Amelia Peláez del Casal, una de las más destacadas artistas cubanas, nació el 5 de enero de 1896 en el municipio de Yaguajay, Sancti Spíritus. Durante su formación en la Escuela Nacional de San Alejandro, recibió la influencia del impresionismo académico gracias a su maestro Leopoldo Romañach Guillén, quien la calificó como una de sus alumnas más sobresalientes, incluso la recomendó para becas en Estados Unidos, en 1924 y en París, en 1926.
El contacto con las vanguardias europeas, en particular el cubismo, transformó su estilo. Como pintora, ceramista y muralista supo capturar la esencia de las artes plásticas cubanas, reflejando la idiosincrasia del país a través del uso de luz vibrante, líneas complejas y colores intensos, así como de una sensualidad que es inherente en su obra.
Con motivo de su fallecimiento el 8 de abril de 1969 en La Habana, la sección Bohemia Vieja presenta «Arte y Literatura», publicada en la edición 19 del 10 de mayo de ese mismo año, en las páginas 22-29. Esta recopilación incluye «Estética de Amelia Peláez», un análisis profundo de Loló de la Torriente; «La hora de la suma: Testimonios», donde reconocidos escritores, pintores y críticos cubanos de arte comparten sus reflexiones sobre su vida y legado; y «La casa de Amelia», un recorrido poético del periodista Fernando G. Campoamor, quien explora una faceta desconocida de la artista: su amor por la jardinería y su conexión con la pintura y la cerámica.
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ESTÉTICA DE AMELIA PELÁEZ
Por. / Lolo de la Torriente
Cuba ha sufrido la pérdida irreparable de una artista excepcional, hija predilecta, y el pueblo a la trasmisora fiel de una tradición creadora secuestrada en arios de colonialismo cultural y artístico. Sobre los viejos muros de la antigua ciudad habanera, espiritual y barroca, Amelia Peláez y del Casal grabó la estela de su memorizada historia y flora y fauna creó un universo nuevo en el que la magia del arte dio fe de vida auténtica a imágenes perdidas y olvidadas. Todo era hacer horas y reencontrar el tiempo huido y en un rincón de trabajo, entre el presente y el pasado, Amelia animó el arte contemporáneo transformando, lo que era lápida de fantasma, en balcón trazado sobre el mapa de Cuba. En aquellas horas alucinantes, vigilando el fondo de las estrellas que iluminan, rondando con linterna, despejando la claridad del día, Amelia abanicó las sombras para sacar, nítida y vibrante, la imagen poética de una isla que oscila entre la pasión y la melancolía.
La recuerdo como era en sus años maduros de alucinación creadora, allá, en París, en la disciplinada algarabía de la Grande Chaumière, en excursiones por galerías y museos. Con su rostro bondadoso y dulce, su cabello prematuramente plateado, sus ojos abiertos a formas y colores y sus manos, blandas y ligeras, detenidas en la desaparición de los vientos y cerca siempre de lo cotidiano y hacedero; lo que da permanencia al arte. Manos cruzadas por menudos temblores, tendidas siempre, vivas, como si escondidos y sutiles pensamientos las guiaran, indefensas en su éxtasis, al papel o la tela. Eran los años posteriores a su primera exposición en París en 1933. Los que sucedían a sus triunfos en La Habana, los que auguraban sus éxitos en Washington y New York, en París, Roma, Praga, Madrid, Moscú y México… Años de afirmación y de sorpresas que anexaban nuevos elementos a su arte de renovación y heroísmo estético.
