Una novedosa tecnología se abre paso entre las ciencias más avanzadas como una herramienta prometedora que potencia la investigación en genomas, sin reemplazarla
Por. / Ana Daniela Valdés Dina
Lucía tiene apenas 10 años y ya carga con una cruz que no se ve. Su sangre le juega en contra. Sus glóbulos rojos se niegan a fabricar suficiente hemoglobina, como si alguien hubiera olvidado encender la maquinaria interna que sostiene la vida. Cada semana, su cuerpo depende de transfusiones, llegan como visitantes temporales, mas, traen consigo la amenaza de efectos secundarios a largo plazo.

Ahora imagine: en vez de esas agujas semanales, un grupo de científicos pudiera reescribir una partitura oculta en su ADN. Insertar una secuencia nueva, diseñada no por la naturaleza, sino por una inteligencia artificial (IA) entrenada para entender sus reglas. Una secuencia que ordene a las células madre sanguíneas de Lucía, encender solo el gen exacto productor de hemoglobina, sin alterar el concierto de genes que su cuerpo necesita en otras partes.
Suena a ciencia ficción, aunque ya no lo es tanto. Una nueva generación de herramientas biológicas está empezando a cambiar la manera en que los científicos interactúan con la vida.
Investigadores del Centro de Regulación Genómica (CRG) en Barcelona, en colaboración con científicos del Instituto Tecnológico de Massachusetts y la Universidad de Harvard, en Estados Unidos, y otras instituciones, han logrado diseñar, mediante inteligencia artificial, fragmentos sintéticos de ADN que pueden activar o apagar genes de forma altamente selectiva en células de mamíferos. El resultado del trabajo, publicado en la revista científica Cell el 8 de mayo pasado, representa un avance sin precedentes en la ingeniería genética, con aplicaciones potenciales en terapias génicas, medicina personalizada y biología sintética.
En lugar de modificar genes existentes, esta nueva herramienta se enfoca en lo que podríamos considerar su “sistema de control”: las secuencias reguladoras, indican cuándo y dónde debe activarse un gen. La innovación radica en que estas secuencias no se extraen de organismos vivos; son creadas desde cero mediante un modelo de inteligencia artificial generativa, entrenado con miles de datos sobre el comportamiento de genes en distintos tipos de células.
El biólogo Lars Velten, uno de los cerebros detrás del hallazgo, lo explica con la precisión de un cirujano a la agencia española de divulgación científica SINC: Han sido creado “potenciadores” sintéticos, secuencias que actúan como interruptores genéticos programados para activarse solo en células específicas. Como si la IA pudiera componer una llave maestra para una puerta y deja todas las demás cerradas.
A diferencia de los sistemas tradicionales de edición genética, que suelen operar mediante prueba y error, esta IA actúa como una diseñadora predictiva. Primero analiza patrones en grandes conjuntos de datos, muestran cómo diferentes secuencias de ADN se comportan en distintas condiciones celulares. A partir de ese aprendizaje, genera nuevas secuencias no existentes en la naturaleza y, según sus cálculos, deberían funcionar igual o incluso mejor que las naturales.
El sistema se basa en modelos de aprendizaje profundo (deep learning), capturan relaciones complejas entre los elementos reguladores del ADN y su efecto en la expresión génica. Esta IA no se limita a copiar lo que ya existe: crea soluciones nuevas y las ajusta con criterios de precisión biológica. Según el diario español El país, los investigadores probaron más de 40 000 secuencias diseñadas por la IA y muchas de ellas lograron activar genes solo en los tipos celulares deseados, sin interferencias en otros tejidos.
La nueva era de la investigación

En el universo de las ciencias naturales, donde cada célula y cada proteína pueden esconder respuestas vitales, una nueva aliada empieza a consolidarse: la inteligencia artificial. Lejos de ser una sustituta de la mente humana, la IA emerge como una herramienta –más potente, aunque aún dependiente de la guía del científico– que poco a poco está cargando la balanza a favor de su utilidad.
