El 3 de agosto de 1492 marcó el inicio de una de las travesías más célebres de la historia: el primer periplo de Cristóbal Colón, conocido como el “Viaje del Descubrimiento”.
En un contexto de búsqueda de nuevas rutas comerciales hacia la India, Colón, bajo el auspicio de los Reyes Católicos de España, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, emprendió una aventura que cambiaría el curso de la historia.
Acompañado por tres embarcaciones -las conocidas carabelas Pinta, Niña y Santa María- y sus respectivos capitanes, Martín Alonso Pinzón, Vicente Yáñez Pinzón y el propio Colón, respectivamente, la expedición se adentró en lo desconocido con la esperanza de hallar una vía más rápida hacia las riquezas del Oriente.
Sin embargo, lo que el Almirante encontró fue un continente inexplorado, cuya mutua revelación tendría un impacto profundo y duradero en el mundo entero. En este texto que retoma BOHEMIA VIEJA, publicado en nuestra revista en 1983, se explorarán los detalles de esta expedición seminal, sus implicaciones en la historia de la humanidad desde el lenguaje que empleó en su Diario.
LA OTRA HAZAÑA DE COLÓN[1]
Por. / José Juan Arrom
Nota aclaratoria: Se reproduce con los términos del español antiguo
“La mayor cosa después de la criación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de Indias”. Así calificó Gómara aquel trascendental evento. Y con razón. Vista desde Europa, la proeza colombina ensanchaba los confines del mundo hasta entonces conocido, desmoronaba todo un repertorio de ideas caducas, actualizaba el debate sobre el origen y la dignidad del hombre e impelía a nuevas y audaces formulaciones filosóficas. También, puesto que ese había sido el objetivo primordial del viaje, sentaba las bases para el establecimiento de uno de los imperios más dilatados y opulentos que registra la historia.
Todo eso, y más, desde la banda europea.
Pero vista desde una perspectiva americana, la gesta de Colón cobra un sentido distinto e invita a otro género de esclarecimientos y revelaciones. Por de pronto, para quienes hemos nacido y crecido en las tierras por él descubiertas, su viaje es el viaje de la lengua. Las impresiones que le causan el paisaje y los hombros que súbitamente aparecen ante sus sorprendidas pupilas las fue asentando en su Diario de a bordo, no en el dialecto genovés que habló en su infancia, ni en el idioma portugués que aprendió en su juventud, sino en la lengua española que adquirió durante su larga espera en Castilla y Andalucía. En lengua española hablaban las tripulaciones de las tres carabelas. Y es una palabra española la primera que hiende el aire dormido de la madrugada del 12 de octubre: ¡Tierra!
A medida que progresan las naves de isla en Isla y de asombro en asombro, el Almirante continúa inscribiendo en su Diario los deslumbramientos que le produce la naturaleza americana. Obsérvese que es primero la proximidad del Nuevo Mundo, y luego su presencia, las que imantan su ímpetu descriptor. Desde su partida de Palos hasta más de mes y medio después, sus apuntes se reducen a prosaicos pormenores de la navegación: “anduvimos con fuerte virazón hasta ponerse el sol”; “desencajóse el gobernarte de la Pinta”, “las agujas noroesteaban”. El sábado 15 de septiembre, más cerca ya de las costas en cuya demanda iba que de las riberas españolas que había dejado muy atrás, ocurre un primer prodigio: “En esta noche, al principio de ella, vieron caer del cielo un maravilloso ramo de fuego sobre el mar”. Ello fue como la señal de que habían traspuesto los umbrales del Nuevo Mundo. Y desde ese instante cambia radicalmente el tono del Diario. AI día siguiente anota lo que Las Casas copió así: “Dice aquí el Almirante que hoy y siempre, de allí en adelante, hallaron aires temperatísimos, que era placer grande el gusto de las mañanas, que no faltaba sino oír el ruiseñor”. Y comienzan a aparecer, como signos