Era respetada por la precisión de sus asertos; si decía que iba a llover, las nubes poblaban tan densamente el cielo, y con tanta bronca entre estas, que la furia se vertía en la tierra con llantos espesos; si alguien le preguntaba cuán ridículo estaba con aquella camisa estrecha, luego algún gesto brusco del brazo propio la desgarraba como para evitar burlas ante una moda guardada en el baúl de los siglos. Así eran de pesadas sus predicciones. Nunca supieron cómo hacía “magia”, simplemente la toleraban.
Ella responsabilizaba a todos, objetando que no era culpable, que de hilo conductor tenía al entorno, y que sus presagios respondían a los ardores de la gente, pues era como un pececito en una pecera. Desde allí, a diario, captaba y “traducía”. Jamás comentaban que era chismosa o trastornada, más bien la asimilaban como alguien pintoresco y recién llegado a un barrio con bordes de abismos en atrevimientos juveniles o por otros ya carcomidos resultado de muchos trajines. Nadie la corregía cuando afirmaba sentirse desnuda frente intrusiones ajenas. Quid pro quo; eran observados y a ella la veían vestida.
Aun con esos devaneos se cuidaron de asegurar que estaba perturbada, la aceptaban tal cual; rara en su hipérbole de vida y pronósticos. En cambio, referían que era infeliz al constatarle familia ausente alrededor de la mesa o nulo periquito cantando en jaula saciada de alpiste. Y era cierto; se bastaba disfrutando sobremanera del nexo adivinatorio para con los demás, o eso declaraba.
La aceptaban, y ella correspondía, pero algo fracturó la armonía, la convivencia tácitamente establecida. Sucedió cuando decidió abrirse a amistades más tangibles, menos telefónicas, porque en realidad soñaba cadenas al sol, anillos de alegrías y deseos incontenibles de compañía puertas adentro. Taza de café en mano junto al ventanal del balcón rumiaba nuevos vaticinios y lazos cordiales, aspiraciones hechas añicos justo en el momento en que aquel niño le gritó loca y lanzó la piedra. No solo rompió el cristal; la pesadilla la marcaría ya para siempre.
Un comentario
Mari, me ha conmovido este estupendo relato que, pese a saberlo de ficción, no puedo evitar un sentimiento de tristeza. Es así la literatura, capaz de hacer vivir como propias y reales emociones ajenas imaginadas. Me hiciste recordar que cuando niño nunca compartí la pillería, inocentemente malvada, de gritarle: Yía bobo, a un infeliz demente de mi barriada, en Segunda Ampliación de Alturas de Luyanó. Te animo a seguir escribiendo y publicando en esa otra y no menos bien dotada faceta de tu talento creativo.