El Mayor no solo fue grande por sus hazañas al frente de la Caballería Camagüeyana sino también por su actitud en la reunión de Paradero de Minas donde neutralizó la intentona claudicante de algunos ricos hacendados
Según relató años después un testigo presencial, antepasado del autor de estas líneas, aquel 26 de noviembre amaneció gris y con amenazas de lluvia. Pasado el mediodía, como suele suceder en Cuba debido a su caprichoso clima, el sol quebró las nubes y la tarde se tornó radiante. Desde un campamento mambí, Ignacio Agramonte había escrito tres días antes a su Amalia Simoni: «Acabo de recibir noticias de que se procuran arreglos que no me gustarán. Tú debes tener conocimiento de eso».
Eran ciertos los informes recibidos por El Mayor. Napoleón Arango y su grupo de capituladores habían escogido con mucho tino como sitio de reunión el paradero del ferrocarril de Las Minas, entonces un pequeño caserío (hoy día es la capital del municipio homónimo), ubicado a 34 km de la ciudad de Puerto Príncipe (actualmente, ciudad de Camagüey), en el punto intermedio entre esta y Nuevitas, exactamente donde se cruzan el antiguo camino entre las dos urbes y la vía férrea.
Fueron convocados, además de los patriotas alzados en armas contra la metrópoli, varias personalidades de la región, interesados por conocer cuál camino tomaría la insurrección iniciada el 10 de octubre de 1868 por Carlos Manuel de Céspedes en el Oriente y secundada por los camagüeyanos desde el 4 de noviembre siguiente. También se encontraban allí parientes de los sublevados que, como José Ramón Simoni, suegro de Ignacio y de Eduardo Agramonte Piña (primo del Mayor), confiaban en que, una vez acordado el fin de la guerra, podrían llevarse a sus allegados para sus hogares.
Interesado en el éxito de los claudicantes, el gobernador español brindó todas las facilidades para la salida de Puerto Príncipe a los citados en Paradero de Minas. Todo parecía sonreírle a Napoleón Arango pues muchos ya estaban casi convencidos de que era mejor aceptar las concesiones prometidas por el colonialismo español.
El traidor
¿Quién era ese personaje que abogaba por la capitulación de los mambises del Camagüey? El historiador Juan J. E. Casasús calificaba a Napoleón Arango de “tipo vanidoso, amigo del gobierno [español] y mendaz defensor de la causa cubana”. Otros autores aseguran su condición de adinerado hacendado azucarero, con grandes propiedades en Caonao, una zona rica en ingenios, esclavos y plantaciones de caña.
Hábil para las intrigas y la falacia, se entrevistó con Manuel de Quesada a inicios de septiembre de 1868, cuando este último se hallaba clandestinamente en Nuevitas para explorar las posibilidades de un levantamiento independentista en el centro del país. Arango brindó una información tan pesimista e inexacta que el internacionalista camagüeyano (tenía el grado de general del ejército mexicano pues había peleado allí contra los invasores franceses) se marchó de Cuba en espera de condiciones más favorables para la insurrección. Grande fue su sorpresa cuando supo que su interlocutor se había alzado unos días después del Grito del ingenio Demajagua.
Junto con su hermano Augusto, quien sí profesaba verdaderamente ideales patrióticos, Napoleón estuvo entre los mambises que tomaron Guáimaro y Nuevitas. Se las arregló para cogerse toda la gloria, por lo que le eligieron jefe máximo de las fuerzas cubanas en su terruño. Quedó entonces en una posición privilegiada para mediar el fin de las hostilidades entre españoles y cubanos.
De acuerdo con el historiador tunero Víctor Marrero, Napoleón conversó con los mambises del Balcón del Oriente cubano y trató sin éxito de inducirlos a abandonar las armas. Se entrevistó además con el militar español Valmaseda, a quien hizo partícipe de sus planes para “pacificar” Camagüey. Informó a los peninsulares sobre un sector muy conservador en la sociedad camagüeyana que se conformaba con ciertas reformas de España y no demandaba la independencia. Con ese grupo –y manipulando a incautos a quienes atemorizó con los horrores de la guerra y su saldo de muerte y miseria– pensaba derrotar a los más radicales en la Junta de Paradero de Minas.
