Testimonio detallado y conmovedor de cómo el ser humano es capaz de arrostrar los mayores peligros cuando se decide a cumplir una meta
En 1953 un libro atrajo la atención no solo de quienes amaban el montañismo, sino de todas las personas que habían seguido, tres años antes, los reportes de los medios de comunicación acerca de la expedición francesa empeñada en ascender a los picos más altos del Himalaya.
Annapurna. Primer 8000 era el testimonio de Maurice Herzog, un entusiasta alpinista a cuyo cargo quedó el grupo reunido por un muy respetado colega, Lucien Devies, para llevar a cabo la misión auspiciada por el Club Alpino Francés. Además de Herzog, el equipo estuvo integrado por Jean Couzy, ingeniero de aviación; Marcel Schatz, gerente de una empresa; Louis Lachenal, profesor de la Escuela Nacional de Esquí y Alpinismo; Lionel Terray y Gastón Rebuffat, guías profesionales de Chamonix; Marcel Ichac, cineasta; Jacques Oudot, cirujano. Herzog los califica de “hombres ‘duros’, de acusada personalidad y caracteres salientes”.
Compuesto por 20 capítulos y un prólogo realizado por el propio autor, el volumen narra “una terrible aventura”. Con el propósito de resaltar “el aspecto humano de los acontecimientos”, el improvisado escritor dictó su contenido en el Hospital Americano de Neully, donde se reponía de los severos daños causados por la congelación a sus manos y pies.
Además de sus vivencias y la correspondencia escrita a lo largo de la expedición, se auxilió del diario personal de Louis Lachenal y de las precisiones agregadas por el resto de sus compañeros.
Siguiendo un orden cronológico, Herzog va relatando los hechos, desde que comenzaron los preparativos. Luego rememora la salida de Francia, el viaje a la India y a Nepal, el paso por diversas regiones hasta arribar al Himalaya. Allí contrataron a sherpas (guías resistentes, hábiles montañistas) y a porteadores.
Su primer objetivo no fue ascender al pico del Annapurna, sino al del Dhaulagiri. Para eso avanzaron hasta el pueblo de Tukucha, residencia de unas 500 personas y conformado por “un laberinto de callejones […] Las casas son verdaderos fortines. La mayoría de ellas son posadas en las que los viajeros pueden pasar la noche”. Se instalaron en el lugar y empezaron a explorar las posibles vías de acceso.
El impracticable Dhaulagiri
Ya en “la madrugada del 26 de abril, las dos caravanas se ponen en marcha para varios días. Nos acompañan algunos sherpas con esquís y ‘unidades de altura’”, refiere el montañista. Mediante diálogos, anécdotas, descripciones, vamos conociendo paso a paso las escaladas, pequeños éxitos, peligros, decepciones, el agotamiento de los cargadores, quienes -debido al peso- se hunden en la nieve “hasta la cintura”.
Durante los descansos todos duermen en tiendas minúsculas e incómodas, seleccionadas porque “no pesan más que dos kilos, pues son de nylon y duraluminio. Pueden llevarse en una mochila”.
Según ascienden, sufren por la falta de oxígeno; se sienten “rendidos, con las piernas flojas y la cabeza pesada”. Antes de rebasar los 6000 metros de altura precisan detenerse por falta de una senda viable. Para colmo, estalla una tormenta. Tienen que descender rápido hasta un sitio más protegido. La niebla los rodea. “Siniestros crujidos hacen temblar los grandes bloques de hielo sobre los cuales nos aventuramos […] Aludes de nieve reciente se desmoronan continuamente con terrible estruendo”.
No obstante, logran regresar indemnes al campamento base. Han perdido tiempo valioso y se acerca la temporada del monzón, cuyos vientos, lluvias e inundaciones harían imposible cualquier movimiento.
En más de una ocasión el grupo se dividió para examinar disímiles rutas. Una vez Herzog se perdió a 4500 metros de altura. “Mojado, rendido y hambriento”, casi exhausto, se reencontró con sus camaradas.
