Como parte del XXVI Festival de Cine Francés en Cuba se exhibió un ciclo homenaje sobre ese notable actor que incluyó el filme Remolques
Por PEDRO ANTONIO GARCÍA*
El autor de esta reseña recuerda con nostalgia aquellas tardes de sábado, durante su preadolescencia, en la sala 12 y 23 del Vedado, cuando su abuela y su madre -empedernidas cinéfilas-, lo llevaban a las tandas dobles, las cuales incluían un filme de estreno (casi siempre franco-italiano) y la “película de relleno” (cine en blanco y negro, con clásicos de los años 40 y 50).

Algunas de esas cintas solo estaban permitidas para mayores de 13 años (él tenía apenas 11) pero la portera era vecina de la familia y se hacía de la vista gorda. Gracias a ella este periodista, todavía en sexto grado, pudo ver El Ciudadano Kane, Té y simpatía, Cenizas y diamantes y Todo comienza el sábado, en una larga lista de títulos que hoy día, seis décadas más tarde, muchos de ellos escapan a su (mala) memoria.
En aquel momento no supo valorarlos en toda su dimensión, pero le impresionaron gratamente y le hicieron comprender intuitivamente lo que era el buen cine. Entre las novedades de entonces tuvo su primer encuentro, pantalla de por medio, con el actor Jean Gabin, a quien precisamente se le rindió homenaje con un ciclo fílmico en esta edición del XXVI Festival de Cine Francés en Cuba.
Uno de los títulos exhibidos dentro de esta muestra, Remolques (Jean Gremillon, 1941), que hasta ahora le había sido esquivo a quien escribe estas líneas, no solo interesado en la actuación de Gabin sino también en el guion escrito por Charles Spaak, André Cayatte y Jacques Prevert, basado en la novela de Roger Vercel.
Según la trama, el capitán de barco André Laurent (Jean Gabin) se dedica a remolcar naves en dificultades y traerlas seguras a puerto. Su esposa Yvonne (Madeleine Renaud) sueña con la jubilación de su cónyuge y la compra de una casa con vista al mar donde vivirían tranquilos. En medio de la boda de un amigo, llaman a André para un rescate. Y entonces entra en escena Catherine (Michele Morgan).
A esta cinta los críticos europeos la habían considerado casi una obra maestra allá por los años 40 e incluso en nuestros días tras recientes reposiciones. Tal vez influyera el motivo patriótico de su prohibición por la censura nazi durante la ocupación alemana de Francia. Pero el tiempo, ese mal erosivo tan dañino en el séptimo arte, le ha pasado cuenta.

En primer lugar, abundan las secuencias predecibles. Ya en el primer rollo los cinéfilos avezados adivinan el agravamiento de la enfermedad de Ivonne. Luego cuando Laurent rescata en alta mar a Catherine, en la mirada de Gabin se prefigura el inminente romance. Igualmente, algunos diálogos –por ejemplo, los del capitán con su esposa– se nos antojan obsoletos y manidos.
El final de la película, aunque no fue del agrado de muchos de quienes acompañaron a este periodista en su proyección, es magistral, pero esta página no va a cometer el pecado de contarlo. La fotografía de Armand Thirard es muy eficaz, algo usual en esa cinematografía; y la música, aunque muy a los años 40, deviene excelente soporte de la trama, incluso el cántico religioso de la secuencia final, tan criticado por uno de los guionistas, el luego realizador de excelentes cintas Jacques Prevert.
Las actuaciones son de primer orden, sobre todo Gabin. Madeleine Renaud, encarnando a Yvonne Laurent, está bien, con pocas opciones en el guion y en un papel no muy exigente, el cual –diría mi abuela– “con su experiencia en el teatro francés saca fácil, a punta de lápiz”.
Michele Morgan es punto y aparte: su indiscutible belleza, con los ojos más poderosos del cine francés y ese “magnetismo animal” (el calificativo se lo daba el cineasta Howard Hawks a mujeres de su tipo), devorando a la cámara en cuanto sale a escena, es todo un espectáculo. Solo Ingrid Bergman pudo despojarla del protagónico de Casablanca, a pesar de haber sido la francesa una anterior opción de los productores.
¿Por qué, si tiene tantos defectos, usted entonces calificó en IMDB con ocho puntos a este filme?, indagarán los lectores. Entre otras cosas, porque se disfruta verlo, no decae nunca, conserva un ritmo insólito para el cine francés de aquella época y del actual. Los comentarios favorables a la salida de la sala, la actitud de quienes asistieron a la proyección al no moverse de sus asientos, atentos, sin deserción alguna antes del final, constituyen una buena demostración de ello.
*Periodista y profesor universitario. Premio Nacional de Periodismo Histórico por la obra de la vida 2021.


















