La expresidenta argentina Cristina Kirchner saluda a sus seguidores desde el balcón de su casa en Buenos Aires, luego de que la Corte Suprema ratificase una condena a seis años de cárcel por corrupción. / elpais.com
La expresidenta argentina Cristina Kirchner saluda a sus seguidores desde el balcón de su casa en Buenos Aires, luego de que la Corte Suprema ratificase una condena a seis años de cárcel por corrupción. / elpais.com

Lawfare, justicia selectiva y la estrategia del poder

La condena a Cristina Fernández desnuda el verdadero rostro del poder argentino bajo la motosierra de Milei


La pena de prisión domiciliaria a Cristina Fernández de Kirchner no es el cierre de un proceso judicial, sino el punto culminante de una estrategia cuidadosamente elaborada y así apartarla de la escena política.

Tal ratificación de su condena a seis años de cárcel e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos no solo representa una decisión polémica del aparato judicial argentino, mas bien deja al descubierto el uso del lawfare como herramienta de “disciplinamiento” político.

El fallo llega en un contexto cargado de simbolismo: una Argentina con la economía en ruinas, polarización creciente, recortes brutales en derechos sociales y un gobierno que ha demostrado ser más eficaz en generar titulares que en resolver problemas estructurales.

La sentencia contra la dos veces presidenta aparece, entonces, como un recurso de distracción, una operación de pinzas entre el Poder Judicial, los medios concentrados y el oficialismo de Javier Milei, que se aferra a una supuesta limpieza institucional en tanto la realidad social se deteriora a ojos vista.

El propio Milei celebró el fallo desde Jerusalén, donde realizaba una visita oficial. Con un tuit exultante y revanchista: “Justicia. Fin”, no solo desnudó su oportunismo político: dejó entrever una peligrosa connivencia entre el Poder Ejecutivo y un sector de la Justicia que, lejos de ser independiente, actúa de brazo ejecutor de intereses ideológicos y económicos bien definidos.

Porque si algo no hay aquí es independencia judicial. Las fotos de jueces y fiscales compartiendo cancha de fútbol con Mauricio Macri, promotor de la auditoría que dio origen al proceso, ilustran un cuadro de complicidad que degrada el concepto mismo de justicia.

Cristina Fernández no es la primera, ni será la última líder progresista latinoamericana en enfrentar este tipo de operaciones.

Ya lo dijo Rafael Correa con claridad: esto no es más que un “Plan Cóndor 2”, una cruzada judicial y mediática impulsada desde el Norte destinada a erradicar toda alternativa política que cuestione el orden neoliberal impuesto en la región.

No hay tanques en las calles ni golpes militares, como en los años 70. Hoy el golpe se da con sentencias firmadas de antemano, titulares de prensa difamantes y una Corte Suprema al servicio de los poderes fácticos.

La estafa política que desangra al país

El oficialismo, mientras tanto, explota la condena como un recurso electoral. Arremete contra Cristina porque sabe que eso cohesiona a su base, fragmenta al peronismo y desvía la atención de una gestión que, en términos sociales, es devastadora.

Con la motosierra como símbolo, Milei ha arrasado conquistas históricas de la clase trabajadora, ha endeudado al país a niveles críticos y ha puesto en venta el patrimonio nacional a precios de liquidación. Todo en nombre de una “libertad” que, en la práctica, solo garantiza privilegios a unos pocos.

La condena a Cristina se da, además, en el marco de una ofensiva ideológica más amplia. No es casualidad que ocurra cuando se intenta suprimir políticas de memoria, desmantelar organismos de derechos humanos y rehabilitar el discurso negacionista sobre la dictadura. El proyecto es claro: destruir las bases simbólicas y materiales de la democracia popular construida desde 2003.

Y en ese esquema, Cristina representa mucho más que una figura política. Es un obstáculo, una memoria viva, un liderazgo que, con todos sus matices, todavía moviliza multitudes.

Las calles lo demostraron. La convocatoria frente a su domicilio, en el barrio porteño de Constitución, ha tenido una fuerza inesperada. No solo acudieron los leales de siempre. También estuvieron allí quienes la habían criticado, pero que no toleran la manipulación grosera del sistema judicial.

Estuvieron los jóvenes, los trabajadores, los jubilados. Incluso sectores de la izquierda trotskista, históricamente distantes. Todos entendieron que está en juego no solo el destino de una dirigente, sino la vigencia misma del principio democrático.

Un fallo que enciende la resistencia

La historia argentina conoce bien estos mecanismos. El encarcelamiento de Perón en 1945 desencadenó una de las mayores movilizaciones populares de la historia. La proscripción del peronismo tras el golpe de 1955 intentó silenciar a una mayoría que finalmente volvió con más fuerza. Hoy se repite el esquema: la cárcel, la inhabilitación, la estigmatización mediática. Empero también se repite la resistencia.

Cristina, desde su departamento convertido en símbolo, sigue desafiando al poder. Su figura, lejos de apagarse, resurge con fuerza ante la injusticia. Y aunque sus enemigos festejen su supuesta “derrota”, lo cierto es que la batalla política está lejos de terminar. Porque, quedó demostrado, aún con condena firme y prisión domiciliaria, Cristina Fernández de Kirchner no ha sido derrotada.

Eso, para muchos, es el verdadero motivo del ensañamiento. Porque no se perdona su obstinación en seguir representando a un pueblo que hoy más que nunca necesita una voz clara frente al engaño que significó Javier Milei para una parte de la sociedad que creyó en una falsa promesa de cambio.

En definitiva, la sentencia no clausura una etapa. La abre. Lo que se juega ya no es solo el futuro político de una dirigente: es el tipo de democracia que los argentinos quieren construir. O dejar destruir.

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