Años aquellos que no buscaban la gloria efímera ni el aplauso convencional sino la enseñanza entera, plena; el secreto de Cézanne y la presencia de Matisse; la diablura de Picasso, la deducción técnica de Juan Gris y la analítica de Braque. Años en los que descubrió el “hacer”, de cada emoción, un símbolo que fue ampliando, purificando y engrandeciendo hasta recrear su Isla en el ambiente mismo que la había arrullado al nacer- y fortalecido en los años de crecimiento. La obra de Amelia es eso: un depurar lo aprendido, un anexar valores nuevos, un inventar en la serenidad y el ensueño y un integrar elementos plásticos modernos a la vieja estructura que habla agotado sus fuentes. Logró, por la vía del dominio técnico, de la disciplina artística, de la reflexión y la pasión, una obra en la que palpita la expresión cubana. La de su humanidad, su paisaje; su cielo sin mancha y su horizonte infinito. Sintió su época con desinteresado y sincero deseo y junto a sus compañeros de aventura plástica Amelia dio a su país de madréporas y corales la órbita de proyección universal.
La vida es un camino dramático hacia la tumba. Pero, este camino, ella lo recorrió con alegría creadora, con fervor de poseída, con esperanza de sibila avanzando, sin retroceder, hacia una realización de permanencia que no agota la muerte física. Y al cumplir el silencio de la desamparada resignación deja como constancia su ideario estético, que es aporte extraordinario al patrimonio de la cultura nacional. Manantial diáfano y sonoro que habla e interpreta el lenguaje de todos los hombres. Los jóvenes artistas de nuestra época encontrarán en la lección de su arte y su vida el canto de los que llegan anunciando nuevas victorias cuyo ero es resonancia de la obra impar de Amella Peláez del Casal.
— II —
Su obra nos dice que su evolución fue larga y paulatina. Se educó, como todos los que se acercaron al arte en los primeros decenios del siglo XX, dentro de la dimensión lineal. Amó “Paisajes” y “Marinas” que la incitaron a los azulencos pastosos que yo quisiera llamar enseñanza académica pero que en realidad se apartaban de los de sus maestros (Menocal y Romañach) así como de los de Manuel Vega o de los de su condiscípula María Pepa Lamarque. Amelia era más fuerte; su vigor más sostenido, su pincelada más cargada e hiriente como señalando un surco. Yo vi, en un comedor de personaje acomodado, una de aquellas “marinas” cuyo oleaje parecía saltar sobre el amplio salón y la terraza en que se servía la comida. Era una Amelia Peláez (hoy desconocida) que marcaba el inicio de una vocación creadora y nunca imitadora.
Más tarde Amelia sigue las huellas de Matisse y Cézanne, que intentan lograr el desarrollo en profundidad mediante el contraste de superficies pictóricas de colores fríos y cálidos. Conquista Amelia estos recursos en sus estudios con Aleksandra Ekster y, con ellos, crea tensión (“Las Hermanas”), pero todavía no es dueña de lo que le parece esencial: el dinamismo de nuestra época. La perspectiva lineal dirige la mirada al observador, a través de la superficie pictórica, hacia la profundidad y, ante sus ojos inteligentes, sorprende el mundo plástico del que goza como espectadora (“naturalezas muertas”, “frutos”, “peces”, “ventanales”, “encajes”, “flores”) logrando esa perspectiva que no sólo crea la distancia espacial entre el objeto representado y el espectador sino, también, esa otra distancia —de la que Diego Rivera hablaba, refiriéndose a Velasco— que es la espiritual.
Los cuadros de Amelia emiten su forma hacia el exterior utilizando, llenando de emoción, ese espacio que existe siempre entre lo pintado y el espectador. Ampliando ese espacio intenta penetrar en el campo visual del observador y, por ancho camino, llegar al corazón mismo del hombre anónimo que pasea por una galería de arte. Esta disposición del espacio pictórico (que encontramos en las “etapas cubanas de Amelia Peláez) confiere a los recursos plásticos (color, línea, superficie) nuevo valor funcional. Esto representa, en la obra de Amelia, un ensayo novedoso —muy serio— de organización plástico –creadora- espiritual (como la llamo Paul Westhein, con respecto a la obra de Rufino Tamayo).
