Éramos felices y no lo sabíamos. Tú y yo, inseparables, cómplices. Ya ocurriera en la madrugada o a media tarde, tocarte me hacía sentir tranquilidad, bienestar. ¡Cuánta tersura y firmeza al tacto! ¡Cuánta sobrada experiencia!
No importaba cuán difíciles fueran las circunstancias, aunque entonces vivíamos en pleno Período Especial y los incesantes apagones agotaban la paciencia. Tal vez por eso te recuerdo ahora, cuando el fluido eléctrico ha vuelto a tomar las de Villadiego durante largo rato.
El sol entra a raudales por las ventanas y es bueno ver la vida transcurrir varios pisos abajo: las personas caminan hacia el agromercado o el policlínico –¿en algún caso lo segundo será consecuencia de lo primero?–, los niños practican deportes en el patio de la escuela cercana, en la esquina los vendedores ilegales han salido corriendo porque se acercaron unos inspectores… Observar todo eso me agrada, pero no me tranquiliza. Sin ti es imposible avanzar en lo que hoy me urge.
Lo peor es que si volvieras a mí nada cambiaría. No fui yo quien te alejó. Debí dejarte ir. Al principio me costó bastante adaptarme, añoraba tu docilidad y simpleza. Con el tiempo aprendí a disfrutar interacciones más complejas y veloces, a la posibilidad de hacer borrón y cuenta nueva sin traumas ni indicios comprometedores. Nunca hubiera podido funcionar así mi vínculo contigo. Sopesé las ventajas y empecé a olvidarte, hasta que fuiste apenas otra imagen del pasado.
Sin embargo, llega un momento de la existencia en el cual lo que nos hizo felices antaño se empecina en salir a flote. Gracias a ti, a tu entrega, pude décadas atrás entrar satisfecha, cabeza en alto, a la revista en la cual trabajaba; y obtuve reconocimientos periodísticos. Sería una ingrata si lo negara.
¿A estas alturas parece una burla? Por favor, no. Ciertamente hoy te extraño, aun sabiendo que nada soy capaz de hacer para modificar la realidad.
Junto a mí yace una computadora, insensible; sin electricidad de poco vale. Contrario a ti, mi querida máquina de escribir, su fidelidad tiene límites estrechos. Florece en las buenas, no en las malas. El artículo anda a medio terminar, esperan por él en la redacción, donde ninguna cuartilla completada con tus letras o con la de tus hermanas tiene cabida.
Maravillas y zancadillas de tecnologías eficaces en épocas de bonanza, faltas de aliento cuando nos golpea de nuevo un período sin adjetivos de carácter oficial, pero con ahogos parecidos a aquellos de hace tres decenios, y ansiedades añadidas que darían motivo para futuras crónicas.
Un pedestal te ofrezco, máquina de teclas ruidosas, a prueba de cataclismos. Y perdona mi inconsistencia, pues en cuanto retorne la corriente correré a transcribir en la computadora estas líneas escritas a mano. Entonces tu elegía deberá aguardar hasta el próximo apagón.