Fina García Marruz se distingue en la escena literaria cubana no solo por su excepcional virtuosismo poético, sino también por su profunda conexión con la realidad cotidiana y las experiencias personales que impregnan su obra. Esta relación íntima entre poesía y vida constituye un hilo conductor que define su legado, consolidándola como una poetisa única y perdurable en la literatura cubana.
Su lírica trasciende las palabras, reflejando un compromiso ético y artístico por captar la esencia de la existencia, los susurros de la naturaleza y las emociones humanas. La manera en que nutre su obra con observaciones personales y reflexiones filosóficas transforma su escritura en una práctica consciente que enriquece tanto a la autora como a sus lectores.
Por ello, la sección Bohemia Vieja invita a releer el artículo “Fina García Marruz: El secreto de la vida”, de Waldo González, publicado en la edición 52, del 28 de diciembre de 1990, en las páginas de la 15 a la 17, con motivo del reconocimiento del Premio Nacional de Literatura que recibió ese mismo año.
El artículo recorre ampliamente su obra, destacando sus temas principales, especialmente la ética; sus libros publicados, las influencias de autores fundamentales para Cuba; y la especial relación que mantuvo con su esposo Cintio Vitier.
FINA GARCÍA MARRUZ: EL SECRETO DE LA VIDA[1]
Por. / Waldo González
Todo lo que toca lo convierte en poesía, como una reina áurea del verso a lo Midas, sólo que en ella —en esta mujer, digo— la humildad y el ansia de no brillar (casi como de querer pasar Inadvertida entre tantos que se afanan por esplender), desde su timidez visible, vienen a ser acaso como sus limpias cartas de presentación.
Así la conocí veinte años atrás en su celda de meditación y estudio, junto al inseparable Cintio Vitier, en la Biblioteca Nacional, cuando ambos se afanaban como pocos en estudiar y divulgar a fondo —querencia y rigor mediante, rayanos en la veneración— a Martí, guía, maestro e influjo mayor —vital, literario…— de sus existencias y prolíficas, hermosas obras poéticas y críticas.
Siempre que me refiero a ellos pienso (y así lo digo) en Juan Ramón y Zenobia, en Marinello y Pepilla, parejas ejemplares de vida y obra, de pasión y entrega por los mismos afanes de letra y sangre. Y sería el español, justamente, quien impulsaría con el oportuno estímulo a ambos adolescentes de aquella Habana de 1930 y tantos. Y sería, no menos, la afinidad del buceo profundo en la poesía de la vida y sus misterios últimos, acendrados en poéticas que cuentan entre lo mejor de nuestras letras, del siglo XIX a la fecha.
Comunión lírica y existencial, Fina y Cintio revelan lo más nítido del rostro de la Patria en sus poéticas de esencias y presencias definitorias, si bien tal asunción jamás se vale de gratuitos artilugios ni modismos efímeros. Lo más opuesto: se trata de quehaceres insertos en el fiel de la increíble isla que dijera Fina en su hermosa evocación de Lezama —maestro de Orígenes, grupo que los aglutinara— Estación de gloria (1970).
El maestrazgo de José Lezama Lima coadyuvó a que en Orígenes se nuclearan —sin adventicios y frágiles airecillos de capilla cerrada— no pocas de las mejores voces poéticas de los años prerrevolucionarios. Pienso, también, en Eliseo Diego, Octavio Smith, Ángel Gaztelu, y en otros, que si no se mantuvieron en torno a Lezama y su beneficioso influjo, de algún modo participaron en la aventura origenista que en nuestro ámbito se me antoja émula de la realizada, con otra perspectiva y dimensión, por la llamada Generación del 27 en la España invertebrada que acusara Antonio Machado, poeta cenital de la promoción precedente: la del 98.