— III —
Entre el público y la crítica Amelia está registrada bajo el rubro de “gran colorista”. El color, la fuerza expresiva del color, su densidad transparente y su lento extinguirse, todo esto, qué duda cabe que son recursos expresivos de su pintura. Pero a mayor limitación de los colores la pintora encuentra mayor posibilidad de riqueza plástica. Es más pictórico extraer de un color (como ha hecho Luis Martínez Pedro) que emplea variedad ilimitada de pigmentos. Por esto lo que tradicionalmente se entiende por “colorista” no puede aplicarse estrictamente a Amelia Peláez. Aquello, que los franceses llaman “valeus” y los “rapports” y que la pintura francesa —Fouquet, Chardín, lngres, Baque— cultivaron en su forma más delicada; el mitigar y degradar de armonías cromáticas todas juntas forman una unidad cromática. Esto, precisamente, no lo encontramos obras más personales y maduras de Amelia.
Su color es expresivo y lo es el conjunto de sus tonalidades pero no raramente la movió el furor sorpresivo de destruir toda armonía y colocar, en sus telas, sin transacción, bruscamente, alguna mancha de color casi desgarrante: un rojo fulgurante o un verde violento, un morado o un amarillo y hasta un desenfrenado azul. Para ella el color fue grito, fuego, llamarada y si en ciertos aspectos su obra permite acercarla a Braque hay un elemento esencial en nuestra pintura que procede de nuestro ambiente y atmósfera en la que los colores no logran la matización completa (como, por ejemplo, en París, en México o en múltiples rincones de luz tenue que los pintores han seleccionado para establecer su estudio y trabajar). Para Amelia, la joven Cuba era un mundo nuevo en el que su apasionada búsqueda experimentó constantemente repitiendo aquel ejercicio frenético que Cézanne unos días antes de morir expresó en dirigida a un amigo: “Estoy continuando estudios”. Amelia continuó sus estudios hasta el momento mismo en que lenta y débil pudo sentarse en su mesa de trabajo desierta ahora en el vergel que ella misma se había cultivado y del que se llevó, entre las manos pálidas, un rojo marpacífico.
Era lírica (no olvidemos que lo poético es un elemento primordial del arte, tan antiguo como el impulso de creación artística, tan nuevo como lo es en cada individuo captar desde el yo, al ser y al cosmos). Nunca hizo cuadros “descriptivos” ni “narró” hechos como los muchachos apresurados que pintan “para exponer”. Con el lenguaje que le fue otorgado Amelia provocó sentimientos en aquellos que saben transformar su ser en vivencia. El problema con el cual tiene que enfrentarse toda producción artística verdaderamente creadora es con la organización del espacio pictórico, problema que plantea la época de transición que vivimos con sus revoluciones políticas, sociales y económicas. La física trabaja intensamente con la cuarta dimensión, ya no sólo teóricamente, sino también en la práctica, pero no dejan de influir (pesar enormemente) los problemas de índole síquica que jamás han cerrado (ni cerrarán) la dimensión del hombre, nunca, como ahora tan sospechada de lo anímico.
Partiendo de la ciencia, la humanidad va forjando una nueva concepción del mundo y de la naturaleza que ya no está basada, para los ojos bien abiertos, en el espacio tridimensional. El arte ha sido reflejo y fijación del concepto del mundo prevaleciente en la sociedad en que surgió y para cumplir con la tarea renovadora el artista no puede servirse de formas anticuadas; es decir, de formas que correspondan a un concepto anacrónico del mundo. Un ejemplo fehaciente lo constituye la pintura mural de México, que para desenvolver su estilo tuvo que librarse de las concepciones plásticas del siglo XIX y del concepto que éste tenía del espacio. Amelia Peláez, para realizar su obra, tuvo que librarse la Academia. Hoy día vemos en lugar de un devenir orgánico, un desasosiego nervioso, una aspiración incontenida por ser “nuevos”, novedad que Amelia logró como finalidad a través de un trabajo continuo, de búsquedas en su soñadora frente; de contenidos y técnicas que dominó en la abnegación y el sacrificio que el arte demanda. Su revolución espiritual, su fuerza creadora, la salvaron de toda obra de “ocasión”, de toda rutina, de todo pastiche; segura como estaba (hasta el momento mismo de morir) de que la nueva concepción del mundo sólo se puede captar y representar artísticamente, con la sinceridad que emana del corazón, en plena identificación con los sentimientos propios. La actualidad de la creación artística reside, precisamente, en esa emoción entrañable que ella dio a la forma; en ese color cubanísimo que esparció, sin economía: en ese derroche de espiritualidad que desarrollan la óptica que corresponde a este nuevo mundo de cuatro dimensiones en el cual el arte de Amelia Peláez señorea y dignifica.