propicios, las “señales ciertas de tierra”: encuentran sobre las aguas hierbas verdes, “que parecían yerbas de ríos, en las cuales hallaron un cangrejo vivo’’. “Vido un ave blanca, que se llama rabo de junco, que no suele dormir en el mar”. “Vinieron al navío, en amaneciendo, dos o tres pajaritos de tierra cantando”. El 29 registra un augurio que conlleva algo de numerología cristiana: “Parecieron después, en tres veces, tres alcatraces y un toreado”. El 8 de octubre el Almirante percibe un indicio olfativo que registra con deliciosa sinestesia: “Los aíres muy dulces, como en abril en Sevilla, que es placer estar en ellos, tan olorosos son”. El 9, un indicio auditivo: “Toda la noche oyeron pasar pájaros”. El 11 descubre en lontananza una débil lumbre “cómo una candelíta de cera que se alzaba y levantaba”. La ansiedad lo mantiene desvelado, y a las dos de la madrugada vislumbra tierra. Apenas rompe el alba del 12, con pie impaciente pisa la playa de Gunahaní. La naturaleza americana lo envuelve inmediatamente en un aura de magia. Tomando a su Diario describe un paisaje primigenio, de auroral belleza. Y la prosa, por sencilla, y la adjetivación, por directa, anticipan el tono renacentista de la poesía de Garcilaso: “Arboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras”. El entusiasmo se acrecienta con los días. Pensando en el clima europeo, el verdor del otoño antillano lo fascina. El 16 de octubre, combinando la observación precisa con el ya constante tono de lo insólito y lo maravilloso, apunta: “Isla muy verde y llana y fértilísima” y árboles “que tenían los ramos de muchas maneras y todo en un pie, y un ramito es de una manera y otro de otra, y tan disforme que es la mayor maravilla del mundo”. De la variedad de los verdes del bosque pasa a los brillantes matices de los peces: “Hay algunos hechos como gallos, de los más finos colores del mundo, azules, amarillos, colorados y de todos los colores, y otros pintados de mil maneras”. El 21, acudiendo a la hipérbole, registra “manadas de los papagayos que oscurecen el sol”. Y asimismo árboles tan extraños y de tan gratos olores.. El 23 consigna el nombre: “Quisiera hoy partir para la isla de Cuba”.
El 28 arriba a sus costas. La euforia ante lo que contempla se le vuelve poesía. Escribe entonces un largo párrafo que extractado lee así: “Dice el Almirante que nunca tan hermosa cosa vido, lleno de árboles cercado el río, fermosos y verdes y diversos de los nuestros, con flores y con su fruto, cada uno de su manera.
Aves muchas y pajaritos que cantaban muy dulcemente… La yerba era grande como en el Andalucía por abril y mayo. Halló verdolagas muchas y bledos. Tornose a la barca y anduvo por el río arriba un buen rato, y diz que era gran placer ver aquellas verduras y arboledas y de las aves, que no podía dejallas para se volver. Dice que es aquella isla la más fermosa que ojos hayan visto…” Recordando acaso lejanas lecturas de la Divina Comedia, Cuba se le había manifestado como el súbito reencuentro de la Isla del Paraíso.
Siguiendo la costa, el 12 de noviembre cree entender de los indios que por aquellos parajes había una isla, llamada Baneque, “adonde, según dicen por señas, que la gente de ella coge el oro con candelas de noche en la playa y después con martillo diz que hacían vergas de ello”. Exaltado por aquellas insólitas riquezas, navega y vuelve a navegar las mismas aguas en busca de Baneque. Pero ni la halla ni pudiera haberla hallado: la inasequible Baneque existía únicamente en su Imaginación. Mas no desmaya. Sigue explorando y sigue escribiendo jubilosas descripciones. Y como su pluma no da para más, el 27 de noviembre candorosamente confiesa que “iba diciendo a los hombres que llevaba en su compañía que para hacer relación a los Reyes de las cosas que vían no bastarían mil lenguas a referillo, ni su mano para lo escribir, que le parecía que estaba encantado”.
