Brevísima mirada al dinero que un estadounidense necesita para ser candidato a la presidencia o a la vicepresidencia. Simple ojeada a los que han sido asesinados mediante la curiosa Leyenda el Factor Cero
Como las agencias de prensa internacionales han hablado del dinero exigido para ser presidente en Estados Unidos, ofrecemos algunos datos de cuando esa aspiración era más “barata”.
Hace mucho tiempo, en una encuesta en torno al tan complicado asunto del poder del 1 por ciento de los ciudadanos de ese país (los más ricos y poderosos), pesquisa hecha entre 1 000 adultos estadounidenses, ocho de cada 10 personas aludían a detalles muy curiosos: “Los integrantes de la candidatura presidencial, tanto republicanos como demócratas, no eran sinceros”. Cierta conclusión planteaba abiertamente la realidad de ser “totalmente hipócritas, pero con bastante plata”.

Sin embargo, otro de los señalamientos en la referida encuesta reflejaba: “más dinero aún del conservado a sus nombres y apellidos en los bancos se gastaban en sus campañas y mítines electorales”. Algunos de los más serios reporteros sacaban a la luz como ejemplo el caso de George Bush padre, el primer vicepresidente norteamericano “ganador” de unas elecciones –152 años después de lo conseguido por Martin Van Buren en 1836– que fue la más costosa hasta ese instante en toda la historia de Estados Unidos.
Realmente para el sacrosanto “rito” de la democracia Made in USA no era un obstáculo ver al Director de la CIA durante varios años disponer de tres millones de dólares, entre su mansión veraniega de Maine y el millón declarado en el fondo fiduciario, cifra superseria en aquella época.
Se ha demostrado claramente la certeza del aumento anual de los millones de dólares requeridos para poner en marcha y desarrollar una campaña electoral presidencial y vicepresidencial en la nación de la Estatua de la Libertad.
Observemos en este sentido ahora cierta etapa estadounidense. No vamos a sumar lo gastado por la gran mayoría de los más de 41 presidentes en aproximadamente 200 años transcurridos, digamos, desde 1789 a 1996, según la estadística conseguida como ejemplo. Baste decir esto: solo en las campañas de los mandatarios actuantes de 1960 a 1988 se invirtieron casi 1 500 millones de dólares. Miremos este breve listado:
En 1900, el binomio Kennedy-Nixon gastó 30 millones; en 1964, Jonson-Goldwater, 60; en 1968, Nixon-Humphrey, 100; en 1972, Nixon-McGovern, 138; en 1976, Carter-Ford, 160; en 1980, Reagan-Carter, 275; en 1984, Reagan-Mondler, 325; y en 1988, Bush-Dukakis, 400 millones.
Es decir, de Kennedy a Bush la campaña electoral elevó su costo en 370 millones de dólares.
Veamos también este ángulo gráfico del asunto: la familia de Dan Quayle, aspirante a la vicepresidencia, por ejemplo, en 1990 poseía lo gastado por ocho candidatos antes de las elecciones, o sea, 1 500 millones de dólares, de los cuales él tenía 100 en su cuenta personal. Se convirtió de esa manera en el candidato más adinerado de los binomios republicanos y demócratas, los dos partidos tradicionales.
Claro, las grandes firmas siempre aportan “generosamente” muchos billetes verdes al mecanismo eleccionario. Eso es una inversión a la que luego, por supuesto, le sacan, “desinteresadamente”, gruesas ganancias del negocio, no tan abultado como el de las armas, pero sí absolutamente rentable.
Sépase o recuérdese esta nueva arista del problema: el aspirante a candidato –no el designado ya de modo oficial, no– el simple candidato, comienza a viajar por todo el país, a veces tres años antes de las elecciones, con el ánimo de “discutir” temas sociales y hacer “contactos”.
Los candidatos y sus vices atraviesan el territorio nacional en avión casi en todas las direcciones de los puntos cardinales, en “austeros” y “estoicos” periplos electorales. Pese a la tesis expuesta en su momento por Reagan cuando aseveró con toda su letra: “La ordenada transferencia de la autoridad presidencial, según la Constitución norteamericana, se lleva a cabo en la misma forma que hace dos siglos”.
El disparate es tan grande que parece un chiste. El propio Reagan en 1981 ignoró en forma olímpica, u ocultó descaradamente, cierto pormenor trascendental. El primer presidente de Estados Unidos, George Washington, en 1789, como Abraham Lincoln –el Padre de la Patria norteamericana– tuvieron que pasar la pena de pedir dinero prestado para ir desde sus ciudades natales hasta la capital del país, con el fin de tomar posesión de los máximos cargos políticos del territorio nacional al frente del Estado.


