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Entre el saqueo y la política: Piratas en América

El 4 de septiembre de 1640 los habitantes de la villa de San Cristóbal de La Habana presenciaron la llegada de la flota comandada por el pirata holandés Cornelis Corneliszon Jol, apodado Pata de Palo. Durante varios días, sus constantes ataques mantuvieron en alerta tanto a la población como a las tropas españolas. Sin embargo, el huracán que azotó la zona el día 11 dispersó los barcos, dañando y hundiendo varios de ellos, lo que provocó que muchos tripulantes se ahogaran o fueran capturados y llevados a La Habana.

El 20 de septiembre, el pirata envió un mensaje al Gobernador solicitando el intercambio de prisioneros, propuesta que fue rechazada. Posteriormente, Pata de Palo se dirigió a Matanzas, donde desembarcó, causando estragos en la localidad. En octubre abandonó finalmente las aguas de la región.

Con motivo de estos eventos, la sección Bohemia Vieja reproduce el artículo titulado “Piratas, corsarios y bucaneros”, escrito por el renombrado periodista Antonio Núñez Jiménez. Este artículo forma parte de una serie de textos sobre el tema que aparecieron en nuestra revista durante ese mismo año.

A través del trabajo periodístico, nuestros lectores podrán explorar las diferencias entre piratas, corsarios y bucaneros, las razones políticas detrás de su surgimiento, sus costumbres, métodos de conquista y estilos de vida. Gracias a estos audaces navegantes se abrieron nuevas oportunidades comerciales para los productores y habitantes del continente americano. Además, se incluyen fragmentos de obras literarias (poemas y testimonios) que destacan a estos intrépidos aventureros del Mar Caribe.

PIRATERÍA EN EL ARCHIPIÉLAGO CUBANO: PIRATAS, CORSARIOS Y BUCANEROS[1]

Por./ Antonio Núñez Jiménez
Fotos del archivo del autor

Nadie como el poeta Espronceda trasmitió a las jóvenes generaciones una visión romántica del audaz hombre de mar que retó las leyes para convertirse en el aventurero por antonomasia. ¿Quién no recuerda con cierta nostalgia aquellos versos de la Canción del Pirata recitados en la dorada juventud?:

Bajel pirata que llaman

Por su bravura, el Temido.

En todo mar conocido

Del uno al otro confín.

La luna en el mar riela,

En la lona gime el viento,

Y alza en blando movimiento

Alas de plata y azul:

Y ve el capitán pirata,

Cantando alegre en la popa,

Asia a un lado; al otro, Europa,

Y allá a su frente, Estambul,

—Navega, velero mío,

    Sin temor:

Que ni enemigo navío;

Ni tormenta, ni bonanza.

Tu rumbo a torcer alcanza,

Ni a sujetar tu valor.

Veinte presas

Hemos hecho

A despecho

Del inglés,

Y han rendido

Sus perdones

Cien naciones

A mis pies.

Que es mi barco mi tesoro,

Que es mi Dios la libertad,

Mi ley, la fuerza del viento,

Mi única patria, la mar.

La piratería parece ser tan antigua como la navegación y el comercio marino. La aparente falta de límites de los mares, su vastedad, donde por milenios no rigieron las leyes de la tierra, propiciaron la depredación, el crimen y la acción de los rebeldes a un orden establecido que a veces fue necesario romper para desarrollar un comercio más amplio entre pueblos distantes.

Hay piratas fenicios y griegos, romanos y malayos, chinos y vikingos. La palabra pirata llega a nuestra lengua del latín y a ésta de la voz griega peirates. Designa a quienes surcan el mar dedicados al pillaje y, por extensión, al hombre que no se compadece de los esfuerzos ajenos.

En sus inicios el oficio de pirata se considera lícito, una forma de hacer la guerra o la conquista de otras tierras y pueblos. El comercio fenicio o el descubrimiento de nuevos territorios deben su éxito y desarrollo a la piratería. Los fenicios comercian por la fuerza de sus armas, los vikingos en sus viajes marinos llegan a las costas de Groenlandia y de Nueva Inglaterra.

Esa acción de adueñarse de riquezas ajenas acaecida en la antigüedad y en el medioevo no ha cesado en nuestros días. Pueblos y culturas son despojados de sus riquezas materiales y valores espirituales sin asomo de vergüenza, piedad o remordimiento por parte de los saqueadores.

El descubrimiento de Cristóbal Colón de las islas del Mar Caribe y de las tierras continentales de América, de las que toma posesión en nombre de los Reyes Católicos, proporciona a la piratería de ingleses, holandeses y franceses, el escenario ideal para sus fabulosas hazañas y fechorías.

El mundo insular del Caribe ha de transformarse en siniestro escenario de rapiña y pillaje, del crimen y la muerte. Pronto la delicada estela que dejan canoas y almadías es suplantada por otras más voluminosas de naves con recias arboladuras y copiosos velámenes: la flota del oro y de la plata o sus asaltadores. Galeras, galeotes, pataches, navíos, galeanzas, fragatas, balandras, corbetas, urcas y brulotes surcan las aguas de un mar que el virulento español bautiza con el nombre feroz de los caribes.

