Se reestrena una obra emblemática de la literatura dramática latinoamericana en la sede de la capitalina compañía Hubert de Blanck, con dirección general de Orietta Medina y puesta en escena de Fabricio Hernández
Pareciera como si las historias se repiten o ¿reciclan?; esa es la sensación que se siente tras disfrutar la comedia ¿Quién quiere comprar un pueblo?, reestrenada por la habanera compañía Hubert de Blanck, con un montaje de Fabricio Hernández y la asistencia de dirección de Luis Juan Aranzola.
Escrita en 1966 por el argentino Andrés Lizarraga, esta obra deviene invitación a pensarnos desde nuestras cotidianidades y preocupaciones existenciales más apremiantes.
Se inspira en un hecho real acaecido en Europa y relata las peripecias de los habitantes de un pequeño y “olvidado” pueblo del sur de Italia, quienes hastiados de su paupérrima vida valoran, como única solución ante la adversidad y la miseria, una idea tan descabellada como absurda: “vender el pueblo”.
Sin duda, en tal manifiesto de determinación, habita una paradoja repleta de desprendimientos y renuncias que ponen en juego la identidad y la cultura, defendidas hasta el resuello por algunos de los personajes o desestimadas por otros.
En esta obra, entre hilaridades y goces, emerge una sátira puntual y lúcida, al resaltar los defectos y las fallas que nos desuelan como grupo humano para suscitar y promover el cambio, el crecimiento espiritual y económico.
Andrés Marcelino Lizarraga (1919-1982) fue dramaturgo, guionista y letrista. Desplegó una fructífera trayectoria artística en el teatro, la televisión y escasamente, en el cine. Entre los más de 25 textos concebidos por él, 18 fueron llevados a escena en América y Europa. Asimismo, varios de ellos se tradujeron al alemán, francés, finés, chino, polaco, portugués, ruso y rumano.
Tres jueces para un largo silencio integra la Trilogía Histórica o Trilogía de Mayo junto a las obras Alto Perú (1960) y Santa Juana de América, galardonada con el Premio Casa de las Américas, en 1960, en la categoría de Teatro, y el primer laurel otorgado en ese apartado en el prestigioso concurso literario.
Trabajó en diferentes guiones para televisión junto a Osvaldo Dragún. En el cine también dejó impronta; en Alemania se rodaron y estrenaron dos películas basadas en textos suyos. Igualmente, a finales de la década del 60, el realizador Manuel Antín dirigió el filme Castigo al traidor, con Lizarraga como coguionista junto a él.
Una parte importante de su obra carga un hondo sentido de compromiso social y político, desde las cuales documentó, denunció y reprobó los atropellos e injusticias de las dictaduras militares en América Latina durante los años 60 y 70, como se aprecia en el montaje que nos ocupa.
No escapa a la sagacidad del más ingenuo de los espectadores, los paralelismos que se establecen en ¿Quién quiere comprar un pueblo? con las realidades de algunas sociedades contemporáneas. Sin sutilezas plantea una reflexión de resistencia y reafirmación en torno a valores, atributos, virtudes, desde siempre, salvaguardados y refrendados a partir del imaginario de la colectividad.
En medio del desatinado plan que significa “vender el pueblo” al mejor o peor postor, Lizarraga sugiere una visión donde surgen múltiples lecturas, pues en el decurso del relato afloran seguidores y detractores que intercambian sus roles y posiciones, disienten o aceptan la propuesta, según las circunstancias y sus conveniencias.
Toma matices fácilmente identificables, el tema de la insularidad vinculado con la tendencia a las migraciones por mejores condiciones de subsistencia y la problemática generacional sobre el abandono del terruño por los jóvenes y la permanencia de los más viejos para abonarlo. Así, se visibilizan aristas de fenómenos desoladores, pocas veces abordados en la escena con tal enfoque y acicalados desde el lustre del arte.
La demagogia de ciertas figuras públicas, el matrimonio por conveniencia, las alianzas entre los más solventes o acaudalados y la iglesia, la prostitución femenina y otras modalidades de meretricio, como la idea de “vender el pueblo”, son algunos tópicos abordados en la obra y lanzan una crítica abierta a las relaciones de poder, subalternidad, en ocasiones conservadoras y codiciosas, justo en contextos de carencias y penurias.
La nómina liderada por Fabricio Hernández evidencia un desempeño actoral equilibrado. Cada intérprete, tanto en roles humorísticos como en contrapartes, exhibe virtuosismo y organicidad, detalle que ya apunta hacia una estética peculiar del colectivo en los montajes de comedia.
La puesta resulta sugerente en cuanto a las búsquedas de recursos escénicos originales, creativos y movilizadores de la reflexividad en los públicos. Con perspicacia suscitan la risa, en tanto sacan partido de la vigencia y universalidad del texto para hurgar y exponer problemáticas similares a las de nuestro contexto social, político y cultural.
Solo cabe resaltar ciertas incongruencias en los minutos iniciales a la hora de asumir el tono de comedia. Por suerte, en el decurso, los intérpretes se apropiaron con éxito de las inflexiones y matices que singularizan al género.
¿Quién quiere comprar un pueblo? Más que energía y goce para los sentidos, se alza como una sui generis e impresionante declaración de principios; tal y como se expresa en la hoja de sala, esta obra revela el “papel del individuo en la construcción y defensa de su destino”.