Encantado y todo, el 5 de diciembre pone proa hacia otra isla que creyó se llamaba Bohío. Al llegar a ella observa que sus vegas “son cuasi semejables a las tierras de Castilla” y la nombra la Española. Es ahora la Española la que resulta “la cosa más fermosa del mundo”. Y agotando el vocabulario de las alabanzas, lo magnífica, acudiendo con frecuencia a la comparación del paisaje antillano con sitios europeos a los que sobrepasa en belleza. La tierra es tan fértil y labrada que “ni la campiña de Córdoba llegaba a aquella, con tanta diferencia como tiene el día y la noche”. Las montañas son tan altas “que parecen llegar al cielo, que la de la Isla de Tenerife parece nada en comparación de ellas en altura y en fermosura”. El 21 descubre un puerto amplio y seguro. Y se ve forzado a declarar “que ha loado los pasados tanto, que no sabe como lo encarecer y que teme sea juzgado por magnifícador y excesivo”. En justificación alega que “trae consigo marineros antiguos, y estos dicen y dirán lo mismo”.
Justo es reconocer que, junto a estas descripciones para persuadir a los Reyes de la grandeza y opulencia de sus descubrimientos, registra otras de contrario signo: vientos adversos, inesperadas corrientes, copiosos aguaceros, bajos peligrosos e insidiosas restingas esas sumergidas puntas que la tierra lanza hacia el mar como para impedir venturoso acceso a algunos puertos. Y da cuenta que sobre uno de aquellos escollos sumergidos encalló la nao capitana la noche del 24 de diciembre. La fatigada quilla de la Santa María se abrió por mil lugares. Y es bien sabido lo demás: con su maderamen y artillería se fundó el fuerte de la Navidad, primera factoría europea en el Nuevo Mundo. De modo que, aún sin las mil lenguas que el almirante hubiera deseado poseer, sus palabras pocas le sirvieron bien. Entreverando el propósito práctico con el deslumbramiento lírico, su pluma va y viene entre la lúcida observación geográfica y el nebuloso mundo mítico. Descubre, o mejor, inventa, “lo real maravilloso” de estas tierras y compone el primer canto a la natura americana. Instaura así una de las constantes de nuestras letras: la descripción del paisaje.
En el tapiz del paisaje instala al hombre. En sus viajes por el Mediterráneo y sus expediciones al África había aprendido a observar al ser humano desde perspectivas muy variadas. Vive además el momento en que las anquilosadas concepciones medievales comenzaban a ceder el campo a las insurgencias renacentistas. Por consiguiente, las imágenes que capta y proyecta de los aborígenes son también variadas y complejas. Cambiando constantemente de punto de vista, los observa como el hombre natural, el económico, el social y el religioso. Y superpuestas unas sobre otras, sus observaciones alternan de nuevo entre la descripción puntual y el rasgo imaginativo.
A la llegada a Guanahaní los contempla con mirada, a la vez sorprendida y escrutadora, que rinde la extraña descripción que asienta el propio 12 de octubre:
“Me pareció que era gente muy pobre de todo. Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres… Los que yo vi eran todos mancebos, que ninguno vi de edad de más de treinta años: muy bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras; los cabellos, gruesos cuasi como sedas de cola de caballos, e cortos… Son de la color de los canarios, ni negros ni blancos… No traen armas ni las conocen, porque les amostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia… Yo vide algunos que tenían señales de feridas en sus cuerpos, y les hice señas qué era aquella, y ellas me amostraron como allí venían gente de otras islas que estallan cerca y les querían tomar y se defendían. Y yo creí e creo que aquí vienen de Tierra Firme a tomarlos por captivos. Ellos deben ser buenos servidores y de buen ingenio, que veo que muy presto dicen todo lo que les decía, y creo que ligeramente se harían cristianos…”
En lo citado de este pasaje se hallan ya, inextricablemente mezclados, todos los componentes de la visión colombina: desnudos e inocentes, en estado adánico (el hombre natural), buenos servidores y bien formados (el hombre económico), de buen ingenio, que presto aprenden (el hombre social), y fáciles de catequizar (el hombre religioso). Y hasta vislumbra una fundamental diferencia; los fáciles de someter (luego tos llamará indistintamente caníbales o caribes).
