Al filo de las 10:00 p.m., en una de las torres de apartamentos cercanas a la calle Tulipán, la septuagenaria Dolores inicia su ritual de cada jornada. Con parsimonia, verifica hasta el mínimo detalle: las almohadas en el lugar exacto, la sábana estirada, la lámpara encendida sobre la mesita de la derecha… Todo listo, se dispone a ¿dormir? ¡Qué va! Empuña el mando del televisor, coloca la memoria flash en la ranura correspondiente y se apresta a disfrutar la telenovela mexicana Abismos de pasión.
Es el mejor momento de su día a día. Ahora puede descansar, olvidar las preocupaciones; pasa revista: la cocina está recogida y limpia, los frijoles puestos en remojo, la ropa guardada.
Con placer anticipado busca el capítulo que dejó a medias la madrugada anterior; sí, el 123. La escena resulta bien emotiva: Don Aníbal, el patriarca de los González Iznaga –dueño de varios negocios, algunos un tanto turbios–, recrimina a su esposa por aceptar en la mansión a Inés, sobrina de su cónyuge.
-¡Desde que regresó esa serpiente, no hay paz en esta casa! -vocifera ajustándose el ancho cinturón, cual émulo de Jorge Negrete.
Doña Eulalia gimotea, retuerce el pañuelo bordado.
-No podía dejarla en la calle con su hijita. Ese angelito no tiene la culpa.
A la señora le tiemblan las pestañas, los cachetes, el cuerpo entero. Alza las manos suplicantes y los sollozos suben de tono.
Dolores también se emociona; chupa con mayor fuerza la pastilla de menta, buena para la garganta y la tos. El ruido de un auto que se estaciona junto al edificio no le permite entender la réplica del hombre. La anciana coge el mando, eleva tres niveles el volumen y enseguida otras dos.
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Son las 11:30 p.m. Apenas logro mantener los ojos abiertos. Ha sido un día atareado y mañana debo entregar el artículo prometido. Por suerte he avanzado bastante. ¿Podré dormir esta noche?, pienso mientras apago la computadora y abandono la sala. Cerradas debido a la frialdad nocturna, las ventanas de cristales contribuyen a dejar fuera los sonidos exteriores. Maravilloso silencio.
Entro al cuarto. Caigo como un plomo sobre la cama. Aquí las persianas no cierran herméticamente, son de aluminio y con rendijas en los laterales. No protegen contra las invasiones sonoras. Sin embargo, la calma prevalece. Empiezo a perder la conciencia.
-¡Te juro, Inés, que llamo a la POLICÍA!
El alarido, acentuado al cierre de la frase, es respondido con otro:
-¡No te atreverás, María Luisa! ¡Tú sabes lo que te pasaría si lo hicieras!
La música, en ascenso, incrementa la sensación de lucha y peligro. Cesa de golpe.
-¡Por defender mi amor soy capaz de cualquier cosa! ¿No te basta con Julio Alberto? ¡Y no me digas que ese narcotraficante ya no es tu marido! ¡Ayer te sorprendí hablando con él por teléfono!
¿Cuántas veces tendré que oír a la joven repetirle lo mismo a su prima, la madre de Carmencita? Antenoche, a las tres de la madrugada hubo un diálogo similar. Parece que a los guionistas se les secó la imaginación.
Me incorporo con taquicardia, desesperada. Al acostarme sin escuchar las peripecias del culebrón tuve la esperanza de que mi vecina hubiera pospuesto la tanda de enfrentamientos suscitados por Manuel Alejandro, el galán pendenciero, mujeriego, y guardaespaldas de Don Aníbal. Me equivoqué. Tal vez Dolores puso en pausa la reproductora y fue a satisfacer alguna necesidad urgente.
-¡A ti eso no te importa! -chilla Inés-. ¡Además, yo no tengo la culpa de que no seas suficiente mujer para…!
Un objeto se estrella contra la pared. Pasos rápidos y la voz trémula de Doña Eulalia:
– Paren ya. Por favor, por favor… Ustedes se criaron juntas –lamento ahogado–, son como hermanas…
-¿Qué está ocurriendo aquí?
El vozarrón de Don Aníbal se ha adueñado del éter. Hacia arriba va la música (mariachis con guitarras electroacústicas). Fin del capítulo.
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Hasta la 1:30 a.m. han avanzado las manecillas del reloj. Luego de ver completos los episodios 124 y 125, e iniciar el 126, Dolores se ha quedado dormida. El semblante distendido, la boca abierta, indican un descanso profundo. ¿Cómo es posible, si en este instante un súper tiroteo acompañado por sirenas (la policía persigue a Julio Alberto y sus compinches) atruena la habitación? La explicación resulta sencilla: la “insomne” romántica es casi sorda. Beatíficamente, sonríe. Quizás ve a Carmencita, la preciosa nena de tres años cuyos mimos consuelan a la matriarca de la familia.
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Igual que tantas otras madrugadas he optado por colocarme los audífonos y refugiarme en Radio Enciclopedia. No aísla del todo, pero ayuda. Mañana hablaré con mi vecina, aunque servirá de poco. Controlará el volumen durante una semana más o menos, después lo olvidará.
Los maleantes escaparon. Al estruendo siguieron unos 15 minutos de arrumacos entre María Luisa y su enamorado. De nuevo creció la tensión cuando Don Aníbal despidió al administrador de su finca, quien llevaba 50 capítulos cometiendo “errores” en la contabilidad. Ofensas, puñetazos sobre la mesa, justificaciones interrumpidas. En cuanto el patrón se alejó, el otro juró venganza:
-¡Nadie me trata de esa forma! –escupitajo–, ¡te arrepentirás, viejo chupasangre!
Intento concentrarme en la versión instrumental de Yesterday. Pero la canción de los mariachis posmodernos es más potente. Acudo a la respiración diafragmática. Razono que debe haber muchas Dolores en mi ciudad, en el universo: solas, con temor a la noche, necesitadas de abrazos y finales felices.
Entonces, llega el silencio. Incrédula, pongo a un lado el móvil. Transcurren dos, cinco, diez minutos. Comienzo a relajarme, los brazos se aflojan, el pensamiento se apaga. Por Dios… que la anciana no despierte hasta el amanecer, que su romanticismo no vuelva a robarme el sueño.