…pirata mar caníbal/duro mar de ojos ciegos…, es la definición de Nicolás Guillén para estas aguas alucinadas por la violencia, el terror y la sangre. El cuchillo y el cuero, el alfanje y la seda, el cañón y las perlas, el rifle y el tabaco, el índigo y la espada, la cochinilla y la pólvora, el arcabuz y las esmeraldas, los negros africanos y los doblones españoles, el oro y la plata, los fulgores de la riqueza y las miserias de la esclavitud, la maldición y el odio, el juramento y la venganza, al grito vandálico de ¡al abordaje! se trocan de urca a galeón, de navío a patache y pasan a otras manos, a otros dueños, a otros usufructuarios; de una escuadra bajo pabellón de la Corona castellana a otra escuadra donde se alza sucio de sangre y pólvora el siniestro estandarte de la piratería: la calavera sobre alfanjes o tibias en cruz.

Piratería y piratas colman y nutren el sueño de aventuras de la literatura universal desde los lejanos días de Homero hasta el presente. Las novelas y poemas de Walter Scott, Daniel Defoe, Robert Louis Stevenson, Jenimore Cooper, Jean Richepin, Salgan y Sabatini, Byron, Puschkin y Espronceda, entre otros, han conservado vivos, actuales, palpitantes, en la imaginación de sucesivas generaciones, tres siglos que hacen de las islas caribeñas y sus mares el teatro de confrontación entre naciones en pugnas, azuzadas por rivalidades políticas, divergencias religiosas y la codicia por las indescriptibles riquezas de América.

El cine, el teatro, la ópera, la radio y las tiras cómicas, acogen en sus creaciones las hazañas y fechorías de bucaneros, corsarios y piratas.

Una página del poema “Isla de Pinos” de Pablo Armando Fernández, sobre el mar que nos rodea, crea mediante el lenguaje las alucinaciones que turban las aguas del Caribe. Veamos este fragmento:

¡Oh, mar, mar de las hechicerías! Amigo de los encantamientos. Azul de yerba fresca, ¿dónde la ronca voz del Olonés, las maldiciones y las palabras poderosas de rencor y venganza? ¿Dónde las lágrimas, las súplicas, las quejas y lamentaciones? ¿Dónde la sangre, el chasquido del látigo, las preces balbuceantes del cargamento esclavo? ¿Dónde el cuchillo, la horca, los dados, el ojo tumefacto del muerto, la conjura enemiga? ¿Dónde en tu verde de montaña azul ocultes la penosa servidumbre?

Azul isleño de aguas caribes, jade azul de ultramar, ¿dónde el muslo roto y amoratado, el siniestro andar de Francois Leclerc? ¿Dónde la antigua noche de la piratería, el túmulo de huesos y hojas ensangrentadas, el secreto que confías a tu pecho, al vientre obscuro del tiburón, a la afilada aguja? ¿Cuál es el día de tu embriaguez, la hora de tu hartazgo, la fiesta para henchir la grosura de tu avariento corazón?

BUCANERO. Para algunos este nombre parece provenir de la palabra francesa bouc (toro) que en realidad en francés significa macho cabrío; boucan llamaban a las buhardillas apestosas donde asaban la carne de res: boucanier era el individuo que se dedicaba a estos menesteres clandestinos para abastecer a los piratas y corsarios. Por extensión, bucanero resultó todo comerciante que fuera de la ley comerciaba carnes, cueros y mercadería. Otros autores, como J. L Franco en su obra Política Continental Americana de España en Cuba, p. 118, afirman que la palabra boukan es de origen caribe y significa “el sitio donde asaban y ahumaban sus comidas”’.

CORSARIO. Dícese del que manda una embarcación armada en corso con patente de su gobierno, para perseguir a los piratas o a las embarcaciones enemigas.

Para el naciente pueblo de Cuba, la piratería tuvo extraordinaria importancia. En primer lugar, los ataques a las primeras villas fundadas por los españoles, templó sus aceros en constantes combates y los hizo más aguerridos y preparó para mayores empeños que culminaron con las guerras de independencia. Unió a indios, blancos y negros en la defensa de la tierra que los sustentaba contra un enemigo común. La piratería, además, abrió nuevas posibilidades de comercio a los productores criollos; de hecho se rompía así el monopolio ejercido por la Casa de Contratación Sevillana, propiedad de los reyes españoles. No menos importante fue el contacto de criollos de Cuba con hombres y culturas de Inglaterra, Francia y Holanda, propiciado por corsarios y piratas a lo largo de casi cuatro centurias.

