La cuenca del Congo almacena alrededor de 23 gigantoneladas de carbono. / izi.travel.es
La cuenca del Congo almacena alrededor de 23 gigantoneladas de carbono. / izi.travel.es

Pulmones en peligro

El Congo y la Taiga absorben más carbono que la mayoría de los ecosistemas del mundo, hoy ambos enfrentan amenazas capaces de cambiar los resultados


La humedad se pega a la piel como una segunda ropa. El aire en la cuenca del Congo no se respira: se mastica, se bebe, se siente en cada poro. A cada paso, las raíces sobresalen y los árboles se alzan con la solemnidad de un templo milenario. El bosque es un murmullo incesante: insectos diminutos vibran cual cuerdas invisibles, pájaros lanzan destellos fugaces de color en la penumbra. No hay silencio posible: el Congo respira, exhala, late. En esa respiración, invisible a los ojos humanos, se esconde uno de los mayores secretos del planeta: toneladas de carbono atrapados por el bosque y guardados con una paciencia infinita.

A miles de kilómetros, el viaje conduce a otro extremo del mundo, donde el aire no sofoca sino corta. La Taiga boreal, inmensa y fría, se despliega interminable. Aquí, la vida se expresa con parsimonia: un lobo cruza en la distancia, un abeto se inclina bajo el peso del hielo, un río avanza lento entre bancos de permafrost, la capa de suelo helado subyacente bajo este bioma. A simple vista parece un paisaje inmóvil, en realidad es una bóveda sellada encargada de guardar bajo tierra una riqueza intangible: carbono acumulado durante milenios, atrapado en el hielo y los suelos congelados. Su quietud no es calma, es contención.

Dos mundos opuestos: uno bulle por la humedad y calor, el otro calla en la penumbra helada. El Congo y la Taiga no se miran ni se tocan, pero forman un mismo equilibrio secreto. Son guardianes invisibles capaces de mantener a raya el calentamiento global. Mientras la atención del planeta suele posarse en el Amazonas, en el corazón africano y en las fronteras gélidas del norte, se juega otra parte del destino climático. Sin ellos, la atmósfera se desbordaría de gases, el aire se volvería más hostil, la vida más frágil. Y, sin embargo, permanecen en la sombra, olvidados en las cumbres internacionales y ausentes en los titulares.

El corazón verde africano sigue revelando especies que desafían nuestra idea de lo conocido. / worldwildlife.org

El Congo, pulmón africano

En el corazón de África se despliega la cuenca del río Congo, una inmensidad verde desplegada por territorios de varios países, –su núcleo principal se extiende por República Democrática del Congo, República del Congo, Camerún, Gabón, Guinea Ecuatorial y República Centroafricana– y la cual constituye la segunda selva tropical más grande del planeta.

Aproximadamente solo en la República Democrática del Congo se concentran más de 150 millones de hectáreas de bosque continuo. Durante mucho tiempo esta región permaneció en la sombra mediática, eclipsada por la narrativa dominante del Amazonas; sin embargo publicaciones recientes como The bold plan to save Africa’s largest forest, perteneciente a la BBC, señalan que en ciertos tipos de bosque dentro de la cuenca del Congo la densidad de carbono por hectárea rivaliza con la de la región amazónica.

De acuerdo con un estudio coordinado por la NASA en colaboración con la Universidad de California (Estados Unidos) y el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), basado en sensores LiDAR y mapas de alta resolución, los bosques de la República Democrática del Congo contienen aproximadamente 23 gigatoneladas de carbono en árboles vivos, sobre y bajo el suelo, con una densidad promedio cercana a 140 toneladas por hectárea.

Tal cifra explica por qué cada año estos bosques capturan más de 1.500 millones de toneladas de CO₂, lo cual equivale aproximadamente a un 4 por ciento de las emisiones globales. La riqueza no está solo en los árboles gigantes, también se encuentra en los suelos húmedos, capaces de retener carbono a modo de esponjas naturales.

El Congo respira vida. Se estima que alberga más de 10.000 especies de plantas, un 30 por ciento endémicas, junto a más de 1.100 especies de aves y mamíferos emblemáticos, entre ellos, el gorila de montaña, el okapi y el elefante de selva. Entre 2013 y 2023, WWF describió 742 especies nuevas en esta cuenca, confirmando se trata de uno de los territorios más ricos y menos explorados del planeta. Para las comunidades humanas, el bosque es igualmente vital: cerca de 80 millones de personas dependen directamente de él para su alimentación, agua, madera, medicinas y sustento diario.

Sin embargo, este pulmón africano respira con dificultad. Cada año pierde alrededor de medio millón de hectáreas de bosque por la tala ilegal, la expansión agrícola y, sobre todo, por la minería de minerales estratégicos, por ejemplo, el cobalto y el coltán, esenciales en la industria tecnológica mundial.

El impacto abarca no solo la pérdida de árboles: abre carreteras, provoca desplazamientos humanos, estimula actividades ilegales y debilita la gobernanza ambiental. A esto se suman los conflictos armados en provincias como Kivu (República Democrática del Congo), donde las milicias explotan directamente los recursos forestales y las comunidades desplazadas recurren a la tala y la producción de carbón vegetal a modo de supervivencia.

En ese contraste entre su grandeza y su fragilidad se resume la historia del Congo. Un bosque que sostiene la vida del planeta y, al mismo tiempo, lucha por sobrevivir a la presión de motosierras, incendios y un modelo extractivo desgastante.