— IV —
IMAGEN DE CUBA
La naturaleza cubana concedió a la pintora que despedimos los elementos todos de su esplendor. El color y la forma; el movimiento y el ritmo; la perspectiva y la composición, pero todo esto sería insuficiente, para trasmitir la imagen de Cuba, si Amelia Peláez no hubiera estado dotada de una sensibilidad capaz de receptar y trasmitir los sentimientos, aquellos que dan al arte —en el amor y la ternura, la alegría y el dolor— su jerarquía universal como patrimonio de la humanidad. Pudo la insigne pintora, en la ardorosa pasión que es vivir, trajinar un arte genuinamente cubano al que despojó de adornos pueriles e informaciones banales condensando, solamente, cuanto de esencial posee el alma de Cuba. Descubriendo resortes emocionales Amelia puso en marcha un universo plástico que prende en la entraña de nuestra tierra para trascender en el ambiente antillano sutil y transparente, como su cielo, espumoso y acariciante como su mar… Del complejo étnico y geográfico de América aflora la pintura de Amelia que tuvo un ejercicio creador de más de cuarenta años de perfeccionamiento. Esta gran pintora y esta mujer excepcional se ha ido. Nos ha dejado para siempre pero —para siempre— nos ha dejado la imagen de Cuba estableciendo nexo entre el pasado y el futuro con una advertencia de fijación artística, de obligatoriedad para con el patrimonio de nuestra cultura y como exponente, el más objetivo y real, de lo inmanente y legítimo dentro del arte nacional.
LA HORA DE LA SUMA: TESTIMONIOS
De Amelia tengo que decir que es una gran artista y una persona inmejorable. Porque existía el temperamento artístico en ella, pero la artista surge cuando comienza a pintar los vitrales, esa pintura plana de rasgos poderosos que tanto me gusta en sus cuadros. Además, siempre admiré en ella esa disciplina amorosa con que se dedicaba a la pintura.
(Víctor Manuel)
Con Amelia Peláez desaparece uno de los maestros más importantes y sólidos de la pintura cubana. Artista de gran seriedad y honestidad, se caracterizó por su audacia, su depurado sentido de la modernidad y la forma sobria y misteriosa con que tradujo al ambiente, tan lleno de luces (a veces peligrosamente cegadoras, del trópico nativo. Para nosotros, escritores y artistas cubanos, su muerte es una pérdida que no podremos reparar en largo tiempo.
(Nicolás Guillen)
Adquirió una forma dentro de la polémica contemporánea. Trabajó por gentiles aproximaciones un estilo criollo, que era también universal, donde lo criollo volvía a abrir ojos de lince al lado de Argos. La cuenca mediterránea, en ella, como en los mejores, se abría sobre un Atlántico, que era el verdadero mar nuestro, de nuevo de lo criollo a lo universal, donde la levitación de las sirenas oscilaba en la línea del horizonte. Partía de una fruta, de una cornisa, de un mantel, y al situarlo en la lejanía, en la línea del horizonte, lo reconocíamos como lo mejor nuestro, distinto en lo semejante. Cada uno de sus elementos plásticos venía de una gran tradición, rindiéndole el áureo homenaje de crear otra tradición. Una voluptuosidad inteligente que comenzaba por ser una disciplina, una ascética, un ejercicio espiritual. Paradojalmente era una ascética que levantaba un bodegón con frutas, donde la pulpa abría ojos al ras de la corteza dorada.
