Luego de tantos días sometidos a un curso intensivo de estoicismo y a sus correspondientes noches a oscuras, uno no sabe si hibernar, como hacen los osos en tiempos poco propicios, o aullarle a la Luna hasta quedar sin resuello. No obstante, los ojos agotados tras jornadas estresantes aun logran asombrarse ante una escena inesperada.

En el parqueo junto al edificio han instalado una cocina de campaña: una gran tabla de madera sobre patas de metal y encima de ella recipientes rectangulares delante de los cuales se van colocando platos de aluminio. Una veintena de muchachos, vestidos con el uniforme verdeolivo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), rompe la formación y ordenadamente se aproximan a la “mesa buffet”, donde una mujer y tres militares reparten los comestibles.
A escasos metros, un árbol mediano ofrece algo de sombra. Los jóvenes se sientan en semicírculo, aprovechando los troncos cortados ayer por los propios vecinos: triste recuerdo de la mata de mangos derribada por el ciclón Rafael.
¿Estará sabroso el menú o solo el hambre de los casi adolescentes les permite comer con tanto apetito? Lo innegable es el mediodía, el sol, el calor. Me pregunto cómo no desfallecen dentro de esas mangas y pantalones largos. Aunque deben sentirse cansados, escucho risas, anécdotas, pero a esta distancia no identifico las palabras.
Tampoco distingo bien las facciones. A lo mejor se muestran contentos por haber salido de la unidad militar o los alienta el espíritu juvenil, superior a cualquier adversidad; tal vez les alegra, a la par, la satisfacción de ver las cuadras libres de obstáculos. A decir verdad, la vegetación y las construcciones circundantes me impiden descubrir cuál ha sido su tarea; lo más probable, talar las ramas medio desprendidas y recoger las caídas sobre los cables y el suelo.
Hoy es domingo. A algunos de ellos quizás les tocaba el pase: ¡qué maravilla dormir hasta tarde en la cama propia, saborear el almuerzo preparado por mamá! En lugar de eso llegaron bien temprano y sin hora marcada para terminar la faena a un reparto posiblemente alejado de los suyos.
Siguen acudiendo reclutas, plato en mano, y sus compañeros les hacen sitio. Crece el número de voces animadas. Cuánto me gustaría oír los temas de conversación: ¿música, novias, chistes a costa de otros…? El ruido de los camiones en movimiento prevalece. Desde casi 18 metros de altura tomo varias fotografías, pésimas, ¿insalvables?, debido a la baja calidad del lente y la limitada capacidad de maniobra entre las tablillas de la ventana.
Desconozco cuándo podré entregar a la revista estas líneas. Ahora mismo no tengo corriente eléctrica y aprovecho la coyuntura para practicar caligrafía; o sea, escribo a mano. Además, la posibilidad de que siquiera uno de esos muchachos las lea es bastante remota.
Sin embargo, quiero agradecer de corazón (nadie me lo encargó) a los felices por un fin de semana distinto, alejados de la rutina del cuartel; a los suspirantes por no estar en casa, refrescándose en el portal o el balcón; a los soldados y a los oficiales, quienes igualmente se acaloran y se fatigan.
De todos ellos también depende en buena medida que pronto la electricidad, y la seguridad de un policlínico iluminado, con todos los servicios activos, regresen a nosotros; asimismo, el volver a disfrutar del agua en las pilas, de los elevadores (desde el miércoles permanecen parados; ¿imaginan el agobio de bajar y subir por las escaleras 10, 15, 20 pisos y más, solo para comprar el pan por la libreta?), el refresco frío (no importa si es de paquetico), el zumbido del ventilador, los filmes dominicales, las telenovelas, la luz necesaria para fregar a las 8:00 p. m. sintiendo que vivimos en el siglo XXI y no en el XIX.
¿Cuándo recuperaremos, al menos, esas facilidades? Carezco de respuestas ciertas. Pero en este instante los veo a ustedes, imberbes –y no tanto– desconocidos, ponerse en pie, alejarse de la sombra, reemprender el trabajo. Y digo gracias, por ayudar a devolvernos la ecuanimidad y la esperanza.