Simple maquillaje a la dependencia

Lejos de resolver los problemas que aquejaban a Cuba en esa época, este convenio acentuó el carácter monoexportador y monomercado de la economía, a la vez que frenó el incipiente desarrollo de producciones nacionales y la posible expansión de ramas industriales tradicionales

Por. / Pedro Antonio García*


Si alguna lección aprendió bien Franklin Delano Rossevelt, y las eminencias grises de su administración, tras el derrocamiento del Gobierno de los 100 Días, fue que Estados Unidos no podía seguir dominando a Cuba con mecanismos utilizados hasta 1933. El desembarco de marines solo debía usarse como recurso extremo, era demasiado costoso en términos económicos y políticos.

No hubo ayuda para quienes quedaron desempleados como consecuencia de la reducción de la cuota azucarera. / Autor no identificado

Más afín con su Política de Buena Vecindad, mejor les resultaba optar por la llamada intervención preventiva, que tan exitosos resultados había dado en la década de 1920: “aconsejar” a los gobiernos indóciles, amenazándolos incluso con la agresión militar, ejecutar presiones de todo tipo, inmiscuirse en los asuntos internos de esos países de distintas formas.

No es de extrañar que apenas a una semana de la “asonada suave” que derribó al Gobierno Grau-Guiteras, Washington reconociera diplomáticamente al régimen del dúo golpista, el sargento devenido coronel Fulgencio Batista y su presidente títere Carlos Mendieta, siempre asesorados desde el lado oscuro por el embajador Jefferson Caffery. El primer paso, sin dudas. Luego vinieron las propuestas maquinadas en el Distrito de Columbia.

Una reciprocidad poco recíproca

El gobierno de los Estados Unidos declaró públicamente su deseo de derogar la Enmienda Platt y suscribir, en cambio, un Tratado de Relaciones entre las dos naciones, lo cual se llevó a cabo el 29 de mayo de 1934. Como expresaría entonces el historiador Ramiro Guerra, el otrora apéndice constitucional no respondía en esa fecha “a ninguna necesidad internacional, puesto que en el mundo no hay una potencia que pueda ni que quiera crearle dificultades a los Estados Unidos dentro de su zona de influencia; cabe, en tal virtud, abandonar la Enmienda sin peligro alguno, como instrumento que cumplió su destino y ya es inútil”.

Dos de los tanques pensantes de la administración Roosevelt: el canciller Cordell Hull (izquierda) y el ex embajador yanqui en Cuba, Benjamin Sumner Welles. / Autor no identificado

Además, Roosevelt tenía bajo la manga otro mecanismo idóneo: la Ley de Cuotas Azucareras. Teóricamente, significaba para los productores de ese rubro la seguridad de una venta segura en el mercado norteamericano, pero escondía sus trampas: a Cuba se le asignó un porcentaje muy inferior al de sus exportaciones al vecino hacia Estados Unidos antes de la crisis de 1929. Y Washington podía suprimir parte de la asignación o toda ella completa si lo estimaba conveniente. A nuestro país, por ejemplo, le aplicaron ese artículo en 1960.

La firma del Tratado de Reciprocidad Comercial completaría y culminaría la serie de medidas programadas y ejecutadas por la administración Roosevelt con vistas a estabilizar la economía cubana. A inicios de junio de 1934 comenzaron las negociaciones, las cuales partieron de una solicitud estadounidense: la abrogación de aranceles a la exportación de unos 100 productos, decretados por gobiernos cubanos anteriores con el fin de proteger la industria nacional.

Una campaña mediática muy bien orquestada, bajo el financiamiento de la Asociación de Hacendados y con la complicidad del Diario de la Marina, convenció a muchos crédulos que las existencias de esos aranceles encarecían artificialmente los precios minoristas cubanos. El régimen Caffery-Batista-Mendieta se sintió sensibilizado por el supuesto clamor popular y rebajó las tarifas arancelarias entre el 20 y el 60%.

Cuba recibió a cambio descuentos a 35 artículos entre un 20 y un 50% en el mercado yanqui. Los derechos del azúcar se fijaban en 0,90 centavos por libra y, aunque la cifra total estaba sujeta al sistema de cuotas, al igual que el tabaco, el arancel fijo le garantizaba un precio preferencial en el mercado estadunidense, beneficiando sobre todo a los hacendados criollos, los que defendieron con vehemencia la preservación de ese acuerdo.