Reunidos todos en Tukucha el 14 de mayo, optan por probar suerte en el Annapurna, a unos 30 kilómetros de distancia. En una carta escrita al día siguiente y dirigida a Lucien Devies, Herzog le explica la decisión: “A decir verdad si el Dhaula es una monstruosa pirámide, el Annapurna reina sobre un macizo muy poderoso, con una cincuentena de más de 7000, aristas muy altas y, probablemente, una cuenca superior casi inaccesible, cuyo único punto débil parece ser una depresión por la cual atacaremos”.
Un premio rodeado de escollos
De nuevo emprenden ascensos exploratorios, se enfrentan a situaciones arriesgadas, en las que un resbalón podría costar la vida. Sin embargo, Herzog lo cuenta con la mayor naturalidad del mundo, como si estuviera recordando algo cotidiano.
Finalmente, una mañana se hallan ante la vertiente norte de la elevación. En el libro leemos: “Nunca he visto una montaña tan grande en todas sus proporciones. Es un mundo resplandeciente y amenazador al mismo tiempo, en el que la mirada se pierde […] Hoy, 23 de mayo, es el día más hermoso de la expedición”.
Con entusiasmo, sopesan algunos itinerarios. Apenas les quedan dos semanas hasta la aparición del monzón. Avanzan con prisa. A más de 6600 metros el sol quema, funde la nieve y hace aún más difícil la marcha.
El capítulo XIII del volumen se titula “3 de junio de 1950”. En él cambia el tono del relato, surgen la emoción intensa, el sentimiento, la conmoción. No podía ser de otro modo, pues Herzog narrará en sus páginas y en las posteriores cómo coronaron la cúspide y, sobre todo, las desastrosas circunstancias del descenso, el dolor, el miedo.
A 7500 metros, luego de padecer una gran helada y vientos insoportables, solo Herzog y Lachenal reemprenden la subida. “La temperatura es bajísima y el frío nos penetra como si estuviésemos desnudos, a pesar de nuestros trajes de plumón. Durante las paradas golpeamos fuerte con los pies”. Temen al congelamiento.
Pero no se rinden. Y llegan a la cumbre, situada a más de 8000 metros. Por primera vez el ser humano conquista tal altura. “La cima es una arista de hielo formando cornisa. Los precipicios del otro lado son insondables, espantosos. Caen verticalmente bajo nuestros pies. No creo que haya muchos por el estilo en ninguna otra montaña del mundo”.
Tras dos o tres minutos de euforia, inician el veloz regreso, pues las condiciones climáticas se deterioran. Pronto la niebla les impide ver. Bajan, resbalan, ruedan; pierden instrumentos y guantes. Continúan. Es eso o morir.
Con las manos y los pies helados arriban al refugio número cinco. Allí Terray y Rebuffat les prestan los primeros auxilios. Sin embargo, la odisea no ha terminado. Necesitan retroceder con urgencia hasta el campamento dos, donde permanece el cirujano.
Herzog y Lachenal no pueden caminar ni agarrar objetos. Durante el trayecto sus dos acompañantes quedan ciegos temporalmente, debido a la reverberación del sol. Guiándose y sosteniéndose unos a otros alcanzan los refugios intermedios. Desde ese momento los transportan los sherpas y otros expedicionarios. Milagrosamente todo el grupo sobrevive a un alud.
Por fin los accidentados son acogidos en tiendas cálidas y reciben el consuelo de quedar en manos expertas. Aunque el alojamiento se transforma en hospital y Jacques Oudot aplica sus sólidos conocimientos médicos, las curas, en condiciones de campaña, son atroces. A cada minuto crece la amenaza de la gangrena y de la amputación.
El retorno a la capital de Nepal, atravesando pueblos y aldeas castigados por el monzón, es otra agonía. Crecidas de ríos, puentes precarios. Los lesionados viajan en trineos o sobre las espaldas de los porteadores. Heroica e “increíble empresa del salvamento, que no terminará hasta después de una larga y dolorosa marcha de más de cinco semanas, bajo una lluvia torrencial y por terrenos peligrosos y escarpados. Esta retirada, de la cual los heridos saldrán resucitados, es una verdadera hazaña que honra a todos mis compañeros de expedición”, reconoce en su testimonio literario Maurice Herzog.
Para los lectores que gustan de tales historias, BOHEMIA adjunta una de las reediciones de Annapurna. Primer 8000. Disfrútenla.
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