La leyenda del Factor Cero
Vista ya determinada parte del aspecto económico electoral en Estados Unidos, ante la cercanía de las nuevas elecciones de noviembre, sin olvidar el reciente show del tiro en una oreja a Donald Trump todavía “discutible” o “discutido”, es oportuno mencionar la enigmática y mágica premonición aborigen de los primitivos habitantes del oeste norteamericano, hecha por un oráculo indio que en realidad resultó ser como la especie de “venganza” o “maleficio” lanzado contra los gobernantes o presidentes futuros del “norte revuelto y brutal”, como lo bautizó José Martí.

Nos referimos a la maldición del hechicero indígena Tucumseh, de la tribuShawnee,echada sobre “el gran padre blanco” en 1840 y que tiene una larga y horripilante historia. Siete mandatarios norteamericanos elegidos en años terminados encero fallecieron en prolongado período de tiempo, hasta 1980, ya sea en forma violenta o natural.
El citado indio, en 1811, resultó vencido por el general William Henry Harrison en la batalla de Tippecanos. Posteriormente Harrison ganó las elecciones en 1840 y murió de pulmonía en la Casa Blanca cuando apenas llevaba 30 días como presidente.
A continuación, como segunda víctima del maleficio de Tucumseh, cayó abatido Abraham Lincoln –elegido en 1860 y reelegido en 1865– el 14 de abril de ese año. Lo asesinó de un disparo a mansalva el actor James Wilkes Booth.
Le siguió como tercer caso, James Abraham Garfield, elegido en 1880 y herido mortalmente el 2 de julio de 1861. Falleció el 19 de septiembre.
El cuarto de los vaticinados se llamaba William McKinley, electo en 1900. El criminal León Gzolgosz le disparó el 6 de septiembre de 1901. Murió ocho días después.
Electo en 1920, Warren Gamaliel Harding, el quinto de los sentenciados, falleció repentinamente en un hospital de San Francisco, sin conocerse la causa, aunque algunos hablaron de veneno.
Franklin Delano Roosvelt, quien ganó la presidencia por tercera vez en 1940, ocupó el sexto lugar en la lista de la maldición indígena; en pleno mandato presidencial le sobrevino la muerte anunciada mientras estaba en su despacho el 12 de abril de 1945.
El último y séptimo presidente golpeado por la “premonición” deTucumseh, aún lo recordamos casi todos los mayores de 55 años: John Fitzgerald Kennedy, quien obtuvo la presidencia en 1960. Como es más conocido, murió en un atentado en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963. Con anterioridad a la elección había escrito: “No creo en la Leyenda del Factor Cero”.
Ronald Reagan, electo en 1980, pudo haber sido el octavo sentenciado cuando le tiraron a matar en Washington el 30 de marzo de 1981, pero admiradores de Tucumsehsostuvieron entonces la tesis de solosietepronosticados por el hechicero indio de la tribu Shawnee, ni más, ni menos.
Fuentes consultadas:
Qué caro es ser Presidente en Estados Unidos, Luis Hernández Serrano, Trabajadores, lunes 22 de enero de 1996; y El maleficio del indio Tucumseh, de Alfredo Mateo Domingo, sección De todo, de Juventud Rebelde, 9 octubre 1999.