Foto./ escambray.cu
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Patrimonio y tradición: Sancti Spíritus

El 27 de mayo de 1867, por orden real dictada desde la metrópoli española, Sancti Spíritus fue oficialmente elevada a la categoría de ciudad, marcando un logro fundamental en su trayectoria histórica. Fundada en 1514 por el adelantado Diego Velázquez en las cercanías del río Tuinicú, la localidad fue trasladada en 1520 al río Yayabo en busca de mejores condiciones, consolidándose como una de las primeras villas coloniales en Cuba durante el siglo XVI.

Hasta ahora, en esta sección de Bohemia Vieja no habíamos profundizado en la riqueza de las ciudades que integran nuestro hermoso archipiélago, por lo que decidimos rescatar y destacar este importante artículo. La significación histórica y cultural de Sancti Spíritus la ha llevado a integrar una lista de sitios protegidos como Monumento Nacional, reafirmando su papel como símbolo de identidad y progreso regional.

Esta localidad se distingue por su legado patrimonial, pues fue uno de los primeros asentamientos fundados en el territorio y por lo cual fue testigo de los procesos coloniales que forjaron la Cuba moderna. La ciudad, que en sus inicios fue un centro de expansión española, ha mantenido su relevancia a lo largo de los siglos, arraigada en tradiciones y valores que definen su identidad.

La celebración de su fundación nos invita a valorar y recordar la importancia de Sancti Spíritus en el proceso histórico cubano. La declaración de su condición de ciudad representa mucho más que un acto administrativo: fue un reconocimiento a su legado y a su contribución en la formación del país. De ahí que invitemos al lector a disfrutar de la serie de reportajes escrita por la reconocida periodista María Álvarez Ríos, publicado en la edición 50, el 12 de diciembre de 1948.


Sancti-Spíritus es así[1]

Serie de Reportajes, por María Álvarez Ríos

(Gracias al señor Segundo Marín García, Historiador de la Ciudad, por sus atinadas indicaciones).

Una mujer diferente tiene más encanto que otra simplemente bella. Con los pueblos sucede igual. Los que tienen rasgos propios son más interesantes, como en el caso de Sancti Spíritus, un pueblo con personalidad.

Los espirituanos tienen gran apego por sus costumbres. Los siglos van pasando y con ellos el progreso realiza un cambio beneficioso en el pueblo, pero este cambio es epidérmico nada más. La estructura sigue allí, sin que nada logre alterarla.

Conviene repetir (por si alguien no lo supiera) que Sancti Spíritus es la cuna indiscutible de esa prenda de vestir del ropero masculino que provocó recientemente el interesantísimo bombardeo de artículos y conferencias entre los intelectuales habaneros: la guayabera, un siglo después rebautizada con el nombre de “guayhavana” y que originalmente se llamó “yayabera”, esto es, de la región del río Yayabo.

El parque

A uno le parece que Sancti Spíritus quedaría sin un soplo de vida si le dejara de latir ese su corazón cuadrado que es el parque Serafín Sánchez. Desde los balcones más altos parece que le han salido unos flecos oblicuos: los automóviles de la piquera.

El parque varía de aspecto y de carácter según la hora. Por la mañana, es el lugar de descanso y recreo para los que no tienen nada más apremiante que hacer. Por la tarde es un paraíso infantil lleno de juguetes, patines, bicicletas, manejadoras y niños, Y por la noche, la gente joven tiene allí sus cuarteles. Unos son los artistas del escenario circular, dando vueltas y más vueltas, paseando como en una noria su aburrimiento o su alegría. Otros son los espectadores, que, desde la platea de las sillas de hierro alineadas, contemplan el espectáculo o charlan indiferentes. Algunos pícaros burlan al celador del parque levantándose cuando le ven venir para no pagarle los 5 centavos que cuesta el derecho de sentarse.