Amelia Peláez había sabido construir una recreación teresiana. Quien la vio trabajando en el primor de los dulces criollos, se dejará convencer de esa secreta alegría teresiana que se abría en su vida de todos los días como la luz nuestra en su cuadrado de trabajo.
Mantener y avivar una tradición fue regalo concedido a muy pocos. Esa repostería criolla era en el fondo un avivamiento de los carbones, como en aquella doméstica y trascendental cocina de Velázquez, como los alquimistas, en los grandes transmutadores, en los que se pusieron en marcha para darnos una substancia universal. Era la infinita prolongación de las formas, desde el pez hasta el pájaro, yo diría el brazo de un pez que se prolonga hasta obtener el rostro de un pájaro. Esta gran morfóloga estudiosa de las series y de las excepciones que iniciaban series, era en su dimensión más profunda una mística buscadora de la unidad.
Su obra al paso del tiempo se había convertido en la más fascinante de las óperas. Era una piscina, un acuario, un inmenso desplegado de ópera, en cuyo centro ocurrían hechos, la voz concluía lo que había iniciado el pas de quatre de un primer término, el guante quedaba solo sobre el mantel, adquiriendo la incesante espaciosidad de un mar pacífico. Parece como si en ella la expresión recoger el guante, se llenase de un lentísimo crujido, de una evaporación inextinguible. Recogió un guante y con él penetraba por todos los espejos.
(José Lezama Lima)
Amelia es una pintora de un valor extraordinario. Como ningún otro pintor nuestro ha sabido captar las bellezas más profundas del gusto popular por el color. Sus vitrales son nuestra forma decorativa de existencia. Logra un grado de primitivismo plástico trascendente en relación con el ambiente que la rodea, como el obrero que al terminar una cornisa pone algo de sí mismo más allá de lo que le correspondería hacer. Ahí es cuando aparece un artista. El estilo cubano aparece en ese más o menos que nosotros agregamos o quitamos a todo. En el año 45 había un cuadro de Amelia en el Museo de Arte de Nueva que en aquel momento hasta subestimé frente al mundo delicado, equilibrado de un Braque, de un Picasso. Con el paso del tiempo he llegado a comprender que la diferencia que me trastornó tanto entonces con los pintores de la escuela de París era su fuerza dramática, una trascendencia de ellos mismos, el signo propio que consigue Amelia en sus cuadros, la señal plástica que cristalizó en sus óleos, sus acuarelas, sus cerámicas y que está en su casa, en las columnas del patio, en las sillas, en todo lo que ella recorrió en vivencias cotidianas, el mundo de la pintora. Es Amelia la que encuentra el mundo nuestro en sus interiores. Al fin, el interior es el hombre. Su pintura la sitúa en la categoría de los maestros internacionales.
(René Portocarrero)
Todos los buenos recuerdos pictóricos que Amelia nos ha dejado le hacen el camino, bien dispuesto, del mañana. La esquivez de su pintura, lo altivo de su batallar, ese no complacer a unos y otros por el gusto de la moda o el chisporrotear de un arte mecánico, la ponen en una dimensión de himnos. Amó con suma delicadeza un cierto matiz de espíritu, la gracia de hacer tangible nubes, corolas, cendales, arabescos, finos enigmas; tuvo un espíritu de ámbito vigilante; apagó chamarascas tontas a cambio de mantener fuego secreto. Alimentaba la inquietadora pregunta: ¿y después?