En sucesivas descripciones emergen detalles que reiteran, amplían o complementan los ya vistos. De los taínos agrega el 13 que tienen “los ojos muy hermosos y no pequeños” y “las piernas muy derechas”. Descubre que fabrican grandes almadías, nadan admirablemente, tienen ovillos de algodón hilado y “es gente harto mansa”. Prosiguiendo la navegación encuentra que sus casas “eran hechas a manera de alfaneques, muy grandes” y que estaban “muy barridas y limpias”. El 29 de octubre apunta que tienen tierras bien cultivadas, y más adelante constata que “la lengua es toda una en todas estas islas y todos se entienden”. En la Española observa el 16 de diciembre que constituían una sociedad bien organizada: “vinieron más de quinientos hombres, y desde a poco vino el rey de ellos… El dicho rey estaba en la playa, que todos le hacían acatamiento”. El 22 le obsequian un “cinto que en lugar de bolsa traía una carátula que tenía dos orejas grandes de oro de martillos”. Colón y sus tripulantes, espoleada su ambición por aquel suntuoso presente, piden oro y más oro, y ellos generosamente se lo dan. El 25 ayudan a los españoles a descargar la nao encallada y les brindan hospitalario albergue.
(…)
El Almirante instaura, en contraposición, otro arquetipo cuya vigencia también nos llega hasta hoy. Lo llamaré la leyenda roja contra los caribes. La comienza en el mismo pasaje citada del 12 de octubre. Aquel día, como se recordará, los taínos le dicen que “venían gente de otras islas que estaban cerca y les querían tomar y se defendían”. El 1 de noviembre uno de los indios que llevaba dio voces a otros que huían “que no hobiesen miedo, porque era buena gente, y no hacían mal a nadie, ni eran del Gran Can”. No sé qué gestos y visajes harían los taínos para darse a entender en aquella ocasión. Lo cierto es que el Almirante escribió el día 4 que “lejos de allí había hombres de un ojo, y otro con hocicos deperros, que comían a los hombres, y que en tomando uno lo degollaban, y le bebían su sangre y le cortaban la natura”. Renovando viejos mitos mediterráneos, Colón comenzaba a poblar el Nuevo Mundo de seres teratológicos; monstruos de un solo ojo, como Polifemo, o con rostros caninos, como algunas imágenes egipcias.
El 23 relaciona el nombre y el mito: los indios le dijeron que había “gente que tenía un ojo en la frente y otros que se llamaban caníbales, a quien mostraban tener gran miedo… porque los comían, y que son gente muy armada”. El Almirante, hombre al fin de su tiempo, entre dudas y veras comenta “que bien cree que había algo de ello; mas que, pues eran armados, sería gente de razón, y creía que habían captivado algunos, y porque no volvían a sus tierras, dirían que los comían”.
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El 16 pone rumbo ‘‘a la Isla del Caribe”. El mal estado de las naves le obliga a desistir y retoma el camino hacia España. Cerraba así las anotaciones sobre los vilipendiados súbditos del imaginario Gran Can. Pero dejaba cabalmente postulado el mito complementario al del buen salvaje: el del indígena, de repulsiva catadura, de ánimo feroz y sanguinario, comedor de carne humana. Andando el tiempo casi llegó a olvidarse que la antropofagia también había sido una antigua costumbre europea. Se reemplazó aquella fea palabra con un sustantivo nuevo: canibalismo, y volvieron a usarse con un mismo sentido, como en su origen, los dobletes caribe y caníbal. Hasta el mismo Shakespeare, aprovechando la confusión de las grafías, llamó Calibán a salvaje a quien Próspero cumplidamente despoja de su tierra, lo toma en esclavo y le obliga a servirle. Tendríamos que esperar hasta nuestros propios días para que se hiciera una lectura opuesta a la que se venía haciendo del alado Ariel, la dulce Miranda y el noble Próspero que lleva a aquella isla los inefables beneficios de la civilización occidental.
