposible recitarles un poema festivo?
Llegaron las indicaciones finales: hacia dónde debía dirigirse cada grupo. Por los altavoces resonaron las últimas notas musicales. Casi en silencio echaron a andar las filas.
Con nostalgia recordé un libro de mi infancia: Corazón, del escritor italiano Edmundo de Amicis. La novela no solo trata sobre educandos y acerca de maestros que imparten conocimientos; sobre todo aborda, fija, valores espirituales, morales, exalta la empatía y el cariño.
Seguro en la escuela cubana de marras hay profesores que siguen tales principios, tal vez la propia responsable del acto los ponga en práctica habitualmente, en cuanto se aleja del podio, del micrófono, de la tensión suscitada por el inicio del curso. Pero para los docentes fue esta una oportunidad desperdiciada; para los colegiales, una de esas mañanas que no solemos recordar.
De manera bien diferente transcurrió la jornada en múltiples instituciones escolares de la Isla. Porque incluso el primer encuentro con los pequeños resulta decisivo. Las solemnidades quedan bien en otros contextos; a los niños y niñas es preciso hablarles siempre con y desde el amor.