Uno de los pueblos autóctonos que habitan en la Taiga son los Chorses. / conectandobosques.com

La Taiga, guardián helado

Si el Congo es un mar verde húmedo, la Taiga boreal es un océano frío interminable. Es el bosque continuo más extenso del planeta, explica la plataforma especializada en naturaleza Wilds, con más de 1.6 mil millones de hectáreas extendidas desde Alaska y Canadá hasta Escandinavia y Siberia, cubriendo alrededor de un tercio de toda la superficie forestal del mundo. Vista desde el aire, es una alfombra interminable de coníferas oscuras mezcladas con lagos y turberas; un paisaje dotado con la capacidad de almacenar carbono en proporciones colosales.

En sus árboles y, sobre todo, en sus suelos congelados, la Taiga guarda un cofre de carbono que se ha ido acumulando durante milenios. Según el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, el permafrost contiene casi el doble de carbono en toda la atmósfera actual. Esto significa que, mientras permanezca sellado por el hielo, actúa de gran almacén natural; mas, si se descongela, liberará dióxido de carbono y metano, un gas de efecto invernadero mucho más potente.

En las últimas dos décadas, los signos de alarma se han multiplicado. El aumento de las temperaturas en el Ártico es casi cuatro veces más rápido en comparación con el resto del planeta, según un informe de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos.

Ese calentamiento acelera el deshielo del permafrost y favorece fenómenos antes raros y hoy cada vez más comunes: incendios forestales masivos en Siberia, Alaska y Canadá. Estos no solo liberan el carbono almacenado en los árboles, sino también calientan el suelo y aceleran aún más la descongelación, creando un círculo vicioso difícil de contener.

La magnitud de la Taiga es tal que incluso sus turberas y humedales almacenan cantidades descomunales de carbono. Sin embargo, en común con el Congo, la estabilidad de este ecosistema no está garantizada. La extracción de petróleo y gas en Siberia, la tala en zonas del norte de Canadá y los cambios en los regímenes de incendios ponen presión sobre un sistema inmutable hasta hace poco.

Cada hectárea perdida acerca al planeta a un punto de no retorno. La comunidad científica advierte que, de liberar una fracción importante de ese carbono atrapado, el aumento de la temperatura global se aceleraría catastróficamente, explicó la revista científica Nature Climate Change en 2022.

Los incendios y el deshielo del permafrost convierten este guardián helado en una bomba climática latente. / nathab.com

Conexión y destino compartidos

A simple vista, nada une al bosque húmedo del Congo con la vastedad helada de la Taiga. Uno late bajo el calor tropical africano, saturado de lluvias y biodiversidad; el otro resiste en los confines boreales, donde el invierno parece eterno y la vida se aferra a la dureza del frío. Pero en la trama invisible del clima global, ambos respiran al unísono: son dos grandes sumideros terrestres de carbono, guardianes opuestos encargados de sostener el equilibrio atmosférico.

El Congo captura cada año una fracción significativa de las emisiones humanas y lo hace en medio de la pobreza, el conflicto y la presión de una economía mundial que extrae sin freno sus recursos. La Taiga, en cambio, no depende tanto de motosierras y sí del termómetro: el aumento de apenas unos grados basta para desatar incendios colosales y liberar el carbono atrapado en su permafrost. Son fragilidades distintas, pero consecuencias compartidas. Si uno cede por la tala o el fuego, y el otro por el deshielo, el resultado es el mismo: la atmósfera sobrecargada y el planeta más cerca de un punto de no retorno.

Los científicos advierten que si la cuenca del Congo se convierte en emisor neto –ya sucede en algunas áreas del Amazonas–, el mundo perdería un amortiguador natural de las emisiones humanas. Y si el permafrost boreal libera solo una fracción de su carbono almacenado, las metas del Acuerdo de París quedarían fuera de alcance incluso con reducciones drásticas en los combustibles fósiles. Es decir, cualquier eventualidad en las selvas africanas y en los suelos helados del norte decidirá si la humanidad logra estabilizar el clima o entra en una espiral irreversible de calentamiento.

Aunque hay otro vínculo más sutil: el humano. En el Congo, millones de personas dependen directamente del bosque para comer, beber, construir sus casas o curarse. En la Taiga, pueblos indígenas, por ejemplo, los samis en Escandinavia o los nenets en Siberia llevan siglos conviviendo con el frío extremo y adaptando su vida a la fragilidad de un entorno demasiado cambiante hoy día. En ambos extremos, las comunidades locales entienden que el bosque no es un recurso, sino un tejido vital del cual forman parte. Y, sin embargo, son las primeras en sufrir el despojo, la contaminación y los impactos climáticos originados por decisiones tomadas lejos de sus territorios.

Mientras tanto, la política internacional reproduce un desequilibrio preocupante. El Congo y la Taiga apenas aparecen en los discursos climáticos globales, donde la mayor parte de las promesas se concentran en el Amazonas. Los mecanismos de financiamiento verde, como el Fondo Verde para el Clima o los programas REDD+, asignan recursos limitados a África y aún menos a las regiones boreales, aunque allí se juegan piezas cruciales del rompecabezas climático. Hay una invisibilidad estructural: sino entra en la narrativa dominante no recibe ni atención ni dinero.

Por eso, más que pulmones separados, Congo y Taiga son vasos comunicantes pertenecientes a un mismo cuerpo. Su destino compartido es también el nuestro. El aire liberado en Siberia viaja y se mezcla con el respirado por un niño en Kinshasa. No existen fronteras en esta ecuación: el clima es un sistema indivisible.

La paradoja es cruel: los territorios más olvidados son los más decisivos para el futuro común. Mientras la comunidad internacional discute cuotas de emisiones, estos bosques ya están decidiendo la temperatura del mañana. Si no se actúa con urgencia, el costo no será local ni regional: será planetario.

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