Según el historiador Ramiro Guerra, no había entonces potencia alguna que pudiera o quisiera enfrentarse a los Estados Unidos. / Autor no identificado

No solo los artículos cubanos se vieron afectados por la voracidad yanqui, cuyas mercaderías disfrutaron de grandes privilegios y -al venderse más baratas- enfrentaron exitosamente a sus similares europeas y asiáticas en rubros como el arroz, los frijoles blancos, los bombillos eléctricos y el rayón. En ocasiones, para favorecer a los agricultores norteamericanos, se elevaron arbitrariamente las tarifas como fue el caso de los textiles japoneses y los aceites vegetales del nordeste chino, en aquellos tiempos bajo dominio del imperialismo japonés.

A veces el gusto particular del consumidor criollo les jugó una mala pasada a las artimañas de los negociadores estadounidenses del convenio. A pesar de los pesares, la cerveza y la leche condensada cubanas siguieron gozando de una gran clientela porque las del vecino país eran algo “light” o muy poco azucaradas, según fuera el caso, para el paladar de nuestros compatriotas.

Entre los otros ardides que escondió sutilmente el Tratado dentro de sus cláusulas, estaba la prohibición de gravar con impuestos locales a los productos originarios de Estados Unidos. Igualmente, ellos no podían someterse a un sistema de cuotas, como le sucedía al azúcar cubano en el territorio norteño. 

Una fuerte polémica desató este convenio comercial desde su firma. Mientras que José M. Casanova, de la Asociación de Hacendados, lo defendía al atribuirle la protección “de nuestra clásica industria azucarera y de nuestra naciente industria de refinación, permitiéndole sobrevivir”, el historiador Emilio Roig, en un artículo publicado por la revista Masas, enumeró una serie de aspectos que lo hace desventajoso para Cuba, entre los que subrayó el freno al desarrollo de otras producciones, el reafirmar la dependencia al mercado estadounidense, la entrega de nuestro régimen arancelario a un poder extraño y la no generación de ingresos a quienes quedaron desempleados como consecuencia de la reducción de la cuota azucarera.

Pan para hoy…

Para el azúcar, el Tratado de Reciprocidad Comercial tuvo al inicio sus ventajas al reportarles ganancias a los hacendados y grandes productores fundamentalmente. Pero el sistema de cuotas impedía a la industria toda posibilidad de expansión y crecimiento. Ya en los años ’50 las firmas estadounidenses comenzaron a vender sus centrales menos rentables, sin hacer fuertes inversiones en las fábricas que seguían en su poder. En esa década el capital yanqui se reorientó hacia el turismo y la minería.

El historiador Emilio Roig calificó de desventajoso para Cuba el Tratado de Reciprocidad Comercial de 1934. / Autor no identificado

Las esperanzas de los productores de tabaco se esfumaron pronto. Las rebajas al torcido fueron mínimas; al tabaco en rama se le asignó una cuota inferior a los promedios históricos antes de la crisis de 1929. Las magras ganancias obtenidas y la total dependencia a los vaivenes de la economía estadounidense agudizaban aún más la fragilidad de esta industria. Las frutas y los vegetables se hallaban entre los rubros que habían recibido rebajas arancelarias de hasta un 50%. Sin embargo, solo tenían lugar durante cortos periodos de tiempo y estaban condicionadas al desenvolvimiento de las cosechas en Norteamérica. El ron, en cambio, tenía un mercado más seguro.

En conclusión, si bien se logra estabilizar la economía desde los años 30, ella pecaba de precariedad. El estallido de la Segunda Guerra Mundial, que obligó a Estados Unidos a realizar grandes compras de azúcar y minerales, implicó para el país un aumento en los ingresos de divisas y ayudó a crear una imagen de bonanza. La exportación de azúcar en 1944 alcanzó el nivel récord en los últimos 20 años. La balanza de pagos fue entonces en extremo favorable.

De 1948 a 1953 esta tendencia se mantuvo, favorecida por la alta demanda de azúcar y la reapertura de minas con motivo de la guerra de Corea. No obstante, la producción azucarera seguía estancada y solo crecía por coyunturas (contiendas armadas, fenómenos meteorológicos acaecidos en países exportadores). Solo por tales casualidades sobrevivía Cuba, como había predicho el Informe Truslow, redactado por tecnócratas del Banco Mundial, quienes afirmaron que si la nación cubana continuaba dependiendo de una industria azucarera que no crecía, marcharía hacia una dictadura de derecha que reprimiría a los obreros y los despojaría de sus conquistas sociales o hacia una revolución de izquierda que se propondrá la liquidación del capitalismo.

  • Periodista y profesor universitario. Premio Nacional de Periodismo Histórico por la obra de la vida 2021

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Fuentes consultadas

Los libros El diplomático, el sargento-coronel y la mula dócil de Palacio, de Rolando Rodríguez, Historia de Cuba 1898-1958, de Paquita López Siveira, Mario Mencía y Pedro Álvarez Tabío, y La neocolonia. Organización y crisis, del Instituto de Historia de Cuba.

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