Vivir para los después ha sido norte de grandes empresas. Se puede debatir la vida cotidiana, es necesario quemar etapas en un momento dado, pero todo depende de lo que pueda quedar. Amelia agarra fantasmas, funde sueños, polariza menudencias: la ebullición en tránsito, mientas su pájaro del alma eleva endechas en medio de la noche.
Oigo ese canto y auguro luz definitiva.
(Enrique Labrador Ruiz)
Amelia, nos mostró que la contemporaneidad de un arte no está reñida con el bien hacer en el arte.
Un cuadro suyo, parte de una estructura invisible como un edificio, como el enramaje óseo del cuerpo. La forma y el ornamento sostenido por este invisible orden. Cada cuadro suyo siempre fue una enseñanza para los más jóvenes. Cuando se haga su exposición póstuma, éste debe ser el espíritu con que los artistas jóvenes lo deben ver.
Para nosotros, siempre fue un maestro.
(Mariano Rodríguez)
Hay tres cosas que yo destacaría esencialmente al referirme a Amelia Peláez. En primer término, lo que todos han sabido reconocerle, el descubrimiento de un estilo que le permite ofrecer una síntesis personal y válida de lo cubano. A ello se une en pujanza de fuerza creadora, que no decreció ni en los días que precedieron a su muerte. En fin, ese amor al objeto salido de la mano del hombre, de reunir en una misma voluntad arte y artesanía, el lienzo y la cerámica. En los últimos tiempos, la obra de Amelia había alcanzado un público más vasto. Mucho queda en ella por explorar. Creo que una de las claves de la evolución de la cultura cubana en la etapa republicana podríamos encontrarlas en los puntos de contacto y las diferencias que se descubren en obras significativas de Amelia, la de Carpentier, la de Lezama. Me gustará trabajar algo más en este aspecto. Mi admiración por Amelia no es de este instante en que la muerte llama a la alabanza. Viene de los primeros cuadros de la pintora, vistos en mi infancia.
(Graziella Pogolotti)
Hace alrededor de cuarenta años —a su regreso de París— Amella Peláez introdujo en Cuba el lenguaje de la pintura moderna. Al arte establecido, almibarado, estático y achacoso —en una palabra, decadente—, que en aquellos años y aún hasta hace poco se hacía en nuestro país, ella opuso su visión artística de la realidad, una visión enriquecida por diversas experiencias mayores de nuestro tiempo, principalmente el cubismo.
Creo que toda la obra de Amelia es una lección de pureza y de sabiduría, de fuerza y de cubanidad. Su desaparición es ahora doblemente lamentable porque, como dijo recientemente, a su regreso de un viaje a Suiza y Francia, “los pintores cubanos tenemos que cambiar, renovarnos”. A los setenta años todavía tenía fuerzas para emprender nuevas búsquedas esta admirable mujer que desde joven luchó, en el arte, contra todo lo podrido, contra todo lo viejo.
(Fayad Jamis)
Por medio del color, Amelia nos enseña a ver, por medio de la línea nos enseña a intuir, por medio de su coraje y honestidad nos enseña a no hacer concesiones.
(Antonia Eiriz)
Amelia Peláez es ese fervor amoroso en la realización de la obra de arte, sin el cual no puede haber aspiración de perennidad, columna vertebral de todo arte, y es, al mismo tiempo, la gracia. Siempre he creído, y cuando una emoción como la que despierta en mí su obra viene a confirmármelo, lo repito, que el arte es un estado de gracia, en lo que el estado de gracia es don por añadidura. Un todo angélico, una fuente de energía milagrosamente preservada a través del tiempo y el espacio, para dar fe la existencia de lo inefable.