Entre esos poetas que se vincularon con Orígenes hay que mencionar —como lo hace con justicia Jorge Luis Arcos en su importante ensayo En torno a la obra poética de Fina García Marruz, Premio de Ensayo Enrique José Varona, 1988— a varios nombres ya infaltables en las letras cubanas contemporáneas: Samuel Feijóo, Roberto Fernández Retamar, Fayad Jamis, Alcides Iznaga, Rolando Escardó y Cleva Solís.
Apego a lo inmediato
La poesía de Fina —como la de la segunda promoción de este grupo— posee ese “entrañable apego a lo inmediato” que permite, al desaparecer el “tono especulativo” lezamiano, el conocimiento directo de las cosas, de acuerdo con el propio Cintio en su infaltable Lo cubano en la poesía (1958). De ahí, esa mayor intimidad de sus versos, el acercamiento a las realidades cotidianas y la búsqueda de un centro unitivo en la memoria, para decirlo, otra vez, con su esposo y colega de vida y obra. Recordar que juntos han escrito y publicado títulos de críticas: Temas martianos (1969), de verso: Viaje a Nicaragua (1987) —donde ella incluye sus Apuntes nicaragüenses (1979)— y otros como Flor oculta de la poesía cubana (1978).
La obra en verso de Fina, pues, se afinca con maestría y hermosura en ese “acercamiento cada vez más expreso a la circunstancia inmediata, a la vivencia personal, y a la fusión de ambas instancias”, posibles —según Arcos—en los origenistas dentro de la poesía de la Revolución, donde ellos —y en particular Lezama, Elíseo, Cintio y Fina— adquieren, como es lógico y justo, singularidad ejemplar que hace de su vocación única un maestrazgo admirable, más aún por la actitud de estos autores no sólo ante la obra escrita, sino además ante la cotidiana, de todos, en la que igualmente se insertan a plenitud, sin desdeñar su genuino catolicismo.
Tal se aprecia en sus poemas dedicados a figuras que nos atañen muy directamente como país (Camilo Cienfuegos, Ernesto Guevara, Ho Chi Minh) y a la realidad, a esa circunstancia inmediata y la vivencia personal, de la que nunca se han evadido en aras de la llamada “poesía pura”, tendencia o corriente que apenas rozan en ciertos procedimientos formales, ya que los “artepuristas” se desentienden de la vida en su acepción más cercana, por lo que se alojan en limitaciones contenidísticas, algo que jamás sucede en los de Orígenes, quienes sí logran con creces su adopción de temas acordes con el sentir vital que les acontece, en tanto ciudadanos de un contexto particular: este lado del mundo que han sabido revelar en sus versos con penetración no común, gracias a su honestidad y calidades probadas en obras, que resisten —cada vez más— el paso de los años. Lezama, Eliseo, Cintio y, por supuesto, Fina lo comprueban hasta la saciedad.
Autora de Las miradas perdidas (1951), Visitaciones (1970) —que prepararan Cintio y Eliseo— y Poesías escogidas (1984), por sólo citar sus poemarios más importantes, el quehacer lírico de Fina la sitúa, por derecho propio, entre las más altas voces de la poesía cubana. No se equivocó Eliseo cuando afirmó en la contracubierta de Visitaciones que en ese libro «se encuentran algunos de los poemas de más apasionada belleza que se hayan compuesto en lengua española desde que asomó el mil novecientos”.
En este título fundamental—uno de los mejores publicados del 59 acá— recoge la poetisa sus cuadernos: “Azules”, “Visitaciones”, “Anima viva”, “La tierra amarilla”, “Pequeñas canciones” y ese magnífico oratorio —en el lúcido decir de Eliseo— dedicado al argentino universal: “En la muerte de Ernesto Che Guevara”, entrañable poema —en mi criterio el mejor entre los escritos en Cuba— que rinde homenaje de desnuda sinceridad y admiración al Guerrillero Heroico, texto antológico de nuestra poesía publicada en la Revolución.