Pero volvamos al Gran Almirante y los aspectos fundacionales de su hazaña. Colón no fue solamente el descubridor del camino hacia América: fue también el inventor de la América mítica. Se vio ya que al paisaje le confiere un espesor de asombro y encantamiento, como de primer día de la creación. Al hombre lo desdobla, con maniqueísmo anticipatorio, en el buen salvaje y el cruel caribe. Puebla nuestras tierras de seres monstruosos, nuestros mares de islas imaginarias y nuestros confines de imperios fabulosos. Su irreprimible vocación mitificadora va aún más lejos. Al aproximarse a la desembocadura de un río de la Española —probablemente el Yaque del Norte- teje las hebras de su fantasía sobre las arenas de la realidad y le nombra Río de Oro. Al filtrar la mirada a través de la lente deformadora de otro mito mediterráneo, cree haber visto lo que narra como un singular interludio de sirenas.
(…)
Debo alegar, en descargo de la credulidad del Almirante, que hubo geógrafos europeos que hasta publicaron un mapa de Matininó. Y que en pleno siglo XX otro almirante, historiador e insigne biógrafo del primero, dictaminó que dicha isla es la Martinica. Pero Matininó ni es la Martinica ni existió en ningún lugar del Caribe. Es otro paraje fantástico, esta vez la fabulosa región donde ocurre uno de los más bellos mitos etiológicos creados por la imaginación de los taínos.
Un último mito, acaso el más perdurable y trascendental de todos los inventados por el Gran Almirante. Es el que lleva en su tornaviaje y propala tanto en las páginas del Diario como por las mil lenguas con las que él y sus tripulantes lo echaron a volar. Y consiste, desde luego, en que habían llegado a islas de fastuosas riquezas, a parajes repletos de tesoros, a la tierra de promisión, al mundo de la esperanza. Con esa anunciación quedaba establecido el espacio para fundar todas nuestras futuras Utopías.
Otro elemento configurante de la gesta colombina es que no sólo nos trae la lengua, sino que también inicia el proceso de su americanización. Al llegar a las Indias se halla ante un mundo de realidades ignotas que redamaban un hombre para darlas a conocer a lectores europeos. Aquella lengua tenía que llenarse sobre la marcha. Y asumiendo el poder nominador de un nuevo Adán en un recobrado Paraíso, Colón se valió, a medida que su pluma corría, de tres mecanismos.
El primero consiste en la superposición de voces del Viejo Mundo sobre las realidades del Nuevo. Apoyándose en las semejanzas, pero ignorando sustantivas diferencias, aquel mecanismo obedeció a la urgencia de la improvisación. Al imponer referentes desajustados a la realidad la distorsionaba. Y con avasalladora prisa llamó “alfaneques” a los bohíos, “almadías” a las canoas, “calabazas” a las güiras, “cestillo” a la jaba, “pan” al cazabe, “panizo” al maíz, ‘‘rey” o “gobernador” al cacique, “sierpe” a la iguana, “sillas» a los dujos y “ratones grandes de las Indias” a las sigilosas jutías.
Cuando no encuentra un término, por inadecuado que fuese, que le permita el rápido acercamiento del nombre a la realidad nombrada, acude a un segundo mecanismo: describirla mediante breves circunloquios. Aquellos circunloquios son, literalmente, cercos verbales que el Almirante arma alrededor de la cosa descrita, con ánimo de atraparla como a un pez en las mallas de una red. Desde nuestra ladera del tiempo, esos circunloquios nos parecen, por su ingenuidad o su frescura, a veces cómico y a veces líricos. El 13 de octubre refiere que los hombres “remaban con una pala como de tornero” (najes). El 16, que “las mujeres traen por delante su cuerpo una cosita de algodón que escasamente les cobija su natura” (naguas). El 29 relata que hallaron muchas estatuas en figuras de mujeres, y muchas cabezas en maneras de caratonas, muy bien labradas” (cemíes). El 6 de noviembre informa que los marineros que llevaban las cartas al Gran Can, vieron “por el camino mucha gente que atravesaba a sus pueblos, mujeres y hombres, con un tizón en la mano, yerba para tomar sus sahumerios que acostumbraban” (tabacos encendidos). Y el 28 de diciembre nos deja una encantadora perífrasis digna de su discípulo Lezama Lima: “Le tenían aparejado un estrado de camisas de palma, donde le hicieron asentar’’, o sea, unas yaguas extendidas por el suelo.