Frente a la abrumadora visión esquematizada por Vlaminck, se alzan aquellos artistas que, como Amelia Peláez, ponen el fervor y la gracia, la devoción artesana y el ansia de perennidad, en toda la obra de sus manos. En la cerámica, como en toda su producción plástica, la línea y el color se mueven con un ritmo deslumbrante, arrastran la mirada y con la mirada al espíritu, súbitamente sorprendido por una visión inquietante que quiere recordarnos algo, pero que en seguida reconocemos como el recuerdo de aquello nunca visto. La memoria mágica vibra, respondiendo a lo que el estado de gracia del artista secuestró en una trampa de línea y color. Es como esas ciudades, esos rincones, esos paisajes que nunca hemos visto, y que de pronto nos parecen extrañamente familiares. Atónitos, nos sentimos inmersos en el vértigo de lo profundo, lo subyacente, lo que está más allá de las superficies, y cuya vida se mide por millones. Es el fondo impalpable de lo tangible, que presintiera alucinado Novalis. El otro lado del mundo aparente, la secreta zona que sólo se alcanza por inexplicable elección. Amelia Peláez es de los que buscan tras el muro de la cárcel diaria la fabulosa realidad del mundo y la entregan en atisbos angustiadores, en obra hermosa que debemos agradecer los que todavía creemos, como William Blake, que es posible que los ángeles deambulan por las calles de Londres o de cualquier parte de la Tierra, porque la Tierra es tan sólo prolongación visible del cielo y del infierno. Sus altísimos valores plásticos, siguen la línea ascencional de un arte que cuaja, se solidifica, adquiere la magnitud de la real madurez. Es obra trae pertenece al arte universal, ese que no cabe en las historias, ni puede ser calificado con un sello temporal. Desde todos los ángulos de la contemplación crítica, se le hallará la excelente suma. Para mí, su calidad más insigne reposa en su fervor, en ese celo ardiente y afectuoso con que la gran artista se enfrente a su mundo y lo traduce, esa eficiencia que pone en la artesanía de su elaboración, a esa fidelidad a sí mimo del verdadero artista, que hace a la obra vital y permanente, para producir el hermoso milagro de que un poeta de nuestros días escriba una canción de amor, apasionada y melancólica, a la estatuilla milenaria de la dulce reina Karomama.
(Félix Pita Rodríguez, “Amelia Peláez y el fervor”. Caracas, 19 de agosto de 1958)
Representa otro “ismo”: el más Importante, el único verdaderamente plástico: el cubismo. Pero lo representa con su feminidad, con esa ciencia de lo abstracto hereditaria en la mujer. En ella tenemos la sensibilidad y la voluntad del romanticismo que marcan sus primeras épocas, pero también le asepsia puramente decorativa de las verdaderas labores del hogar. Colgaremos aquí uno de esos personajes de cuello estirado, melancólico pariente de los Modigliani en los que se destaca bien el esqueleto africano de algún fetiche del Dahomey, y al lado le pondremos la “Liebre”, magnífica naturaleza muerta hecha bajo la más pura influencia cromática de Braque, y finalmente uno de sus últimos “bodegones”, tratados al gouache, de tonos crudos y ácidos, en los que las frutas y las lucetas cubanas de medio punto ofrecen a la fina y delirada bordadora los más íntimos secretos de su riqueza geométrica.
(Guy Pérez de Cisneros, “Pintura y Escultura en 1943”, La Habana, 1944)
LA CASA DE AMELIA
Por. / Fernando G. Campoamor
Amelia tenía su casa materna —la de doña Carmela, hermana del poeta Julián del Casal— en el número 261 de la calle Estrada Palma, la de mayor tranquilidad de la barriada. Su hermana Carmita dice que dicen que la alzaron el año 1913. Todavía Amelia tiene y tendrá su casa allí mismo.
Mirar la fachada, la cara que no estorban las rejas —porque el cercado no está para ocultar, sino para coquetear— es invitarse a la entrada. Se comienza por arrimarse al jardín frontal y, con permiso, entre geranios de extrañas hojas hendidas, encrespadas —geranios de olor de limón— que invaden la escalera y el portal, ya andamos entre las jambas de la puerta principal. Volteando hacía el lado del sol de la mañana, el portal se rellena con esas elegantes palmillas que son las arecas, doradas a la luz. Los hijos, aún verdes, nacen a los pies formando unas macollas.
