El asesinato de 13 mineros en Pataz desnuda la inacción del gobierno de Dina Boluarte. Se agrava la crisis de seguridad y gobernabilidad en la nación andina
La masacre de 13 mineros en la provincia de Pataz, región La Libertad, desnudó la desidia, la negligencia y la desconexión del gobierno de Dina Boluarte con la realidad más cruda del país.
Los cuerpos desnudos y maniatados hallados en un socavón, con impactos de bala a quemarropa, retratan con brutal claridad el colapso del aparato estatal frente al crimen organizado. Retratan también, con dolorosa nitidez, que en Pataz no manda el Estado; manda el crimen, una realidad.
Los trabajadores asesinados prestaban servicios para la minera Poderosa a través de la contratista R&R. Desaparecieron el 25 de abril, pero durante días el Ejecutivo y la Policía negaron la ocurrencia misma del secuestro.
La insensibilidad institucional quedó registrada en la voz del presidente del Consejo de Ministros, Gustavo Adrianzén, quien afirmó que “no había ninguna denuncia” y puso en duda la veracidad de lo ocurrido. El jefe policial regional, general Guillermo Llerena, repitió el libreto. Nadie actuó.
El hallazgo de los cadáveres dentro del socavón el 4 de mayo no solo confirmó lo que los familiares venían denunciando, sino que desmontó el discurso oficial y reveló el profundo desamparo en el que opera buena parte de la clase trabajadora minera en Perú.
La Coordinadora Nacional de Derechos Humanos fue tajante: “La criminalidad avanza ante la inacción del gobierno, que no respondió con la urgencia que la situación exigía, incluso en pleno estado de emergencia”.
La provincia de Pataz se encuentra en estado de emergencia desde febrero. En teoría, las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional controlan la zona. En la práctica, las mafias de la minería ilegal, los sicarios y extorsionadores imponen su ley, ejecutan, toman rehenes y destruyen infraestructura estratégica sin enfrentar consecuencias.
El caso de los 13 mineros no es un hecho aislado. Solo el día anterior otros 20 trabajadores fueron secuestrados en la planta de la minera Caravelí, en Tayabamba, también en Pataz. Dos policías resultaron gravemente heridos.
A finales de marzo, cinco personas murieron tras una emboscada contra un vehículo de Poderosa, y en diciembre pasado nueve trabajadores fueron asesinados. En total, desde 2020 han muerto al menos 39 personas relacionados con esta empresa.
El crimen organizado encontró en la minería ilegal un filón más rentable que el narcotráfico. El alza del precio del oro y la ausencia de regulación convirtieron esta actividad en el nuevo motor del delito estructural en Perú y el gobierno de Boluarte no ha podido, o no ha querido, enfrentarlo con decisión.
Solo después del hallazgo de los cuerpos, Boluarte decretó un toque de queda, suspendió las actividades mineras por 30 días en la zona y anunció la instalación de una base militar. Pero esas medidas, más simbólicas que estratégicas, llegaron tarde.
En medio de la conmoción, el alcalde de Pataz, Aldo Carlos Mariños, denunció que “Cuchillo”, cabecilla implicado en la masacre, habría escapado a Colombia pese a que las autoridades conocían su ubicación. La sospecha de complicidad estatal cobra fuerza.
Las declaraciones de los compañeros de las víctimas también desmienten la versión oficial. Desde los primeros días afirmaron que los secuestradores exigían un millonario rescate. Mientras tanto, los familiares de los desaparecidos marchaban con carteles que rogaban: “No más indiferencia. El tiempo corre en contra”. Nadie los escuchó.
¿De qué sirve un estado de emergencia si las fuerzas armadas y policiales actúan con ceguera selectiva? ¿De qué sirve una presidenta que solo se pronuncia cuando ya no queda nada que salvar?
Una vez más, el gobierno de Dina Boluarte falló en su deber más básico: proteger la vida. Ni la empresa contratista ni la minera Poderosa ofrecieron garantías de seguridad. Tampoco el Ejecutivo activó mecanismos rápidos de inteligencia y respuesta. La historia de estos trabajadores, muertos en el fondo de una mina, es además la historia del abandono oficial, del desprecio institucional por la vida de los que laboran en las zonas más peligrosas del país.
Este crimen masivo y su antecedente inmediato –la indiferencia oficial– no deben pasar al archivo de los escándalos momentáneos. Pataz exige justicia, no solo para castigar a los asesinos materiales, acaso para cuestionar la estructura de poder que tolera y permite estos hechos.
La presidenta Dina Boluarte puede apelar a discursos tardíos y maniobras de contención política, pero el país ya no cree en sus decretos ni en sus palabras. Pataz ha puesto al descubierto una verdad insoportable: en Perú hay territorios enteros donde el Estado ha claudicado, ha renunciado a su soberanía y ha dejado que la ley la dicten las balas.
Cada día que pasa sin una acción estructural y decidida, la sangre de estos 13 trabajadores sigue marcando un reclamo pendiente: el derecho a vivir, a trabajar y a no morir olvidado en el fondo de un socavón.