Acude luego a un tercer mecanismo, el más eficaz y perdurable de todos: el préstamo de voces indígenas. Este mecanismo fue necesariamente el más tardío. Porque lo que ocurrió en la mañana del 12 de octubre fue, en verdad, el súbito enfrentamiento de dos mundos. La visión de Colón es la del europeo deslumbrado; la de los indígenas, de hombres sorprendidos. El resultado es conmovedor: se miran, pero no se entienden. Les faltaba una lengua en común, una cultura compartida en la que pudieran comunicarse. Y aquello fue una verdadera Torre de Babel: al tener que recurrir a la comunicación gestual, cada uno interpreta a su manera las señas que el otro le hacía. Ya vimos los resultados: risibles unos, lamentables otros, confusos todos. Fue después de muchos días, a medida que pasaban del gesto prelingüístico a la palabra enunciada y comprendida, que el Almirante empezó a descubrir el nombre de las cosas. Los términos sumergidos entonces afloran al lado de los superpuestos, dando lugar a los primeros diglosismos. El 1 de noviembre escribe: “almadías o canoas”. El 18 de diciembre se entera de que “al rey llamaban en su lengua cacique”. El 26 de diciembre, “su pan que llamaban cazabi”. Y el 27, ya sin las innecesarias aposiciones, “envió el cacique allá una canoa”. El mecanismo había llegado a su máxima efectividad.
De ese modo, entendiendo cada vez más el habla dulce, “y mansa y siempre con risa” de los taínos, Colón resuelve el problema de expresar en una lengua europea los rasgos inmanentes de la realidad americana. Mediante esos procedimientos sienta las bases de un idioma más extenso y preciso, con sonoridades autóctonas, con algo del perfume a flor, el sabor a fruta y el frescor de los árboles cuyos nombres tanto había deseado conocer. Y a esa lengua, enriquecida y elaborada artísticamente a lo largo de casi cinco siglos, es a la que hoy llamamos el español de América.
El relato de la epopeya de Colón quedaría trunco si dejase de mencionar otro documento, esta vez escrito de su puño y letra. Los eruditos italianos han dado en llamarlo la “Lettera rarísima”. Así también la llamaré yo, pero por razones muy distintas. Es la que envió a los Reyes desde Jamaica, fechada a 7 de julio de 1503.
Entre la entrega del Diario a los Soberanos, en abril de 1493, y el envío de esta carta ha transcurrido justamente una década. En estos años la estrella de Colón ha ido en constante descenso resumiendo a grandes rasgos, inicia el segundo viaje con una gran flota para fundar una colonia en la Española. De pasada descubre a las Antillas Menores y a Puerto Rico. Pero al llegar al fuerte de la Navidad lo encuentra destruido y a sus ocupantes muertos. Busca otro lugar para la fundación y escoge la Isabela. Lo inadecuado del sitio y la inexperiencia de los pobladores causan enfermedades, hambres y privaciones. Decepcionados, algunos de los sobrevivientes regresan a España diciendo horrores. Los restantes se trasladan a Santo Domingo. Y los más díscolos entre ellos pronto crean rencillas y sublevaciones.
Colón vuelve a España y emprende un tercer viaje. Toca en las costas de Sur América y prosigue a Santo Domingo. Como no logra apaciguar los disturbios, los Reyes envían un juez pesquisidor, Bobadilla. Este lo prende y manda en cadenas a España. En su lugar va de gobernador Nicolás de Ovando, mientras Colón contempla, impotente, la flota que se alejaba hacia las tierras que él gano con su esfuerzo. En tanto, sus enemigos le tildan de extranjero impostor, le apodan el Almirante de los Mosquitos, y hasta llegan a decir —como lo hace Oviedo— que aquellas no eran tierras nuevas, pues habían pertenecido ya a los antiguos monarcas españoles.