Otra vez bajo el dintel, ante los ojos se abre un pasillo que divide el hogar en dos; o mejor, que arrima los dos cuerpos laterales. Miembros que son encajes, cerámicas y alguno de esos muebles con cajones que bien nombran cómodas.
Una sala acá, con sofá criollo, con lámparas de ayer, y siempre en las paredes, los óleos de Amelia en el curso de todas sus épocas de pintora. Una comadrita cuida un esquinero con pomos de farmacia, y en otro ángulo hay un retrato de ella —de perfil afilado y de moño copioso— que firmó a su modelo el maestro Romañach. Otra salita, tal vez más íntima, con recuerdos de familia; algunos son reliquias de la patria. Luego la biblioteca, tan amable: botellas, copas y ánforas coronando los estantes de libros raros. Y siempre los sillones, amigos de vida en reposo, balanceada como un hijo en brazos. En una mirada de respeto, el cuarto de la dueña: su cama de filigrana en bronce y su crucifijo, que no creen en su ausencia. Y ahora el comedor, rico en pinturas que son vitrales, que son fruteros, también con vitrinas de cristalería, y los manteles, candelabros, persianas, balaustres… ¿Por qué no registrarlo todo, aunque sin herir el secreto doméstico, disfrutando el ajuar de la casa, tan fina y tan barroca?
Pero, una puerta que es apenas un estambre de hierro, nos tienta cruzarla. Detrás nos espera Amelia y su patio. Su patio es un mundillo botánico y la decisiva razón de su apartamiento del otro mundillo de las gentes. Quizá sea la nota fuerte y sensual de su obra. Por su mano sembraba, regaba, podaba, injertaba en canteros lo que llamaba “mis yerbajos”. Digamos begonias carnosas, que algunas son rojas y otras se deslíen hacia el rosado y el blanco; lirios de largos tubos, con formas de antorchas o sables; claveles con pétalos de margen barbudo, o dobles y almagrados, que huelen a clavo de especia (porque hay claveles de ala de ángel, abisinios, valencianos); helechos en diez variedades: unos son plumas de avestruz, otros horquillas, otros figuran crestas en las pennas, otros se rizan; cactus de columnas, poligonales, angulosos, marpacíficos habaneros, que son grandotes y alegres –en crestas, salmones, solferinos; orquídeas como de cristal, malangas lustrosas, mantos dentados y matas de higo, que crían a la sombra vecina de los muros.
Su patio –porque solo es suyo- con multitud de tiestos y macetas, además, donde el follaje, la humedad, el aroma, dan colores y matices de colores en el misterio de bulbos, cálices, espigas, corolas, grata ornamentación tropical, y los azules de Amelia por cada esquina del laberinto: la pétrea azulada, la felpuda y oscura violeta africana, la flor intensa de la hierba azulejo. Aquel inventario vegetal –con las frutas cromáticas- es la invención de Amelia, el corazón de su geometría que resolvía problemas dibujando, como quien integra y desintegra mameyes, crotos, anones, isolas, guanábanas, trepadoras o mangos. Porque las frutas cubanas y su patio cubano dan la temática de su obra como parte de una casa que es el todo de su circunstancia, esa soledad suya –tan acompañada de savias vivas- que trasvasó a sus telas.
Detrás del patio anda el taller, con una mesa repleta de latas, botes, tubos y pinceles. Y el caballete en pie. Y las jaulas vacías; porque los pájaros, inteligentes, volaron delante de Amelia.
Cuando se regresa a la calle, la casa nos queda en la retina y en la sangre. Pensamos en el milagro del polen y el pistilo, y en el marpacífico que Irene, la otra hermana, dejó en las manos premiadas de Amelia Peláez, cuando salió de viaje con boleto de inmortalidad.