Los jueves y domingos son días especiales: hay retreta. Con todo el aparato de una parada militar, la banda se forma en la Plaza de la Iglesia, a un costado del Parque José Manuel García. Los músicos, estirados y solemnes en sus uniformes de gala deben sentirse personajes de película en tecnicolor. A las ocho se detiene el tránsito para darles paso y en formación, entran a la glorieta del centro del parque Serafín Sánchez desde donde siguen llenando la noche de música hasta las diez. Todavía hay aquí quienes siguen diciendo:

“Después de las diez

la calle para quien es”

Por eso, cuando suenan las diez campanadas de la Iglesia Mayor, desfilan para sus hogares las bellezas espirituanas, dejando el parque casi vacío. (Las que están en algún cine o refrescando en los hoteles no se incluyen en esta regla, claro). Entonces empiezan a oírse por las calles acordes de madera: es la hora de cerrar las puertas.

Complaciendo todos los gustos, la banda puede tocar un trozo de ópera, un vals de Strauss y sorprendernos a renglón seguido con “El Bombín de Barreto” o el “Tíbiri Tábara”, en sabrosa ensalada de géneros y épocas.

A las diez, la banda toca el Himno Nacional, como punto final digno y patriótico. Y sucede algo muy hermoso: no sólo se ponen en pie todas las personas que se encuentran en el parque, sino también aquellos que se hallen en los portales de los hoteles circundantes.

Ya usted tiene que haber leído más de una vez que en este parque habla una jutia simpática y amigable que era la mascota de los choferes. Ellos la alimentaban dándole pedazos de pan, manzanas y hasta bombones.

Le pusieron el nombre de “Chita”, igual que la mona de Tarzán. Pero un día, (el día de Santa Bárbara) alguien tuvo la humorada sin humor de secuestrar a la pobre “Chita” y merendársela. O comérsela, a la hora de la cena, vaya usted a saber.

Un chofer muy amable que me dio todos estos datos dijo que “los santeros” eran los culpables de la desaparición de “Chita”. Expresé mis dudas y los demás choferes que rodeaban a mi informante me aseguraron que era cierto. Esto a mí no me consta.

Ahora queda otra jutía. Se esconde, salta y retoza enredada en el verdor de los árboles altos, pero no es graciosa como “Chita”. Es más recatada y más tímida. No flirtea con los choferes ni se exhibe con tanta frecuencia en las ramas bajas. Todavía no la han bautizado.

Durante el día, en una esquina del parque expone su heterogénea mercancía un yerbero.

El vendedor que, según me dice, lleva catorce años dedicado a ese comercio, me explica pacientemente las verdaderas o supuestas virtudes que tiene tal o cual yerba, según la medicina o las leyendas de la brujería. El bejuco bajao cura el reumatismo nada más con llevarlo en el bolsillo. El toronjil, la mejorana y el palo malambo regularizan la digestión. El amansaguapo y el rompesaragüey se usan para hacer “despojos” con pases especiales. La ruda cura los dolores de oído. La salvia alivia los dolores de cabeza. El jazmín de la tierra se les recomienda a los enfermos del corazón. El bejuco ubi [sic] cura la tos. El ponasí remedia las infecciones de la piel. El romero desinfecta las heridas.

No son sólo yerbas lo que vende el yerbero. En su tienda portátil, que consiste en una lona extendida en el suelo como una sábana sobre la cual dispone artísticamente sus mercaderías, hay palos de distintas clases (el palo de brasilete, para la diabetes y el hígado), trozos de plantas marinas, los inevitables caracoles y hasta caballitos de mar.

—No se ría —me dice— El caballito de mar cura el ahogo. Si es pa hombre, el caballito tiene que ser hembra. Si es pa mujer, macho.

Este yerbero, que también trabaja en otras ciudades, a veces improvisa su tienda en la acera de la Iglesia Mayor, a un metro escaso del sacerdote —el metro de espesor que tiene la pared de la iglesia.