Woodbury en su obra The Great Days of Piracy in the West Indies señala:

“Nunca en la historia de la humanidad hubo época tan favorable para el desarrollo de la piratería; ningún otro lugar de la tierra pudo haber sido más apropiado para esa clase de vida que las Indias Occidentales. La piratería, como la practicaba Jenning y los que seguían su ejemplo, era el saqueo armado de naves de todas las naciones en alta mar. El rescate no era rasgo de este tipo de piratería, ni lo eran las operaciones anfibias contra ciudades y plazas fuertes interiores, a la manera de los filibusteros primitivos. Los bandoleros muy generalizados entonces en Inglaterra, los High Toby and the Road, encontraron sus émulos en los ladrones del Mar del Caribe.

La topografía de las islas no podía estar mejor diseñada para esta clase de piratería. Las miles de islas, grandes y pequeñas, que punteaban los mares cálidos, creaban escondites, refugios y amplias posibilidades para las emboscadas. Muchas de las islas eran fértiles, y proporcionaban madera y agua, siempre necesarias. No era preciso hacer viajes largos, y el clima agradable permitía acampar en tierra durante la noche en cualquier tiempo. En estas islas era pródigo el alimento, y aunque a veces no venía bien al paladar europeo de entonces, siempre lo había y era nutritivo. En los mares de las islas y en los que estaban entre ellas abundaban las corrientes, bajos y arrecifes que hacían escabrosa la navegación, pero eran más peligrosos para las naves altas que para las embarcaciones pequeñas que generalmente usaban los piratas. Las lapas y otros organismos crecían tan rápidamente en estas aguas cálidas, que dos o tres veces al año era necesario carenar y limpiar las naves. Las ensenadas y las playas resguardadas eran un rasgo tan generalizado de las islas, que no había dificultad en hallar un buen sitio para atender a esas necesidades”.

Una bula expedida el 3 de mayo de 1493 por el Papa Alejandro VI, otorgó a España y Portugal la soberanía sobre los territorios descubiertos 100 leguas al oeste de las Azores o de Cabo Verde, de manera que se excluyó a los demás países europeos de las riquezas extraídas del Nuevo Mundo. Un año después, otra acta situó la línea de demarcación 270 leguas más al Oeste.

Antes de finalizar el siglo XV el conjunto de las islas que constituyen el archipiélago antillano ya es conocido por los españoles, quienes se desplazan hacia Tierra-Firme para sojuzgar los imperios de México y Perú. Este desplazamiento de los conquistadores hispanos hacia tierras continentales deja en semiabandono a las islas pequeñas, donde se instalan, a más de agricultores, grupos de aventureros de varias naciones europeas, dando origen a la azarosa y difícil, pero independiente vida de los bucaneros.

El inagotable caudal de la riqueza indiana que España ostenta, azuza la codicia de oro y plata en los ladrones del mar de Francia, Inglaterra y Holanda. Pronto extienden sus rutas hacia el Oeste en busca de las fuentes de riqueza de las Indias, donde otrora señorearon caribes y aruacos, que no tardarían en ser casi exterminados por los españoles. Pronto aquellos corsarios inician sus ataques contra las mal defendidas plazas isleñas y continentales o asaltan y capturan las embarcaciones de la flota de regreso con los tesoros de México y Perú. Con el establecimiento de franceses y británicos en las Antillas comienza la era de la gran piratería en el Nuevo Mundo.

Desde 1574 hasta el reinado de Felipe V llegan a puertos españoles más de 1 600 millones de duros. En los veintiséis años que dura la concesión del Tratado de Utrecht el producto ordinario entre el Perú, el Nuevo Reino y la Nueva España es de 15 millones cada año, de los cuales apenas llega la cuarta parte a España. De los 286 millones que los galeones deben traer de Tierra Firme en esos veintiséis años sólo entran 62, yendo a parar el resto a los puertos ingleses. Durante dos siglos, miles de millones de pesetas son usurpados a Sus Majestades Católicas por Drake, Hawkins, Cavendish, Morgan y otros.

No debe ser un secreto que tales depredaciones obedecen a un plan político cuidadosamente elaborado por la monarquía británica para debilitar el poderío español.

Por su parte los holandeses saben que para alcanzar la independencia por la que han luchado contra España por más de ochenta años, deberán presentarle batalla en el mar. Piet Heyn, al capturar en la bahía de Matanzas a la Flota de la Plata, asesta un rotundo y afrentoso golpe a la corona española, privándole de 4 millones de ducados oro.

Ya el rey Francisco I, irreductible adversarlo de Carlos V, refiriéndose a la excluyente bula de Alejandro VI, ha expuesto que desea se le haga ver en el testamento de Adán la cláusula que otorga a españoles y portugueses la división entre sí del Nuevo Mundo, y no cesa en animar a sus súbditos corsarios, para que hostiguen a los españoles donde les sea propicio. En 1598, el Tratado de Paz entre Felpe II y Enrique IV, que pone fin a la guerra hispano-francesa, permite a los franceses colonizar allende las Azores.

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[1] Publicado en BOHEMIA, edición no. 12, del 25 de marzo de 1983, páginas 10-13.

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