Desde hace unos dos meses, cada día me despierta un grito: “Huevos… el yogurt”. Es una voz de mujer, aguda y a la vez un tanto áspera. A lo largo de la jornada otros llamados van llegando a mis oídos. Se han vuelto tan habituales que a veces ni les presto atención. ¿Cuánto tendrán de parecido, o de diferente, a aquellos escuchados por mis antepasados?
Obviamente, no puedo decir cómo sonaban los pregones del siglo XIX; tampoco los de la primera mitad del XX (salvo El manisero, cuyo ejemplo no vale, porque es una canción y no una rima en su estado natural). Y durante mi infancia y juventud (años 70-80) los pregoneros, al menos en mi entorno, se convirtieron en una especie rara, suplantados por quienes anunciaban sus mercancías discretamente, en tono bajo y mirando por encima del hombro.
Durante la década de los 90 (o sea, en el Período Especial) resurgieron los voceadores de rositas, maní garapiñado y salado, pirulí, caramelos. Sin embargo, en las cercanías del Parque de la Fraternidad (a pocas cuadras de donde yo entonces vivía) preferían mantenerse en las paradas concurridas y hablar poco, por lo cual no llegaban al estatus de pregoneros tradicionales.
Hoy sí recorren las cuadras, algunos hasta kilómetros. Se trasladan de un municipio al siguiente, según se comporten las ventas. Unos prefieren el amanecer –sobre todo los que ofrecen productos lácteos o traen viandas del campo; otros se acercan a nuestras ventanas al mediodía o a la caída de la tarde, justo cuando se van a encender los fogones en las casas; sus estribillos brindan esperanza de un cambio en el menú cotidiano: “El rico… ¡Refuerzaaaaa!”.
Como antaño, todos los vendedores no tienen la misma categoría. Los hay de a pie, con sus mercancías colgando de brazos y cuellos, o transportadas en jabas (nivel básico); en el segundo peldaño se sitúan quienes utilizan coches de bebés, carritos desviados de antiguos supermercados, carretillas con disímiles formas, tamaños y materiales. Un escalón superior es el de los que se desplazan en bicicletas y encima de la parrilla colocan el cajón con las ofertas. Más arriba se hallan los dueños de triciclos; a menudo, en la parte posterior de este vemos una caja encristalada, cual vidriera de las delicias prometidas. Y llegamos a la aristocracia de ese grupo: los felices poseedores de triciclos eléctricos; esos no necesitan preocuparse por la fuerza de sus piernas, les basta con manejar, ir despacio, detenerse de cuando en cuando.
También difiere el carácter de las frases. Algunas, como en los albores de la civilización, persiguen el trueque: “Cambio ajo y cebolla por cigarros”. Otras enaltecen el amor maternal: “Tamales… Hoy y siempre, con la bendición de mi madre”.
A los telegrámicos –“Pan suave… a 200”– les siguen los maratónicos: “Escobas, trapeadores, haraganes, sartenes, cazuelas, palitos de tendeeeer”. Casi se ahoga el hombre; brevísima pausa para respirar y nueva repetición de la retahíla.
No faltan los prohibidos para diabéticos –“Traigo el masarreal, torticas, la rosquita con chocolate…”– ni los sustentados en la marca de fábrica: “Pie de coco y de guayaba. El Original. Gracias por comprar”. Varios nos intentan convencer de la suprema calidad del producto, un ejemplo: “Aguacateee… el mejor de La Habana… aguacate maduro…”.
Ya no es imprescindible tener una pronunciación potente y armoniosa, porque existen los pregones electrónicos: el vendedor cuida su garganta mientras el mensaje surge de una grabación eterna, sin interrupciones: “El bocadito de helado. El sabroso bocadito de helado”. A veces, por simple compulsión, acabamos comprando una “crema” de sabor indefinido, parecida al durofrío y embutida entre dos bizcochos que representan un peligro para los dientes.
¿En realidad esos son verdaderos pregones? Si nos atenemos a uno de los escuetos enunciados de la Real Academia Española (“promulgación o publicación que se hace de algo de viva voz en los sitios públicos para que llegue a conocimiento de todos”), resulta imposible objetarlo. Si, por el contrario, preferimos definiciones más amplias, quedan mal parados, pues generalmente no cumplen con dos requisitos importantes: “Su contenido suele ser elogioso, poético o estético. En ocasiones se acompañan de música, rimas y/o efectos sonoros”.
Imagino que en otros lugares de Cuba será diferente, pero yo no he tenido suerte; a los pregones de mi barrio les faltan sonoridades agradables, musicalidad, humor, picardía. Van directo al grano. Salvo alguna excepción, los voceadores andan siempre apurados. A quienes viven en los pisos altos se les hace difícil alcanzarlos.
Sin embargo, no pierdo el optimismo. Tal vez pronto aparezca una voz nueva, cálida, persuasiva, dicharachera; capaz de alegrarnos el momento, de despertarnos una ilusión: “Esta semana cobro –pensaría yo al oírla–, voy a separar algo de dinero para…”. Hasta entonces soñaría con los pasteles crujientes, la barra de ajonjolí, las olorosas guayabas… Y especialmente con la estrofa ingeniosa, refrescante, quizás como la de los pregoneros preferidos en épocas pasadas.
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