Pasa un pregonero. Como es de media lengua tengo que acercármele para entender bien lo que dice: “Oracióooon, oracióoon contra la erisipela.”

Vende oraciones de todas clases y colores: “Oración de San Alejo para alejar los malos y acercar los buenos”, la Oración de Santiguar, la de la Caridad, la de Santiago el Mayor, la del Anima Sola que tiene sabor de maldición gitana. Ha de rezarse “todos los días, a las doce del día y de la noche, encendiendo una lamparita en el suelo, detrás de la puerta” y termina diciendo: “y no haya ni negra, ni blanca, ni china ni mulata, que con él pueda hablar, y que corra como perro rabioso detrás de mí”.

Algunas personas tienen en el alma una extraña combinación de creencias; entrelazado de religión y fanatismo. Así, por ejemplo, puede haber una muchacha que sea Hija de María o Terciana de la Virgen del Carmen y al mismo tiempo se le reconozca como poseedora de la “gracia” para curar el “mal de ojo”.

Pero entiéndaseme bien. El pueblo espirituano es sobre todas las cosas profundamente católico. No hay más que visitar las iglesias para cerciorarse de esta verdad.

Nos hemos alejado del parque… ‘Volvamos a él.

Los novios espirituanos pasean su amor en el parque, de noche, por supuesto. Hay una serie de pasos en este reglamento noviástico [sic]. Veamos. Cuando la parejita empieza a “reunirse” en la etapa inicial de “Menganito anda con Zutanita”, ambos dan vueltas por la acera. Cuando son novios, es decir, cuando se supone que la muchacha ya le ha dado el “sí” al galán, los dos se sientan en el círculo de fuera. Más adelante, cuando ya son novios “formales”, la pareja asciende y se sitúa en el círculo interior. De manera que cuando se dice “Ellos se sientan para adentro” se entiende que han formalizado el compromiso.

El sábado y otras curiosidades

Como en cualquier otra ciudad del mundo, el sábado es un día movido en Sancti Spíritus. Las mujeres salen de compras, los hombres aprovechan el último día de la semana para sus actividades comerciales y los pordioseros hacen su zafra, porque en Sancti Spíritus el sábado es, precisamente, su día: ahí está lo típico.

A mí me hace una gracia enorme la costumbre que aún se observa en contados hogares espirituanos de tener detrás de la puerta, o en algún lugar cercano, un plato lleno de centavos y una jaba con galletas. A cada pordiosero, que hace resonar el aldabón contra la puerta de la casa, se le da una galleta y un “quilito”. La moneda puede ser de valor más alto, naturalmente, pero el centavito es lo clásico. Un mendigante cojo me dice con aire de lastimada dignidad:

—Yo no pido en toas partes. Voy a pocas casas. Tengo algunas en las que me dan hasta veinticinco quilos.

Muchas negras viejas salen a la calle con las pasas celosamente guardadas en un turbante de tiras, a veces haraposas. Una de ellas me dijo con la mayor seriedad que por nada del mundo salía a la calle sin cubrirse la cabeza:

—¡No, qué va!… ¡Eso no le pega a una mujer casá!

Fui al barrio de Jesús María a retratar alguna morena con la cabeza cubierta y no pude lograr mi objeto. Con un recelo que no se guardaban de disimular, me miraban desde lejos. Mi acompañante me explica que muchas de ellas creen en la brujería y temen que al tener yo sus retratos pueda hacer algún “trabajo” en su contra.

Otras viejas expertas en el callejeo no usan turbante de trapos, sino un chal de tres puntas cubriéndole los hombros. Y no precisamente por seguir una moda olvidada que ahora vuelve a llegarnos de París.

— ¿Por qué se pone eso, con tanto calor, vieja? — le pregunto a una de ellas.

—Ah, amiga, porque esto es “el respeto”. Yo no me lo quito nunca cuando estoy en la calle.

