Ser madre es no temer llorar

Ha llegado el segundo domingo de mayo y nos recuerda que al hablar sobre la maternidad suelen regalarse adjetivos halagüeños en grado superlativo. Los místicos la califican de don divino. Los poetas le cantan: No fuiste una mujer, sino una santa (Julián del Casal); Madrecita mía,/todito mi mundo,/déjame decirte/los cariños sumos (Gabriela Mistral); Cuando duerme una madre junto al niño/duerme el niño dos veces (Miguel de Unamuno).

Por su parte, los cronistas ensalzan el placer de acunar al recién nacido, escuchar la primera palabra (aunque no sea mamá), ayudar al pequeño a dar sus pasos iniciales, recibir sus abrazos y besos.

De prisa, en puntillas –no es de buen gusto detenerse en tales “detalles” en ocasiones los discursos elogiosos aluden a los malestares del embarazo, al dolor del parto, y de los senos en el instante de comenzar a amamantar; al agotamiento que origina alimentar al bebé cada tres horas, cambiar 20 pañales al día, mientras cocinas, friegas, lavas y hasta peleas con tu pareja porque la existencia se les ha virado a ambos al revés. Nada parecido a un estado de gracia.

La realidad me remite a una canción de Pablo Milanés: ¿Quién le dijo que yo era risa siempre, nunca llanto? Como si fuera la primavera, ¡no soy tanto!… Aceptémoslo, el agobio, la desesperación, la tristeza, el miedo, es parte del amor de madre. No incluyo aquí, por supuesto, a las que nunca quisieron serlo o se arrepintieron y hacen pagar a los descendientes sus frustraciones, o los utilizan como instrumento con fines egoístas.

Ser mamá conlleva montarse en un cachumbambé de alegrías (cuán gratificante resulta ver a tus hijos felices, triunfar en los estudios o el trabajo, casarse…) y tristezas: si sientes que están sufriendo o ya adultos se distancian de ti, al residir en otro país o porque viven a la vuelta de la esquina, pero solo tienen tiempo para su nueva familia.  

Te duele cuando parece que jamás perdonarán tus errores. Sí, aun en las madres más abnegadas, la perfección no existe. Ellas se equivocan, a veces en grande. Las sobreprotectoras y pendientes de satisfacer caprichos limitan la necesaria preparación de los niños para adaptarse al mundo familiar y al exterior. Otras ansían que se desarrollen al máximo; los atiborran de cursos, talleres, ejercicio físico, llevándolos al límite de sus capacidades.

Además, presionadas por las múltiples tareas cotidianas, muchas han perdido el camino hacia el diálogo. Las “educadas” con gritos y pescozones no siempre logran romper con el modelo, aunque instantes después de levantar la mano lloren y se disculpen.

Verdad es que a menudo, sobre todo durante la adolescencia, los hijos sacan de quicio; quieren ir en sentido contrario a tus enseñanzas; cuestionan, desafían. ¿Cómo ha podido ocurrir?, te preguntas. Tal vez cierta madrugada unos extraterrestres se colaron en la casa, abdujeron sin hacer ruido al muchacho, o a la muchacha, y dejaron en su lugar un clon imperfecto, piensas mientras tu paciencia se esfuma.

Cual reflejo de la vida, la literatura nos entrega tanto ejemplos risueños como de aflicción y deslices. Entre los segundos: Rosario, la madre de Cecilia Valdés –en la novela homónima, de Cirilo Villaverde–, enloqueció cuando se la quitaron de los brazos y la llevaron a la Casa Cuna; década y media más tarde señá Chepilla, abuela de la ya coqueta jovencita, penaba por saberla en andares que no podían terminar bien. Paula, historia autobiográfica de la chilena Isabel Allende, nos sumerge en la congoja ante la enfermedad y el fallecimiento de una hija.

Muestra de quienes, buscando el sostén de una figura masculina, eligen mal y luego todos padecen las consecuencias, es la madre de David Copperfield, el protagonista –víctima de un padrastro cruel– de un relato escrito por Charles Dickens. Los Maia (Eca de Queiroz) narra una situación diferente: la esposa de Alfonso no cesa de mortificarlo debido a la desacertada manera en que ella cría a Pedrinho: arrebujado entre mantas, asustado y débil.

Encontramos, asimismo, a Barbarita, progenitora de Juanito Santa Cruz, en Fortunata y Jacinta (Benito Pérez Galdós). Temerosa de las acechanzas mundanas, se volvió “fiscalizadora, reparona, entrometida”; o sea, una celadora insufrible que no pudo, sin embargo, inculcarle a ese señorito español el respeto y el amor –no confundirlo con la pasión– hacia las mujeres.

Reales o ficticias, puestos sobre la balanza sus bondades sobrepasan a los yerros. Hasta el último de sus días ellas se sobreponen al cansancio, el desespero, las lágrimas, el temor, la desaprobación; no existe entrega más absoluta. Lo saben ustedes, madres de hoy, y lo sabrán las del futuro.

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Un comentario

  1. Gracias Tania Chappi, con esta entrega no solo nos acerca a una dimensión nueva de la obra literaria sino también a esos momentos de congoja de la maternidad: ¡Benditas lágrimas!.

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