La reunión
Ya avanzada la noche del 26 de noviembre de 1868 los jefes mambises y sus acompañantes se fueron sentando en las mesas dispuestas para el diálogo. A pocos metros situaron a los invitados. Un gran círculo de candiles caseros alumbraba el lugar. Acallando los murmullos, Napoleón Arango presentó las reformas propuestas por España y se refirió al interés de la metrópoli en mantener una relación de respeto y cordialidad con los cubanos. «Si se sabe aprovechar el momento, Cuba puede conseguir más por las buenas que sacrificando a sus hijos en esos campos sin esperanza de victoria», concluyó.
Según los testimonios recogidos por el historiador Casasús, Cisneros Betancourt insistió en que no debía dejarse abandonados a los patriotas orientales, que no cabía entre Cuba y España transacción posible. Reiteró que ni él ni sus compañeros cederían mientras España continuara con su régimen despótico. A continuación, cuando el joven Ignacio Agramonte se puso de pie, la tensa situación llegó a su máximo clímax. Defendió la continuación de la lucha, la guerra justa de los oprimidos contra los opresores y lapidó con su verbo las posiciones reformistas claudicantes.
Todos los testigos presenciales han coincidido al reproducir sus históricas palabras, decisivas en la votación final que determinó la continuación de la guerra: «Acaben de una vez los cabildeos, las torpes dilaciones, las demandas que humillan, Cuba no tiene más camino que conquistar su redención arrancándosela a España por la fuerza de las armas». La cerrada ovación de los asistentes no dejó dudas a Napoleón Arango y su grupo de que habían perdido la batalla.
La asamblea declaró disuelta la Junta Revolucionaria del Camagüey y se constituyó de inmediato el Comité Revolucionario del Camagüey, integrado por Cisneros Betancourt, Ignacio y Eduardo Agramonte. Fue designado para la dirección militar a Augusto Arango, de ideas totalmente opuestas a su hermano Napoleón. Se encomendó a los patriotas Demetrio Castillo y Alfredo Arteaga viajar hacia Nassau (Bahamas) para informarle al general Manuel de Quesada de la Reunión de Minas y los acuerdos adoptados en ella.
Dos días después unos 150 mambises bajo el mando de Augusto Arango emboscaron a cerca de 800 españoles comandados por el mismísimo Valmaseda. Los peninsulares reportaron 12 muertos y más de 50 heridos mientras que los mambises solo tuvieron dos bajas. En ese combate Ignacio Agramonte tuvo su bautizo de fuego.
Retrospectiva desde 2023
Como el redactor de este artículo afirmó en un trabajo publicado en el periódico Granma (1998), más que un suceso local, la Reunión de Minas constituyó un acontecimiento de trascendencia nacional. De no haber triunfado la intransigencia revolucionaria de Ignacio Agramonte en aquella asamblea probablemente nunca hubiera prendido la insurrección en Las Villas y el Oriente mambí se habría visto en una difícil situación, pues España hubiera concentrado todas sus fuerzas en aquella región para apagar la llama revolucionaria nacida en Demajagua.
Para el Camagüey, tras la Junta de Minas, la dirección de la gesta independentista pasó a manos de sus líderes más radicales (Cisneros Betancourt, Ignacio y Eduardo Agramonte), quienes convirtieron a esa provincia en un bastión del mambisado.
No es casual que en una de las primeras proclamas al pueblo camagüeyano firmadas por ellos tres –aunque algunos biógrafos de Ignacio le imputan solo a él la autoría del texto–, se planteara de modo absoluto, como para dejarlo establecido: «Que nuestro grito sea para siempre Independencia o Muerte. Y que cualquier otro sea mirado en adelante como un lema de traición».
- Periodista y profesor universitario. Premio Nacional de Periodismo Histórico 2021 por la obra de la vida
Fuentes consultadas
El libro Vida de Ignacio Agramonte, de Juan J. E. Casasús. El Diccionario Enciclopédico de Historia Militar de Cuba. El folleto Memorias de un mambí de dos guerras, de Alfredo Zaldívar.