¿Puede una máquina ayudar a entender el lenguaje oculto de la vida? La evidencia empieza a sugerir que sí: lo hace a través de aportes concretos que ya están redefiniendo la investigación.
¿Magia? No. Algoritmos. Si la ciencia alguna vez tuvo algo de brujería, hoy su varita es de silicio y sus conjuros se escriben en código.
Uno de los ejemplos más notables lo ofrece AlphaFold, una inteligencia artificial desarrollada por la compañía DeepMind, de Google; esta logró predecir la estructura tridimensional de las proteínas con una precisión comparable a la de los métodos experimentales tradicionales.
El avance, considerado uno de los mayores logros en biología computacional de la última década, ha permitido a investigadores en todo el mundo ahorrar años de trabajo y acelerar el desarrollo de nuevos medicamentos, explica la revista National Geographic.
Y si la inteligencia artificial puede operar a escala microscópica, también empieza a demostrar su utilidad en el cuidado del medioambiente. Por ejemplo, el Ayuntamiento de Fresno de la Vega y la Universidad de León, en España, han iniciado un proyecto conjunto para aplicar tecnologías avanzadas a la protección del entorno en zonas rurales. Esta colaboración, resalta el sitio web de dicha casa de altos estudios, busca introducir herramientas como la IA y el análisis masivo de datos y monitorea la biodiversidad local a través de sensores.
La IA se filtra por los poros de la investigación, no reemplaza al científico, mas lo rodea y lo potencia. Sin embargo, no es la solución a todos los problemas.
IA: El espejo
Si bien la automatización impulsada por esta herramienta redefine las dinámicas laborales contemporáneas, la persistencia de la cognición humana, caracterizada por su adaptabilidad y juicio situacional, sugiere una reconfiguración más que una obsolescencia total de la fuerza laboral del hombre.
En opinión de Nick Frosst, fundador de la empresa tecnológica Cohere y exinvestigador de Google, los sistemas que se están desarrollando se centran en predecir el siguiente elemento más probable, ya sea una palabra o un píxel. Esta aproximación difiere sustancialmente de la capacidad humana de comprender y adaptarse al mundo.
El experto argumentó en el portal ruso Sputnik Mundo: las personas poseen la facultad de afrontar los cambios cotidianos, mientras que las máquinas, si bien intentan anticipar eventos imprevistos, carecen de la capacidad de innovación. En esencia, la inteligencia artificial, en su estado actual, tiende a replicar o perfeccionar patrones previamente observados.
Cual artesano invisible en cada rama de las biociencias, la IA teje lazos entre datos y descubrimientos, entre algoritmos y vida. Al final, su valor no reside en reemplazar la mente humana, sino en extenderle la mano y explorar juntas los misterios que aún esperan ser revelados.
¿Pero es todo tan prometedor como parece? La irrupción de la IA en campos tan sensibles, también abre un debate bioético ineludible.
¿Hasta qué punto podemos confiar en los resultados de una máquina? ¿Qué ocurre con la privacidad de los datos genéticos analizados? ¿Quién controla los algoritmos? ¿Cómo evitar que esta herramienta se convierta en un privilegio en lugar de un derecho?
Frente a estas preguntas, la IA aún no responde. Ni debe hacerlo. Porque, al final, sigue siendo un espejo: refleja lo mejor –y lo peor– de quienes la usan.
Lejos de ser meras inquietudes académicas, estas cuestiones ya se discuten en foros de bioética, donde se insiste en la necesidad de transparencia, trazabilidad de los algoritmos y, sobre todo, supervisión humana constante. Expertos coinciden en que la IA no debe tomar decisiones clínicas por sí sola y su uso debe ajustarse a principios éticos como la equidad en el acceso, la responsabilidad compartida y la justicia social.
En definitiva, la inteligencia artificial se está convirtiendo en una herramienta versátil al servicio de la ciencia, capaz de acelerar procesos, generar nuevas hipótesis y abrir caminos insospechados en la investigación. No es la protagonista de la historia, pero sí una coautora eficaz que, bien utilizada, puede escribir junto a nosotros los próximos capítulos del conocimiento humano.