El reino del ser
Fina ha definido su aprehensión de la sustancia poética —que en su caso es todo lo que le ofrece la existencia a su finísima sensibilidad y talento inusual— en estos términos que me place transcribir aquí para entender mejor su vocación y su obra: “La poesía no es el reino del «deber ser», sino del ser, de aquí que toda programación, todo propósito, moral o inmoral, rebaje al arte, le dé una cierta limitación. …La poesía quizás sea la moral venidera, como que es la más antigua, la que de hecho siempre nos ha educado y mejorado sin pretenderlo…”
Pero, atención, se trata de esa poesía invisible que lo sustenta todo —confiesa la poetisa—, y no sólo la escrita, que acaso menos importa, en última instancia, si bien tan válido es su resultado, si genuino, en la letra impresa. Fina quiere que la Naturaleza sea siempre fuente de inspiración moral permanente, de donde colige, con razón, que “todos estamos influidos, sin notarlo, por la belleza natural que nos rodea, las luces que se hunden, las albas que vuelven”. He aquí su fuente primigenia, la otra voz que le susurra al oído sus versos, los sonoros silencios que tanto dicen en la Poesía.
Por eso, la inclaudicable nostalgia de su verso y la querencia por esa dulce tristeza (“si lo triste enriquece, contribuye también a la alegría”, sentenció en su ensayo “Hablar de la poesía”), pero igualmente las verdades, certezas y sueños, los anhelos, esperanzas y premoniciones en su poética reflexiva, detenida en el detalle y la circunstancia, en la idea y el concepto, Y todo construido como aquellos orfebres medievales, quienes burilaban hasta la perfección sus piececillas admirables.
Así es la poesía de esta autora perdurable, fiel a su vocación silenciosa de intuir hasta el fondo de los azules de la Patria —entre los que sabe entrever, como muy pocos poetas, sus atisbos no sólo líricos—, la que le ha inspirado textos memorables (“Ay, Cuba, Cuba…’’, “Los soñeras» y “Décimas» dedicados a Guillen y Feijóo, respectivamente— «Tercetos informales» y otros que asumen las honduras esenciales, las misteriosas apariciones reveladoras de las confirmables apariencias que, a su vez, develan el rostro deslumbrante de la Isla que la enamora desde una cubanidad insoslayable, traducida no sólo en sus versos expresamente dirigidos a Cuba, sino también en los que pueden parecer “lejanos” a temática tan deficitaria y significativa en su poética.
“Desconfía del menguado / que te dice que la palma / es cosa para las almas / de postal”, escribe en sus “Décimas” como corroborando su raigal cubanía que va mucho más allá de lo exterior porque se afinca en el amor a Martí, la Naturaleza —fuente de inspiración moral permanente, eticidad única— y nuestra cuitara (ver sus diversos poemas sobre el danzón, la trova, Barbarito Diez, Esther Borja, el Trío Matamoros y Benny Moré, así como las referencias constantes a poetas del siglo XlX: Martí —presencia mayor—, Plácido, Milanés…)
Sólo la poesía tiene el secreto de la fidelidad al ser y saber atravesar las lindes sin destruirlas, como la luz al cristal, afirma Fina en su ensayo “Hablar de la poesía”, suerte de arte poética y más, donde no sólo define su visión personal de aquella, sino que ofrece un breve haz de páginas que viviseccionan si oficio de poeta y la propia Poesía, desde su valiosa pupila crítica que le ha valido títulos donde analiza, con no menor brillantez, a figuras como Martí, Lezama, Mirta Aguirre, Eliseo y Escardó, por sólo recordar algunos ensayos que prefiero, sin olvidar estadios sobre Juana Borrero, Bécquer, Sor Juana Inés de la Cruz y otros.
Por esa fidelidad al ser y saber atravesar las lindes de la poesía y la vida (la poesía de la vida y la vida de la poesía) sin destruirlas, sino blandiéndolas como las más altas banderas, Fina García Marruz ha sabido aprehender y aprender el secreto de la vida, revelado a ella en su hermosa obra poética, ya parte indudable de nuestro patrimonio.
[1] Publicado en BOHEMIA, edición 52, del 28 de diciembre de 1990, páginas 15-17.