Tal vez debería detenerme ahora mismo, cerrar la laptop y ver cualquier película de la televisión o simplemente dormir, pero no lo hago. Tal vez debería dejar de recordar, de añorar el juego del “bultico de cuatro”, sinónimo de aquel abrazo familiar perpetuado en alguna fotografía, pero no lo hago. Tal vez debería edulcorar las horas presentes para no sentir en falta las pasadas, en especial esas cuando abuela Rosa me premiaba con la ración de un arroz con leche acabadito de hacer, pero no lo hago. Tal vez debería asumir que mi viejo siempre fue intransigente, que mi madre una entrometida sin remedio, o que entre hermanos hubo pocas “peleas”.
De hacerlo me derrumbaría totalmente, desterraría de mí la comprensión que sustentan mis días, en una sensibilidad de “abolengo”, gracias precisamente a mi familia primera, la que tuve, la que pude tener. Sé que en un nuevo Día de los Padres, los mensajes de ocasión serán difíciles de digerir si solo me regodeo en el dolor de un tiempo ido. Pero no seré un mero muñeco sin memoria, como dice Limia en su programa dominical Marcas.
Invertiré el insomnio en narrar una anécdota, cuyos ecos llegan hasta hoy. Es una de cuando mi hermano menor, Víctor Manuel, y yo éramos pequeños. Alrededor de los seis años de edad él era muy majadero para comer; vaya, un inapetente al cuadrado. Y a mamá le faltaban cuentos en su arsenal de paciencia. Así que un día, ante un “No quiero más”, ella insistió: “Ay cariño, con tantos niños en el mundo que pasan hambre”. Ni corto ni perezoso, Víctor encontró la salida: “Llévasela”. Mamá se quedó de piedra. Con pesar se fue a la cocina.
Parece ser que mis padres conversaron sobre lo sucedido, porque papá comenzó a explicarnos pormenorizadamente a cada rato la situación de la infancia en otras partes. Y si bien hasta ese instante había seguido los dictados de la familia tradicional cubana, dejándole a mami “el dominio del hogar”, a raíz del susodicho episodio la ventana de la vida se nos ensanchó: nos proveía de libros. Además, tuvimos la fortuna de viajar, pudiendo incorporarle a nuestros “cerebritos” verdades irrefutables: millones de niños vivían sin protección ni alimentos…
Ese simple “Llévasela” cambió toda la dinámica familiar educativa. Magistral lección la de mis padres, quienes aprovecharon las circunstancias de sus profesiones para adentrarnos en lecciones objetivas y verificables de qué era ser un niño cubano, uno vietnamita o africano. Y fuimos alumnos aventajados: yo abracé el periodismo, para adjetivar negativamente la crueldad cuando es preciso, o elogiar con florituras una buena obra. Mi hermano Víctor Manuel cuida su estómago, siendo un tanto vegetariano, aunque compone bellas canciones de amor hacia una desconocida humanidad. Recién las acabo de escuchar. Me iré a dormir, pues esta historia ya no es solo nuestra; es también de ustedes. O de cualquier persona protagonista de similar perreta y tenga ahora hijos que educar.
4 comentarios
GRACIAS.Similar ejemplo me aplicaron mis padres.
Preciosa tu crónica, Mari. También evocadora para muchos que igual conservamos recuerdos de perretas trascendentes, propias y ajenas, infelices o luego provechosas, en el escenario incomparable del seno familiar. Gracias por esa desvelada fecunda.
Me sumo a los merecidos elogios: excelente crónica de María Victoria, magistral muestra de equilibrio entre los sentimientos y recuerdos y el oficio periodístico
me dejas sin palabras. Sinceramente pocas veces había leído un relato personal tan bien elaborado con todos los ingredientes de un verdadero periodismo. clasifica como un nuevo minicuento tuyo. Me esta fascinando tu manera de exponer, en letra, tus vivencias y sentimientos. Tu relato tiene de todo para disfrutarlo y desear volver a el. Te admiro y te felicito. Tu talento merece ser bien compensado. No te detengas, proponte una colección de minicuentos y veras los resultados