“Recen por mí”

Petición formulada por el papa Francisco. Veremos aquí tres grandes motivos para no olvidarlo nunca

Fotos. / GILBERTO RABASSA


Pudiera pensarse que ha sido denominado por sus simpatizantes como el Papa de los Pobres, el de la Gente, el de los Pueblos, a partir de la forma de ser que tenía siempre.

Quizás sería porque nunca pudo disimular ni ocultar otras cualidades: carácter jovial, sonrisa amable, cariñoso al tratar a las personas, sencillez, modestia, decencia al saludar a sus fieles desde el Papamóvil; en fin, un semblante perenne de respeto amistoso, unido a su indiscutible carisma personal.

No solamente por eso sus devotos lo han calificado como decimos en el primer párrafo. A todos esos apelativos debemos sumarle convencidos, con los ojos cerrados, sin temor a engañarnos a nosotros mismos: la sensatez de sus consejos, la sinceridad de sus palabras, la simpatía de su amistad, la firmeza de sus creencias y, sobre todo, la rotunda profundidad de sus críticas a lo mal hecho, su manera de sufrir ante los crímenes y las injusticias cometidas por los poderosos contra los seres humanos más pobres o contra algunas naciones menos desarrolladas, pero libres.

Hay que ver la semilla y la raíz

Jorge María Bergoglio, su verdadero nombre, ocupó en el Vaticano el cargo de sumo pontífice o Vicario de Jesucristo No. 266. Fue el sucesor de Benedicto XVI, quien renunció en febrero de 2013. Se convirtió entonces en el líder máximo de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y en el primer Papa latinoamericano. Nació en Buenos Aires, Argentina, el 17 de diciembre de 1936 y falleció en la ciudad del Vaticano, en Roma, a los 88 años, el 21 de abril de 2025. Además, resultó ser el octavo soberano de dicha ciudad desde el 13 de marzo de 2013 hasta su muerte.

En su autobiografía, a la que puso el título de Esperanza –publicada apenas tres meses antes de morir– confesó con toda la honestidad de su alma, no poder imaginar sus pasos muy separados de la querida familia donde se formó.

Escribió acerca del padre, Mario, inmigrante italiano llegado a Buenos Aires en 1929, huyendo de la pobreza, de la guerra grande y de los horrores del fascismo. “Mi padre ejerció como contador de oficio, un hombre muy alegre y sabio, de gran autoridad en la casa”, apuntó en su reseña biográfica.

De clase media, la familia residía modestamente en una vivienda de una sola planta, en el barrio bonaerense de Flores. La madre, según él, atendía el hogar con amor. “Éramos una familia común, en dignidad”, de ese modo dejó sentada su honrada definición el papa Francisco en sus últimas memorias escritas.

Nada de epitafios en su tumba     

El también llamado Príncipe de los Apóstoles, Obispo de Roma y sucesor de San Pedro, no dejó dicho o escrito ninguna frase para su tumba y solo sugirió pusieran en ella la palabra en latín que rendía su homenaje entrañable al ser de su más honda devoción:Franciscus, aludiendo a San Francisco de Asís.         

Con tiempo diseñó su propio sepulcro y sería profanación censurable no cumplir esa especie de eterna despedida. Solicitó colgaran sobre tal palabra el crucifijo que solía llevar consigo, una rosa blanca y todo iluminado por un solo foco. También sugirió que lo sepultaran en la basílica de Santa María la Mayor, templo visitado por él frecuentemente como Cardenal y Pontífice.

Los tres motivos para no olvidarlo     

   Los motivos pudieran resumir las cualidades de Francisco para no olvidarlo nunca.

El primero, haber escogido como pseudónimo religioso el nombre de pila del célebre Santo y ser entonces para siempre su fraternal “tocayo”. El segundo, por la conmovedora solicitud pública a sus admiradores algunas semanas atrás, cuando con una pequeña dosis de sana vanidad pidió a sus fieles “Recen por mí”, como si presintiera su muerte cercana. Y el tercer motivo, lo dicho en su aplaudido discurso del Salón Plenario de la ONU el jueves 24 de septiembre de 2015, cuando evocó un fragmento poético:suceso inesperado, estremecedor y sorprendente.

Citó una estrofa de la clásica obra literaria El Gaucho Martín Fierro, del escritor José Hernández.

Aquella estrofa lo retrataba de cuerpo entero: “Los hermanos sean unidos, / Porque esa es la ley primera; / Tengan unión verdadera / En cualquier tiempo que sea, / Porque si entre ellos pelean, / Los devoran los de ajuera”.   

Tal alusión ante el importante organismo internacional tuvo ribetes simbólicos. El famoso novelista Juan Eduard Cirlot dejó dicho: “Vivimos en un mundo de símbolos y un mundo de símbolos vive en nosotros. Cada uno de ellos es la cifra de un misterio”.

Obsérvese que el sumo pontífice argentino quiso en aquella ocasión referirse a la relevancia de la unidad entre los hermanos, miembros de la familia, grupo humano, pueblo o país, y le echó mano convencido de eso a tal conjunto de versos, muy gráficos y oportunos al respecto.

Para citar en la ONU, escogió el papa Francisco al gaucho sufrido, quien vivía en un rancho con paredes de adobe, techo de paja y cortinas de cuero de yegua sin curtir, con pisos de tierra, en rústicos cuartos.   

Conocía él perfectamente el espíritu noble de esa obra en la que su autor, refiriéndose a la conveniencia y necesidad de la unión humana, hizo decir a Martín Fierro estas dos expresiones maravillosas: “Un hombre junto con otro/ en valor y juerza crece”, y expresó al mencionar la tristeza de los más humildes –esos que Francisco gozaba en ayudar– definidos así por el escritor mentado: “Son campanas de palo, / las razones de los pobres”.

Quizás por eso es que el papa Francisco no vaciló nunca, a lo largo de su ministerio, tanto en público como en privado,  de pedir con una pizca de sana vanidad: “Recen por mí”.


Fuentes consultadas: Los versos que sorprendieron en la ONU, Luis Hernández Serrano, Juventud Rebelde, página 9, domingo 4 de octubre 2015. Y El Gaucho Martín Fierro, Tercera edición bilingüe, Instituto Cultural Walter Owen, impreso en Buenos Aires, Argentina, en 1967.

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