Las espirituanas somos curiosas. ¿Y qué mujer no lo es? (Digo “somos” porque soy de Tuinucú. Del mismo modo, una mujer de Marianao puede darse el gusto de decir “nosotras las habaneras”). Nuestra curiosidad es punzante, irresistible. Oímos, por ejemplo, voces en la calle y nos asomamos a la ventana ocultándonos detrás de la cortina, que, por ser demasiado corta, suele dejarnos las piernas al descubierto, delatando nuestra presencia.

En muchas calles de pulidas piedras, retorcidas como las de Toledo, en las que de noche uno espera que de pronto pase flotando el fantasma de algún caballero de capa y espada, las aceras son tan estrechas que es preciso caminar por ellas en fila india. En una de ellas me tropiezo con el escobero, que vende las escobas nuevas y se lleva las viejas. (Las viejas escobas, aclaremos…) Más allá me llama la atención el “vendedor de hierro”, que propone al transeúnte alicates y maquinas de moler carne en una ferretería de bolsillo, volcada sobre la acera, a la intemperie. Me pregunto qué hará sí se desata un aguacero fulminante.

En las casas— ¡oh, las hermosas, amplias casonas espirituanas de salas enormes y patio interior!… —suelen conservarse verdaderas maravillas: reliquias históricas y objetos de arte de incalculable valor.

Parece que soñamos cuando vemos en una de estas casas una anciana vistiendo la clásica bata criolla, blanca y almidonada. Nos recuerda a la viejecita en los versos del gran poeta español Angel Lázaro:

“con su bata almidonada

y su paso de paloma»

A pesar de hallarse indispuesta, se presta gentilmente a posar con una bata espirituana adornada de fino encaje gallego, al igual que el ruedo de su sayuela de hilo, la respetable dama Doña Amelia Pérez, viuda de Frenes, a quien no tenía el honor de conocer. Hablando con ella, descubro que por una extraña coincidencia se trata de la esposa de Don Joaquín Frenes y Hernández, que fue dueño, de la finca de recreo de Tuinucú, “La Reguera”, según dijo mi entrevistado de 104 años Don Domingo Castro en el reportaje que publiqué en BOHEMIA, número extraordinario del diez de octubre de 1948.

Con voz cansada y nostálgica me cuenta la viuda de Frenes que ellos pasaban gratas temporadas en «La Reguera”, que su esposo fue el que hizo construir la casa colonial que aún se encuentra allí y que las columnas de los portales fueron originalmente de la vieja iglesia de Jesús Nazareno.

Una y otra vez me dice Doña Amelia con un rescoldo de coquetería femenina:

—Yo era presumida. Yo era muy presumida.

No es preciso que me lo diga. Lo veo en sus pendientes de brillantes con finísimo trabajo de orfebrería, en su interés en que la medalla de oro cuelgue bien en el centro del pecho para el retrato.

Pero no son sólo los viejos los que ocupan los sillones en Sancti Spíritus. (A propósito, aquí suelen llamársele balances y si no tienen brazos, comadritas). También los jóvenes gustan de columpiarse mientras conversan. ¡Da un sabor tan de hogar este mueble simpático!… Desgraciadamente tiende a desaparecer en las nuevas casas cubanas con fiebre de modernismo mal digerido.

Las guaguas que van a Tuinucú. Nombres espirituanos

Las guaguas que van a Tuinucú son vehículos interesantes. Una es verde, la otra rojo-marrón. Ambas tienen choferes sonrientes y dicharacheros que conversan con el público. A medida que estas guaguas van haciendo su habitual recorrido por las calles espirituanas, van deteniéndose aquí y allá para recoger los pasajeros y lo mismo esperan frente a una tienda para pedir la factura de Fulano que llegan a una casa a buscar el paquete que se le quedó a Menganita encima del piano. De manera que son guaguas con visos de máquina particular.