En tales circunstancias los Reyes lo autorizan a que emprendan un cuarto viaje, pero con orden expresa de no desembarcar en Santo Domingo. Apresuradamente reúne cuatro carabelas y zarpa. Estando a la altura de la Española presiente la proximidad de un huracán. Busca refugio en el puerto de Santo Domingo, pero Ovando le niega la entrada y se hurta de aquel augur que se atrevía a pronosticar una tempestad. Pero el huracán llega. En ese punto comienza la carta a relatar los nuevos infortunios del pobre Almirante.
(…)
Continúan sus desventuras —luchas con los indios, naves varadas, una nueva fundación que termina en fracaso. Y siguen sus empeñosas búsquedas por las costas de Veragua, la laguna de Chiriquí, el propio istmo de Panamá. Hasta se entera de que al otro lado de aquellas montañas, a escasos días de marcha, estaba el otro mar. Pero no da con el paso. Sus navíos apenas pueden tenerse a flote. “Cansado”, dice el Almirante, “me adormecí gimiendo”. Delira.
(…)
Y el alucinado Almirante sigue trasladando, con pluma contrita, aquellas, inculpaciones y advertencias. Y termina el relato de su visión onírica en mensaje casi cifrado: “Yo así amortecido, oí todo; más no tuve yo respuesta a palabras tan ciertas, salvo llorar por mis yerros. Acabó él de hablar, quienquiera que fuese, diciendo: «No temas, confía: todas estas tribulaciones están escritas en piedra, mármol y no sin causa»”.
Los episodios que siguen son abrumadores. Los contratiempos y padecimientos inacabables. Fallidas sus últimas esperanzas comienza el tornaviaje:
“Con los navíos horadados de gusanos más que un panal de abejas y la gente tan acobardada y perdida, pasé algo adelante… Al cabo de ocho días torné a la vía y llegué a Janahica en fin de junio, siempre con vientos punteros y los navíos en peor estado: con tres bombas, tinas y calderas no podía, con toda la gente, vencer el agua que entraba en el navío…”
A punto de hundirse, embica las naves en una playa de Jamaica. Y allí, vencidas, se deshacen.
En medio de la mayor desolación, sin barcos para regresar y sin medios para sobrevivir. Colón todavía sueña con emprender otro viaje. E informa a los Monarcas que esta vez sí ha descubierto cuantiosas minas de oro, y que solo él sabe la derrota, pues los pilotos “no pueden dar otra razón ni cuenta, salvo que fueron a unas tierras adonde hay mucho oro y certificarte”. Recurriendo a la narración retrospectiva, el relato vuelve a Tierra Firme. Y da a entender que sus infortunios han sido obra de encantamiento: “en Cariay y en esas tierras de su comarca son grandes fechiceros… Cuando llegué allí, luego me enviaron dos muchachas muy ataviadas… Traían polvos de hechizos escondidos”. Interrumpe el tema de los hechizos para intercalar una escena de caza que en su irrefrenable imaginación ficcionalizadora se transforma en insólita lucha entre un animal monstruoso y un puerco montés.
(…)
Y tomando de nuevo el tema de los encantamientos agrega: ‘‘Cuando yo andaba por aquella mar en fatiga, en algunos se puso herejía que estábamos enfechizados, que hoy día están en ello”.
Incoherente y deshilvanado, anticipando a Darío, se detiene en el tema del oro, las perlas y las piedras preciosas: “Cuando yo descubrí las Indias, dije que eran el mayor señorío que hay en el mundo. Yo dije del oro, perlas, piedras preciosas… y porque no pareció todo tan presto fui escandalizado”. Reitera la frase atraída por el sortilegio de aquellas huidizas riquezas. Y vuelve luego a la queja dolida, a los escarnios sufridos, a las falsedades que de él se han dicho.
(…)
Llegado a este punto de su relato, sólo atina a concluir en tono patético y conmovedor:
“Yo estoy tan perdido como dije. Yo he llorado hasta aquí a otros: haya misericordia agora el cielo y llore por mí la tierra… Aislado en esta pena, enfermo, aguardando cada día por la muerte y cercado de un cuento de salvajes, y llenos de crueldad y enemigos nuestros… llore por mí quien tiene caridad, verdad y justicia”.
Y se despide prometiendo que “si a Dios place de me sacar de aquí, que haya por bien mi ida a Roma y otras romerías”.
Lo demás es historia. Puesta la carta en manos de Diego Méndez aquel bravo y leal compañero cruza hasta la Española en una canoa. Tras grandes demoras obtiene y envía al Almirante una carabela para que regrese a España. Colón llega a principios de noviembre de 1504. Días después muere la reina Isabel. Su melancólica romería no fue la de ir a Roma, sino la de seguir la corte, de ciudad en ciudad, pidiendo a Femando le restituyese sus derechos y privilegios. Pero todo es en vano. Sumido en el más profundo desengaño, el 20 de mayo de 1506, estando en Valladolld, rinde su espíritu musitando en voz apenas perceptible: “In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum”.
Con esta carta y este fin cierra Colón el ciclo de sus andanzas. Y completa su hazaña. Porque el Diario no es un mero cuaderno de bitácora. Ni su Carta un simple mensaje en demanda de auxilio. En conjunto constituyen los primeros y últimos capítulos de una fascinante novela de viajes y aventuras en la cual Colón se asigna a sí mismo el papel protagónico. Ambos documentos forman una sucesión de episodios en los cuales el interés jamás decae. Desde su primera salida hasta el trágico desenlace, la trayectoria de su gesta está llena de incertidumbres, peligros, accidentes, tempestades, encantamientos, naufragios y salvamentos inesperados. Reencarnando épicas empresas del mundo mediterráneo, prolonga las proezas de Odiseo más allá de la columna de Hércules y procede a nuevas fundaciones. Tornando el papel de caballero andante en el de caballero navegante, continúa la estirpe de Amadises y Palmerines. Prefigurando la novela bizantina que los humanistas pondrán en boga, impone a su narración la estructura episódica. Y si la estructura de la novela de Heliodoro sirve de inmediato dechado a los naufragios, quebrantos y salvamentos que Cervantes narra en Peraltes y Segismunda, Colón hace más en su singular relato. Traslada la historia al ámbito de la ficción, proyecta sobre Europa la epifanía de América, y postula los estatutos fundacionales de la narrativa americana. En el proceso inaugura la contemplación subjetiva del paisaje en su doble faz de Paraíso terrenal y de naturaleza alucinante; inserta en el paisaje al hombre, polarizándolo en los arquetipos del buen salvaje y el cruel indígena; inventa la América mítica e infunde sentido utópico a nuestro destino; resuelve problema de expresar las realidades del Nuevo Mundo en una lengua europea y sienta las bases del español en América. Y colma su ejecutoria iniciando posturas, procedimientos y recursos expresivos que se han hecho consustanciales con nuestras letras: el asombro, la euforia, la hipérbole, el circunloquio, la adjetivación colorista, y también el desengaño, la ironía, la cólera, la protesta, la reconvención airada y la confesión patética. Él es quien pinta una mar “fecha sangre” y cielos ardiendo en llamas, recurre al discurso profético y la visión onírica, habla de tierras hechizadas donde las lluvias duran meses, como en “Cien años de soledad”, y de rutas sin retomo como en “Los pasos perdidos”.
De sus textos arrancan nuestros mejores novelistas, desde Rivera, Gallegos y Asturias, hasta Carpentier, Lezama Lima y García Márquez. En fin, que Colón fue, como bien lo proclamó -Las Casas-, el “nuevo inventor de este orbe”. Y todo eso, creo yo, es lo que constituye, desde la banda americana, la otra hazaña de Colón.
*Tomado del Anuario L/L, No. 3 del instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba).
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[1] Publicado en BOHEMIA, edición no. 38, 23 de septiembre de 1983; páginas 12-19, sección Arte y literatura
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