Con su acostumbrada chispa para bautizarlo todo con nombres adecuados y graciosos, los espirituanos llaman a las guaguas que van y vienen de Santa Clara, las “mandarinas”, por su subido color anaranjado rojizo. A la ruta que establece comunicación hasta Guayos y Cabaiguán, le dicen “el cepillo”, porque va barriendo la carretera, recogiendo a todo el mundo.

Algunos kioscos, bodegas y tiendas ostentan los nombres más pintorescos. Lo mismo puede ser el nombre de una película que de una canción, la parodia de algo conocido de la radio o cualquier ocurrencia. He aquí algunos:

Lo que el Viento dejó

El Meneíto

Aquí está Kiko

La Finca de mi Tía

El Derecho de Vivir

Farolito de Martí

La Luz de Norte

Bar Chita-Chú

Del amor

El amor se está modernizando en Sancti Spíritus, pero por suerte, todavía quedan, rezagadas las románticas parejas a la antigua que enamoran en las ventanas. El galán no entra a la sala mientras no pida la entrada mediante la ceremonia de rigor, lo que trae por consecuencia que algunos Romeos que dudan mucho antes de decidirse a dar paso tan importante, adelgacen visiblemente al cabo de estar años “comiendo hierro”, “mordiendo la reja” que lo separa, ¡ay!, tan cruelmente de su amada. Languidece, a ojos vistas; un poco, de amor y un mucho, de las dos o tres horas que pasa de pie todas las noches o las “noches de visita” de reglamento, que son los jueves y domingos.

Otras parejas tan románticas como éstas, pero más cómodas, porque ya han pasado el puente de la petición de entrada, enamoran en sillones situados al lado, pero uno frente al otro, VIS a VIS, como en el siglo pasado. Es un método magnífico. Eso de enamorar a la moderna, hombro con hombro tiene sus inconvenientes. Por ejemplo, después de tres horas, por muy enamorados que estén, los novios tienen que sentirse el cuello torcido forzosamente.

Los novios espirituanos han andado un trecho largo, evolucionando y dejando en desuso algunas reglas antiguas, demasiado severas. Las visitas se suspendían durante la Semana Santa o cuando alguno de los novios tenía luto riguroso.

El espirituano es sentimental. Adora las serenatas. Hay que reconocer que esta costumbre tiene muchos usos: lo mismo le sirve para volver con la novia que está “brava” que para dar un saludo cordial a una amiga. Para dar a entender a una muchacha que está enamorado de ella, o, sencillamente, como pretexto para coger una buena borrachera una noche de luna.

Todos los hombres divertidos que hayan vivido algún tiempo en Sancti Spíritus se ablandan de emoción y de añoranza cada vez que escuchan aquella linda canción:

“Eleva el pensamiento a las alturas

y allá en el cielo

pregúntaselo a Dios,

pregúntaselo a Dios.”

Es “Mujer Perjura”: como si dijéramos, el himno de sentimiento de los que andan en copas, inolvidable canción de todos los tiempos. Su autor, Miguel Companioni (Miguelito el Ciego), lleva su ceguera clavada en la doble cruz de la vejez y la pobreza, cuando debería haber ganado miles y miles de pesos por derechos artísticos.

“Mujer Perjura” recorrió triunfante la América Latina en tiempos en que no habla tocadiscos en las esquinas, ni carros amplificadores, ni estaciones radiales en todos los pueblos. Resistió la prueba dura de pasar de una generación a otra, compartiendo esa gloria junto con otra canción de otro compositor espirituano: “Teofilito”. Aquella, de dulces cadencias antiguas:

“Pensamiento, dile a Fragancia

que yo la quiero,

que no la puedo olvidar…”

Otro acompañante de serenatas de medianoche fue Varona, a quien veo ahora de vez en cuando. Su guitarra ya tiene ronquera de años y en sus ojos hay un aire ausente.

Los Comadrajos

El noventa por ciento de los cubanos de hoy no tienen una idea de lo que eran los comadrajos (Esta palabra debería ser “comadrazgos”, pero en Cuba por mal uso se deformó y aceptó siempre del otro modo).

Consistía esta costumbre, tan popularizada en Sancti Spíritus, en cambiarse regalos entre amigos, todos los años en el tiempo comprendido entre el día de Reyes a la Cuaresma.

Había una manera graciosísima de empezar el intercambio. Para tener derecho a que alguien le hiciera a uno un regalo, era preciso hallarle desprevenido en la cabeza un cascarón de huevo lleno de polvos o de perfume. La persona que recibía la sorpresa tenía que perseguir enseguida a la que la provocaba, corriendo tras ella basta darle alcance. Si lo lograba, la alcanzada tenía la obligación de hacerle un regalo. Si no, la que conseguía escapar era la que recibiría el primer presente.

De todos modos, las dos personas quedaban en iguales condiciones, porque al recibir el regalo, venía “la vuelta”, esto es, hacer otro regalo en cambio. La vuelta, que había de entregarse antes del miércoles de ceniza, siempre había de superar al primer regalo. Los regalos podían ser objetos, pero los más populares eran dulces finos y trabajados, en paquetes primorosos adornados de orlas y cintas. 

Los que tenían intercambio de regalos se consideraban comadres o compadres “de papelito”. Esto viene del hecho de que todos los regalos iban acompañados de papelitos en los cuales aparecían las dedicatorias más cariñosas o llenas de chispeante gracia y siempre en verso; décimas o cuartetas usualmente. 

Me han dicho una de aquellas cuartetas que está colosal, pero no me atrevo a transcribirla aquí, porque las malas palabras se ven muy feas en letras de molde…  Copiaré, eso sí, una décima que tomo del Vocabulario Espirituano, de la colección contribución al folklore, escrita por Don Manuel Martínez Moles, escritor, político, hombre de mundo y de historia y espirituano ilustre: 

Un compadre más bonito 

no lo he podido encontrar,

No te vayas a enojar, 

pues mi afecto es exquisito 

Te suplico, «compadrito», 

en medio de mi alborozo 

que demuestres mucho gozo 

con mi presente elección. 

Yo espero de tu atención 

que no me eches en el pozo. 

El último verso “que no me eches en el pozo” le recuerda al compadrito la “vuelta” que le queda pendiente. 

Me pregunto por qué dejamos desaparecer esta bella costumbre. Día a día permitimos que se destiña más nuestro cubano color y aceptamos las costumbres extranjeras. Las madres cubanas compran arbolitos de Navidad en vez de Nacimientos. Muchas llegan a familiarizar a sus niños con Santa Claus dejando a Los Reyes Magos en un olvido vergonzoso.

La antigua costumbre americana de celebrar el día de San Valentín ya se ha colado en nuestros patios. En los Estados Unidos es el día del Amor: amor de padres, de hermanos, de amigos, de vecinos o de novios. Se le manda una tarjeta de San Valentín a una maestra de Física y al muchachito de los altos: a todos aquellos que nos inspiren afecto, sin distinción de sexo ni edad. Aquí en Cuba hemos hecho una traducción penosamente limitada de tal fecha; recortando todo lo demás, dejamos escueto el motivo del amor, amor de enamoramiento. Pero sea como fuere, hemos hecho a San Valentín un poco nuestro.

Para colmo ahora estamos empezando a adoptar la costumbre americana del conejito y los huevos de colores para celebrar la Pascua de Resurrección. Si hacemos esto, ¿por qué no tratamos de resucitar los “Comadrajos”, una costumbre espirituana tan graciosa y tan de Cuba?


[1] Publicado en BOHEMIA, edición 50, del 12 de diciembre de 1948, páginas 6-8, 122-123, 125, 128-129.

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